7/24/2008

Fuera de onda

(c) Peggyly - My Baby 2


Últimamente estoy ampliando mi biblioteca gastronómica, para el hipotético día en que tenga tiempo de cocinar, porque me haya jubilado, esté en el paro o tenga la baja. Nunca se sabe.

Una de mis ilusiones más grandes es aprender a hacer un pan decente para comérmelo tranquilamente con un buen menú, y en compañía. En fin, es muy frustrante. Creo que nací unas cuantas décadas tarde, porque no es algo que se estile mucho ya.

A parte de una gran piscina y un buen jacuzzi, la otra cosa que me haría muy feliz es tener mi pequeña plantación de tomateras. No sé cuándo carajo el tomate dejó de ser tomate para ser una bola redonda roja por fuera y verde por dentro, insípida. Yo me acuerdo que cuando iba al colegio, allá por 1990, los tomates sabían a tomate, hasta que un buen día Julieta (la dueña del colmado de al lado de casa de mis padres) me dijo que habían llegado unos tomates "nuevos" que iban madurando por el camino.

Qué chuli pensé yo. Qué curioso.

Los cojones, "curioso". Los cojones, "qué chuli".

Puta mierda de tomates que hoy no saben a nada. Hoy en día se podría hacer un chiste estilo “Lepe” sobre cuántos tomates se necesitan para hacer un buen pan con tomate.

Cuando tuve mi primer novio, un chico que conocí en una discoteca de Badalona (Gran Velvet, ya ves tú qué sitio para sacar pareja…), un día caminando por la Rambla nos encontramos una pareja de jubilados amigos suyos, que nos regalaron un par de tomates recién recogidos. Joder… ESO era un tomate: Enorme, maduro, tierno por dentro, con pulpa, jugoso, que se deshacía en la boca con una explosión de sabor y ese regusto dulzón que se sobrepone al ácido. Eso era un tomate, no la porquería que me venden en Caprabo.

Desde pequeña me ha gustado siempre cocinar, pero hoy en día no hay tiempo. No hay tiempo para cocinar, no hay tiempo para conocer gente, para tener familia… Joder si ni para cagar hay tiempo ya.

Mis primeras experiencias culinarias fueron con el libro de mi madre, el “Manual de Cocina” del Instituto Crandon. Un clásico de la cocina uruguaya. Ese libro se lo regaló mi padre a mi madre cuando se casaron, en un intento de sobrevivir a la convivencia marital. Supongo que más o menos funcionó, porque treinta y un años después aun respira xD

El caso es que no recuerdo bien cómo, un día se me dio por empezar a cocinar. Empecé con unos escalopes… Y la jodí. Sí, sí. La jodí. Porque me quedaron buenos. Y de verdad insisto que en mi casa lo peor que te podía pasar era que te dijeran que algo te había quedado bien porque… Te ibas a encargar de eso hasta que te mueras o te independices. Y bueno, después también vinieron los bizcochos, los pasteles, las empanadas, las galletas… Y siempre estaba mirando el Crandon. Era lo más parecido al libro de recetas mágicas de Papá Pitufo. Era viejo, de cartoné, tapas rojas, y hojas amarillentas que empezaban a oler a antiguo. Algunas páginas estaban manchadas por el haberles caído ingredientes a lo largo de tantos años de uso.

Era un tesoro familiar. Quizás el único tesoro familiar, el recuerdo de un país en el que nací y no conozco. Quizás los buenos momentos de mi madre en su matrimonio. Quizás las comidas con sus amigos. Quien sabe.

Cuando me independicé, me lo llevé a casa, porque a fin de cuentas cocino yo más que mi madre… Lo cual, teniendo en cuenta que hace tres años que como de restaurante al mediodía porque no tengo tiempo de ir a casa, indica que mi madre cocina más bien poco (muy, muy, muy poco). Como diría Sara: bienvenida a la era de la comida rápida, los congelados, y el microondas.

