7/14/2008

La navaja

(c) RahXephon



Todos los fines de semana seguía la misma rutina, desde hacía ya un tiempo.

Su vida era bailar con los ojos cerrados, tres días a la semana, tardes y noches incluidas, de viernes a domingo.

Veinticuatro horas parando lo justo para dormir y comer, sintiendo la música atravesar cada fibra de su cuerpo, dejándole moverse al compás, olvidando que más allá pertenecía a un mundo. Porque este era su lugar, y aquí sólo existía ella. Su madre a veces le echaba en cara si creía que vivía en una fonda donde podía aparecer para dormir y poco más.

Si no fuera por la pista de baile, cuántos días se habría sentido atrapada, en su mayor época de rebeldía contra sus progenitores, cuando nada de lo que hicieran tenía el más mínimo significado para ella, cuando lo que menos quería era compartir el techo con su padre, cuando estar a menos de trescientos metros de esa casa le producía una sensación de ahogo y nerviosismo insoportable, atenazando sus músculos y embotando su cabeza.

No sabía replicar a las broncas, no tenía escapatoria. El grito estaba siempre ahí, por lo que hacía, o lo que dejaba de hacer. Por lo que decía, o dejaba de decir. Por cómo miraba o dejaba de mirar. Así que cualquier excusa era buena para no pisar la casa, y entre ellas la mejor era peregrinar a su santuario.

Era su momento de purificación, era su forma de encontrar la paz, era el altar donde sacrificar sus demonios y pagar su “pecados” con sudor. Cuando cerraba los ojos, olvidaba los malos momentos. Dejaba atrás lo exámenes, los deberes, las rabietas de instituto, los marrones con sus padres… Todo estaba a millones de años luz.

Allí era propietaria de dos metros cuadrados de cemento que al final de la noche amenazaban con dejarla pegada con los restos de bebidas combinadas, cocacola y quien sabe cuántas porquerías más, donde las traicioneras colillas de tabaco batallaban por hacerla trastabillar sin éxito. Dos metros que a veces se veían envueltos en una neblina artificial, iluminados con la luz de soles imposibles, regados por la lluvia de los aspersores o incluso, inundaos por mares de espuma estival.

Eso era felicidad: kilovatios de sonido que prometían destrozar sus tímpanos con el house más puro, con el trance más de moda, con el dance corriendo por las venas; y un latido acompasado a la música.

Recordaba su primera vez, esa noche que lo cambió todo, que delineó el crepúsculo de su infancia, para dibujar el alba de la adolescencia.

Ya quedaron muy atrás aquellas navidades, la primera vez que salió de casa por la noche, con el permiso paterno de salir a celebrar ese fin de año por las discotecas, pero volviendo a una hora prudente -“no muy tarde”-, y la promesa de que si no cumplía, no volvería a salir de noche hasta el año siguiente.

Fue una experiencia muy excitante, plagada de preparativos: ropa, colonia, peinado, maquillaje, complementos… Marcando impaciente los diales de un vetusto teléfono próximo a la extinción.

En aquellos años no existían los móviles, quedabas con alguien a una hora y esperabas. Te obligabas a ser puntual, aunque te carcomieran los nervios, y sí, esa tarde le comían los nervios por dentro.

Era un ritual de madurez, como en algunas tribus pueda ser la primera vez que te baja la regla, pero aquí era esa salida a lo desconocido. ¿Cómo sería la vida nocturna? ¿Cómo sería la gente? ¿Qué había escondido en la penumbra? ¿Cómo sería estar rodeada de “mayores”?

Las horas pasaban con esa lentitud de una película en la que puedes ver todos y cada uno de los fotogramas con detalle recreándose, mientras que la impaciencia te controla y aun así, parece que el mando del vídeo está estropeado porque no responde y no funciona “adelantar”. Así que te resignas a que todo pase a su ritmo, granito a granito tal que atrapada en un reloj de arena.

Entonces, a sesenta minutos escasos de la hora bruja llegó el momento de atravesar el umbral que marcaría un antes y un después para toda tu vida. Cruzó con su ropa de gala y enfundada en el abrigo salió a la calle, iluminada con las farolas que desafían la oscuridad como las velas en una tarta de cumpleaños, llenas de promesas; y con la seguridad de haber recorrido mil veces ese camino los pies la llevaron delante del viejo teatro una vez más.

A las doce, como tantas otras Cenicientas modernas que la estrujaban a las puertas de su peculiar castillo, quería disfrutar del baile y reencontrar un príncipe azul.

Por aquel entonces, el príncipe azul era rubio, de ojos azules, complexión atlética, y practicaba boxeo con asiduidad. Era bello y despiadado. No portaba espada, pero lucía una sonrisa tan o más peligrosa, máscara de excusas y mentiras que sólo una mente sagaz podría elucubrar y un corazón cándido podría llegar a creer. Como todos los príncipes era frío y calculador, pero no importaba. Nunca importaba. Siempre había una defensa, una explicación, un motivo, una excusa que mitigara su comportamiento cruel.

Y con sus ojos, le buscaba entre la gente, con la mirada, en aquel símil de palco que era el escenario a poco más de un metro del nivel del suelo. Anhelaba ver esa figura, esa camisa, contemplarle mientras bailaba, junto a su primo y su hermanos, fieles compañeros.

¿Cómo era la vida nocturna? Como la diurna pero todo transcurría a más velocidad, una copa desencadenaba invitaciones que antes no podría haber imaginado. ¿Cómo era la gente? Se comportaban como salvajes festejando con sus carnes en hogueras al anochecer. ¿Qué había escondido en la penumbra? Pesadillas que acaban con los sueños y trafican con tus peores temores. ¿Cómo era estar rodeada de “mayores”? Como estar rodeada de niños, solo que vivían incluso más perdidos.

En el ecuador de la madrugada le encontró, con su camisa blanca resplandeciendo bajo la luz negra, dos manos recortándose en su espalda, abrazado a otra compañía.

El impacto la dejó pálida del susto, y sus piernas que tan acostumbradas estaban a bailar, a caminar, a correr, no respondían a su voluntad. Sentía como iban flaqueando poco a poco, como el desazón oprimía su pecho, cómo luchaba entre dos aguas debatiendo si acercarse o no.

El “no”, ganó. Tiene que haber una explicación, argumenta. Tiene que ser un error. Igual iba borracho. Seguro que fue cosa de su primo o de su hermano. Igual es solo su ex. Seguro que me llama. Dijo que me llamaría.

El palacio se transformó en chabola, ella se sentía incómoda en su vestido y sólo quería volver a casa corriendo a esconderse en algún lugar.

Los días, se sucedían, y el teléfono no se dignaba a sonar. Dedicaba gran parte del tiempo de instituto a estructurar excusas con las que perdonar su comportamiento, con las que restar importancia a los hechos, y así seguir esperando la llamada que si llegara no traería más que patrañas que ella obviamente estaba dispuesta a creer.

Pero en realidad, una vez en clase escuchó que “en igualdad de condiciones la solución más sencilla es probablemente la correcta”, y la correcta era que jamás iba a llamar, y que lo que habita en la noche no es si no un mundo de quimeras.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Increible...

Como me gusta leerte condenada xD, me identifico con miles de cosas de las que escribes...

Simplemente perfecto ^^

Bechitos :*

/)/)
(=';')
((")(") Nyaaaa

Ysondra dijo...

Nya!

No te había visto xD =)

Me alegro que te entretengas =) Ánimo, feo =P =)