Bueno, y lo del microondas ya… Mi madre me regaló uno que tenía por ahí. Yo, que no iba a tener un trasto de esos del diablo en mi cocina en la puta vida. Y ahí está, al lado de la nevera. No es que lo use mucho, pero a veces descongelo alguna cosa de La Sirena. Voy a morir… Voy a morir con tanta porquería que como. No podía morir como las cucarachas a polvos, no… Moriré por exceso de grasas y colesterol y radicales libres y todas esas mierdas.

Total que al final mi madre un día me reclamó el Crandon, en nuestra eterna disputa de quien tiene la custodia del libro si yo que lo “uso” o ella que es suyo. Y claro, ganó ella. Así que inicié mi peregrinaje virtual para conseguir mi propio Crandon, cosa que llegará a casa en breve, espero dos semanitas. Mi propio ejemplar del Crandon ^^ Ahora solo espero tener algo de tiempo para cocinar.

A veces pienso, no sé macho, quiero una familia normal. De esas que se levantan por la mañana, desayunan algo preparado en casa, no sé tortitas, o galletas, o un bizcocho, viendo los dibujitos en la tele. No sé. Hacer un buen pan casero, una rica carne al horno con guarnición, precedida de una ensalada, y acabar con un buen café y unos postres. Joder. Cosas de las que hacía la gente antes. Que no estaban más locos que nosotros ahora, y yo que sé, eran educados y tenían buenas costumbres, y hablaban con otras personas EN PERSONA y no a través del móvil o el PC. Joder. No es algo tan difícil. O vamos, sí lo es, pero no debiera.

Así que nada, sigo adquiriendo volúmenes para mi colección para el día que pueda hacer buena cuenta de ello, y encuentre alguien que no tenga muchos inconvenientes con mi hobbie.

Mis últimas adquisiciones fueron:

- Dulce lo vivas
- La cocina sefardi
- El aprendiz de panadero

Sí, últimamente me dio por la cocina sefardí. Tienen una cantidad de recetas, y unos postres… Espero que cuando tenga tiempo para cocinar, también lo tenga para ir al gimnasio xD

Creo que la gente hoy en día no piensa como yo. Quiero decir, no es que sea una retro, que me encanta viciar al WoW, trastear con ordenadores, ser capaz de vivir mi vida independiente, haber sido criada de manera que tengo mi propia personalidad y no me dejo pisotear por la gente (salvo por dinero claro, pero es lo que tiene trabajar para otros xD). Pero joder… ¿Qué tiene de malo que además me guste cocinar y aprender a tejer bufandas?

7/14/2008

Bloqueo

(Se adentra en la habitación caminando a toda prisa, los tacones resonando contra las baldosas. El ruido se amortigua al alcanzar la alfombra bajo el diván).

Sí, ya sé que he tenido mucha suerte con esto de las vacaciones y que me recibe porque algunas de sus otras citas no acudirán esta semana. Ya sabe cómo me pongo cuando me estreso, puro nervio, y esa sensación de agobio de siempre.

Es solo que… De verdad que lo intento pero me cuesta mucho enfrentarme a la realidad, ¿sabe? Quiero decir… Usted me conoce, son ya muchos meses juntos, por lo menos dieciocho, y tenemos nuestras charlas a menudo. O sea, soy una persona capaz y decidida, y tengo muy claros mis objetivos en la vida, lo que quiero conseguir, hasta dónde quiero llegar...

Es muy difícil dejarme sin palabras, tengo siempre respuestas para todo, y no callo ni debajo del agua.

(Risa nerviosa).

No lo he probado pero… Quizás debería, ¿no? Hablar debajo del agua, me refiero. No hasta el punto de morir ahogada, ya sabe, aun no tengo tendencias suicidas.

Hay algo dentro de mí, no sé cómo expresarlo. O sea, no. Es mentira. Sí sabría expresarlo. La cuestión es que no sé si realmente quiero hacerlo.

Últimamente me estreso mucho. Siento una necesidad imperiosa de decir las cosas tal cual las siento o tal cual las pienso pero no soy capaz, no me siento lo suficientemente preparada. Me atormenta saber que puedo hablar de casi cualquier tema y ante los que son realmente vitales no hago sino quedarme sin palabras y sin habla literalmente, con esa mirada estúpida. Como la de los peces en el acuario, ¿sabe? Sí, ahí puestos con sus ojos saltones mirándote a través del cristal esperando manipularte mentalmente como en el chiste.

Yo soy muy capaz de escribir, y tengo mucha sensibilidad y todo eso, como es usted consciente, pero a la hora de la verdad… A la hora de pronunciar las palabras yo me agito y me siento impotente como debajo de una ola inmensa que sé que va a caer sobre mí chafándome sin dejar nada.

(Empieza a comerse las uñas de la mano izquierda).

Que sí, que ya tengo muy claro que soy capaz de expresar mis sentimientos y mis pensamientos aquí dentro, pero este sitio es un santuario, yo sé perfectamente que aquí dentro no puede pasarme nada malo y que las ideas que comparto son nuestro secreto. Pero ahí fuera, cualquier palabra que pronuncie acarreará consecuencias de forma irremediable.

(Empieza a mordisquear las uñas de la mano derecha, y vuelve a la izquierda de nuevo).

Yo de verdad querría ser capaz de ordenar todo lo que pienso y transmitirlo.

(Risa).

Sí, bueno ya sé que es difícil de engañar usted… Bueno, mejor digamos que soy capaz de ordenar lo que pienso, plasmarlo en una hoja, pero incapaz de transmitirlo verbalmente.

Querría ser valiente para decir las cosas tal cual. ¿Cree que le pasa a todo el mundo? O sea, bloquearse de puro terror, o a veces no saber bien porqué, ¿pero sin poder hacer nada por controlarse?

¿Qué es lo que me pasa? ¿Qué es lo que me detiene?

Yo creo que si mirara dentro mío, y rebuscara en todos los rincones, encontraría la respuesta, pero esa oscuridad en la que anida me da miedo. No sé si tengo fuerzas para bucear ahora mismo hasta tan lejos.

Si ya sé que soy inteligente. También sé que cuando mi cabeza recorre ese camino, esquiva los callejones oscuros. Es como ver que están apaleando a alguien, y ser incapaz de ayudar, así que sigues caminando como si no hubieras visto nunca nada.

No tendría valor de volver atrás y encontrarme el cadáver de la paliza.

La navaja

(c) RahXephon



Todos los fines de semana seguía la misma rutina, desde hacía ya un tiempo.

Su vida era bailar con los ojos cerrados, tres días a la semana, tardes y noches incluidas, de viernes a domingo.

Veinticuatro horas parando lo justo para dormir y comer, sintiendo la música atravesar cada fibra de su cuerpo, dejándole moverse al compás, olvidando que más allá pertenecía a un mundo. Porque este era su lugar, y aquí sólo existía ella. Su madre a veces le echaba en cara si creía que vivía en una fonda donde podía aparecer para dormir y poco más.

Si no fuera por la pista de baile, cuántos días se habría sentido atrapada, en su mayor época de rebeldía contra sus progenitores, cuando nada de lo que hicieran tenía el más mínimo significado para ella, cuando lo que menos quería era compartir el techo con su padre, cuando estar a menos de trescientos metros de esa casa le producía una sensación de ahogo y nerviosismo insoportable, atenazando sus músculos y embotando su cabeza.

No sabía replicar a las broncas, no tenía escapatoria. El grito estaba siempre ahí, por lo que hacía, o lo que dejaba de hacer. Por lo que decía, o dejaba de decir. Por cómo miraba o dejaba de mirar. Así que cualquier excusa era buena para no pisar la casa, y entre ellas la mejor era peregrinar a su santuario.

Era su momento de purificación, era su forma de encontrar la paz, era el altar donde sacrificar sus demonios y pagar su “pecados” con sudor. Cuando cerraba los ojos, olvidaba los malos momentos. Dejaba atrás lo exámenes, los deberes, las rabietas de instituto, los marrones con sus padres… Todo estaba a millones de años luz.

Allí era propietaria de dos metros cuadrados de cemento que al final de la noche amenazaban con dejarla pegada con los restos de bebidas combinadas, cocacola y quien sabe cuántas porquerías más, donde las traicioneras colillas de tabaco batallaban por hacerla trastabillar sin éxito. Dos metros que a veces se veían envueltos en una neblina artificial, iluminados con la luz de soles imposibles, regados por la lluvia de los aspersores o incluso, inundaos por mares de espuma estival.

Eso era felicidad: kilovatios de sonido que prometían destrozar sus tímpanos con el house más puro, con el trance más de moda, con el dance corriendo por las venas; y un latido acompasado a la música.

Recordaba su primera vez, esa noche que lo cambió todo, que delineó el crepúsculo de su infancia, para dibujar el alba de la adolescencia.

Ya quedaron muy atrás aquellas navidades, la primera vez que salió de casa por la noche, con el permiso paterno de salir a celebrar ese fin de año por las discotecas, pero volviendo a una hora prudente -“no muy tarde”-, y la promesa de que si no cumplía, no volvería a salir de noche hasta el año siguiente.

Fue una experiencia muy excitante, plagada de preparativos: ropa, colonia, peinado, maquillaje, complementos… Marcando impaciente los diales de un vetusto teléfono próximo a la extinción.

En aquellos años no existían los móviles, quedabas con alguien a una hora y esperabas. Te obligabas a ser puntual, aunque te carcomieran los nervios, y sí, esa tarde le comían los nervios por dentro.

Era un ritual de madurez, como en algunas tribus pueda ser la primera vez que te baja la regla, pero aquí era esa salida a lo desconocido. ¿Cómo sería la vida nocturna? ¿Cómo sería la gente? ¿Qué había escondido en la penumbra? ¿Cómo sería estar rodeada de “mayores”?

Las horas pasaban con esa lentitud de una película en la que puedes ver todos y cada uno de los fotogramas con detalle recreándose, mientras que la impaciencia te controla y aun así, parece que el mando del vídeo está estropeado porque no responde y no funciona “adelantar”. Así que te resignas a que todo pase a su ritmo, granito a granito tal que atrapada en un reloj de arena.

Entonces, a sesenta minutos escasos de la hora bruja llegó el momento de atravesar el umbral que marcaría un antes y un después para toda tu vida. Cruzó con su ropa de gala y enfundada en el abrigo salió a la calle, iluminada con las farolas que desafían la oscuridad como las velas en una tarta de cumpleaños, llenas de promesas; y con la seguridad de haber recorrido mil veces ese camino los pies la llevaron delante del viejo teatro una vez más.

A las doce, como tantas otras Cenicientas modernas que la estrujaban a las puertas de su peculiar castillo, quería disfrutar del baile y reencontrar un príncipe azul.

Por aquel entonces, el príncipe azul era rubio, de ojos azules, complexión atlética, y practicaba boxeo con asiduidad. Era bello y despiadado. No portaba espada, pero lucía una sonrisa tan o más peligrosa, máscara de excusas y mentiras que sólo una mente sagaz podría elucubrar y un corazón cándido podría llegar a creer. Como todos los príncipes era frío y calculador, pero no importaba. Nunca importaba. Siempre había una defensa, una explicación, un motivo, una excusa que mitigara su comportamiento cruel.

Y con sus ojos, le buscaba entre la gente, con la mirada, en aquel símil de palco que era el escenario a poco más de un metro del nivel del suelo. Anhelaba ver esa figura, esa camisa, contemplarle mientras bailaba, junto a su primo y su hermanos, fieles compañeros.

¿Cómo era la vida nocturna? Como la diurna pero todo transcurría a más velocidad, una copa desencadenaba invitaciones que antes no podría haber imaginado. ¿Cómo era la gente? Se comportaban como salvajes festejando con sus carnes en hogueras al anochecer. ¿Qué había escondido en la penumbra? Pesadillas que acaban con los sueños y trafican con tus peores temores. ¿Cómo era estar rodeada de “mayores”? Como estar rodeada de niños, solo que vivían incluso más perdidos.

En el ecuador de la madrugada le encontró, con su camisa blanca resplandeciendo bajo la luz negra, dos manos recortándose en su espalda, abrazado a otra compañía.

El impacto la dejó pálida del susto, y sus piernas que tan acostumbradas estaban a bailar, a caminar, a correr, no respondían a su voluntad. Sentía como iban flaqueando poco a poco, como el desazón oprimía su pecho, cómo luchaba entre dos aguas debatiendo si acercarse o no.

El “no”, ganó. Tiene que haber una explicación, argumenta. Tiene que ser un error. Igual iba borracho. Seguro que fue cosa de su primo o de su hermano. Igual es solo su ex. Seguro que me llama. Dijo que me llamaría.

El palacio se transformó en chabola, ella se sentía incómoda en su vestido y sólo quería volver a casa corriendo a esconderse en algún lugar.

Los días, se sucedían, y el teléfono no se dignaba a sonar. Dedicaba gran parte del tiempo de instituto a estructurar excusas con las que perdonar su comportamiento, con las que restar importancia a los hechos, y así seguir esperando la llamada que si llegara no traería más que patrañas que ella obviamente estaba dispuesta a creer.

Pero en realidad, una vez en clase escuchó que “en igualdad de condiciones la solución más sencilla es probablemente la correcta”, y la correcta era que jamás iba a llamar, y que lo que habita en la noche no es si no un mundo de quimeras.

7/10/2008

Reconocimiento

(c) Ai Yazawa - Nana


Como sentía que no me valoraba, me esforzaba en destacar. Porque nunca, o casi nunca, recibía sus halagos.

Creía que tenía que brillar como una estrella. Quería que todos me admiraran, que me adoraran. Y entonces tal vez, se daría cuenta de que yo también estaba allí.

Así que me alimentaba.

Me alimentaba de ellos, de sus palabras, de sus miradas, de sus caricias; y con ello crecía poco a poco, como una planta que recibe su dosis diaria de agua y calor.

Poco a poco extendía mis ramas al cielo, esperando ver crecer las hojas verdes y delicadas y anhelando impaciente un día ser capaz de florecer y dar un fruto delicioso.

Siempre dejándome la piel a tiras en el esfuerzo que representaba lucir la sonrisa perfecta, irradiando simpatía, destilando inteligencia. Arreglada, cuidando las apariencias, todos los detalles con la minuciosidad de una estrategia de batalla.

En algún momento me acabé desdoblando en dos, y era incapaz de distinguir donde comenzaba la “farsa”, y si realmente era tal. Al final era como el traje que luces cuando vas a la oficina, ese estilo formal que acaba parasitando tu armario y que se impregna en tu casa hasta que es imposible arrancarlo de allí.

Pero en mi fuero interno, yo creía... Yo sentía… No: yo SABÍA que por más que cultivaba mis virtudes, algo hacía que me creyera insignificante si estaba a su lado. Así que cada vez me esforzaba más en crecer para alcanzarle, hasta llegar a lo más alto, con la esperanza de mirar a mi alrededor y poder encontrar mis ojos a la altura de los suyos.

Cuando llegó ese día, me detuve en el cielo estática buscándole, pero fui incapaz de encontrarle y me carcomía el porqué… No fue hasta entonces que se me ocurrió.

Sin darme cuenta le había perdido en aquella carrera solitaria donde al parecer era la única participante.

Nunca consideré que tal vez no se esperaba de mí que fuera perfecta. Nunca se me ocurrió que simplemente tenía que ser yo, porque estaba demasiado cegada buscando la manera de que un día al mirarme reconociera mi existencia.



(c) Ai Yazawa - Nana

Miedo

(Silencio. Iluminación tenue.)

A veces pienso que no sé porqué mantenemos estas citas semanales, ni porqué le pago, ni si hace algo por ganarse realmente lo que vale.

En realidad al final todo se reduce a lo mismo, a estos monólogos míos mientras me siento en el diván y hago viajes introspectivos.

Creo que es por reafirmar mi idea de que no estoy loca, cosa que tampoco me preocupa en demasía.

En realidad tengo la impresión de que si me quedara en mi casa y dedicara tanto rato a pensar, razonar y cuestionarme porqué hago las cosas como el que dedico aquí, llegaría a las mismas conclusiones.

Hoy he dormido bien, la verdad. Es cierto que las últimas dos semanas me ha costado bastante conciliar el sueño y que cuando lo he hecho, me he ido despertando cada hora o dos.

Al principio lo achaqué al calor, porque con esta humedad de mediados de estío, el bochorno y que no corre aire en casa… Ya sabe que no hay ventana en mi cuarto y necesito dormir con los balcones abiertos para respirar bien. Sigue gustándome despertarme con la luz del día.

Debe ser por eso que tenía sueños intranquilos.

Llevo unas noches un poco paranoicas. Uno de los sueños más vívidos que tuve fue el de ir volando en un bicharraco mitológico por encima de una tierra mítica, y acabar saltando a mi ciudad real, mientras iba sacando fotos de paisajes. La mala pata hizo que se me cayera la cámara en un terrado y tuve que hacer milagros para recuperarla. Recuerdo que cuando aterricé no pude volver a llamar a mi montura, pero bueno al terminar el sueño tenía de nuevo mi máquina en las manos.

¿Qué era tan importante de la cámara? No sé, deduzco que los recuerdos que había dentro. Ya sabe, al final, de las cosas solo quedan los recuerdos, las pinturas, los escritos, las fotos… Me va a dar la neura filosófica, como siempre, pero ya sabe lo que pienso. Cuando “mañana” llega, lo único que queda del “ayer” real, son esos retazos de memoria a los que uno se aferra.

El otro que tuve, se ha ido emborronando con los días, no puedo visualizarlo correctamente, pero recuerdo la sensación que me produjo cuando me desperté y era una mezcla de añoranza melancólica, y sensación de pérdida. Debe ser que estos días estoy obsesionada con lo mismo.

(Silencio, y desvía la mirada hacia la ventana. Retoma su discurso sin mirar nada directamente.)

Creo que el problema es que soy una persona obsesiva, ¿verdad? Debe de ser eso. Obsesiva, posesiva, celosa… Llevo varios días dándole las vueltas al asunto. Ya sabe que me gusta venir con los “deberes” hechos. Si tuviera que pagar por todo el rato que dedico a poner las ideas en orden antes de entrar en la consulta…

Estos días los he dedicado a analizar esos puntos, y he llegado a que todo está motivado por mi inseguridad. Que en el fondo es miedo. Es fruto de mi necesidad imperativa de controlarlo todo, y que al enfrentarme a algo que se escapa de mis manos, como no tengo forma humana de manipularlo, me obsesiona dedicando horas y horas y horas a buscar una solución favorable que ahora sé, es inexistente, porque no depende de mí.

La obsesión imagino entonces que se retroalimenta, porque doy vueltas en círculo, de manera que cada vez me estreso y me agobio más; mis ataques posesivos son debidos a mi incapacidad para proteger o defender todo eso que me quita el sueño, y los celos es mi reacción natural a apartar todo lo que quiero y meterlo en una caja vigilada constantemente.

Es imposible vivir así.

Ahora ya sé que lo único que me pasa es que tengo miedo, y que no sé dejarme llevar.

Bueno, parece que un día más hemos llegado a algunas conclusiones aceptables, ¿jum?

¿Sabe? Ya sé porqué le pago lo que le pago y le mantengo: porque cada vez que me siento aquí y hablo, me libero.

7/08/2008

Eutanasia

(c) Falcom History


*** Now Playing: Olivia Lufking - Tears and Rainbows

Era duro, muy duro, verla ahí tirada intentando mantener los últimos hálitos de vida. Contemplarla respirando con dificultad, exhalando un suspiro tras otro, mientras su esencia se desvanecía en el aire.

Me dolía observar como se esforzaba por seguir luchando contra una fuerza superior a la suya, contra el miedo de saber que tienes los días contados y no puedes remediarlo.

La suya no iba a ser esa muerte que todos esperan al final del camino.

Siempre he pensado que el día que me muera solo pido una cosa: que no me duela, porque tengo pánico al dolor. Quiero irme de este mundo pensando que he hecho todo lo que quería hacer, y sentir que estoy cansada y lo único que me apetece es dormir.

No me he muerto antes, claro, pero probablemente al final lo único que sientes es cansancio. Como después de un día muy largo o un fin de semana de empalme, solo que un poco más definitivo.

Me dolía ver que ella luchaba porque no había podido terminar todas esas cosas que tanto anhelaba hacer, y no pudo decir todo lo que sentía que tenía que decir antes de dejar este mundo.

La veía, postrada con el cuerpo entubado, y cientos de parches que intentaban mantener la forma de esa cáscara que envolvía su alma preciosa, y yo la recordaba en sus buenos momentos. Recordaba su sonrisa y los días felices. Los sueños, y las promesas falsas que le hice y que ya nunca podría cumplir. Y mientras sostenía su mano, no podía dejar de llorar ni contener ese torrente de desesperación que me invadía y me estaba matando por dentro.

Sabía que un día no sentiría más esa palma cálida entre las mías y tenía un miedo horrible a sufrir. No podía imaginarme mi vida sin ella. ¿Quién me querría? ¿Quién me cuidaría? ¿Quién me entendería? ¿A quien le gruñiría? ¿Quién estaría ahí siempre para calmarme?

Mientras, la habitación estaba en silencio, y la luz entraba pálida por la ventana. Fuera de aquí la gente seguramente ríe y hace su vida. Queda con los amigos, visitan a su familia… Pero aquí, en este cuarto el tiempo se detiene y lo único que me liga al mañana son un puñado de cables y un interruptor.

La miro ahí, tumbada, intentando sonreír, esforzándose por hacerme creer que todo está bien y que lo va a conseguir, que va a salir de esta como ha salido de tantas antes, y me pregunto a quien de las dos está intentando engañar, o si simplemente lo hace todo por mí una vez más, para que me quede tranquila y no me sienta culpable.

Y por más que su pecho cada vez sufre más al insuflarse de aire, y por más que sé que está agonizando a cada minuto, no me atrevo a dejarla marchar… La miro, y sé que mi vida sin ella no tiene sentido y pienso en todas las cosas que no le dije a tiempo y ya no podrá escuchar nunca más… Pero que ya no tienen sentido… Y sólo puedo apretarle la mano, acercar sus dedos a mis labios y darle un beso en las yemas mientras no dejo de llorar.

Ella me sonríe, acaricia mi pelo con su mano temblorosa, y casi tengo que ayudarla en el esfuerzo que supone alzar el brazo.

Estira de mi cuerpo acercando mi oído a sus labios, y me dice la cosa más cruel que le he oído decir en todo este tiempo. Siento que me mata mientras ella pronuncia esas cinco palabras que no querría haber escuchado nunca: “Si me quieres, déjame marchar”.

Dios, no, por favor. No me pidas eso. Si existe alguien, de verdad, si existe alguien en algún sitio que pueda escucharme, que la detenga. Por Dios… No me pidas eso… No estoy preparada para vivir sin ti, por favor, quédate un poco más conmigo… No me dejes sola, estoy perdida sin ti…

Pero la miro, todos los sacrificios que ha hecho por mí en su vida, todas las veces que me ha cuidado y me ha apoyado… Y contemplo esos ojos suplicantes a medio camino entre la gratitud y el miedo… Y sé que ya no tengo escapatoria. Soy egoísta, pero quizás, no tanto.

Así que acerco poco a poco mi mano a la máquina, sosteniendo sus dedos en mi mano, le doy mi último beso…

Y la dejo marchar mientras lo único que puedo hacer es gritar sin cesar de llorar, sintiendo que se ha llevado la mayor parte de mi alma consigo.


7/02/2008

Sísifo

Su cuerpo ardía, y la única paz era fruto del contacto de esa piel fría y tersa.

La abrazaba y la atraía contra sí, acurrucándola mientras se amoldaba a su figura desnuda: era la única forma de lograr conciliar el sueño por las noches.

Su castigo, su locura, su perdición. Su deseo, su tesoro, su vida.

La irregularidad de su silueta tan familiar, donde sus dedos apretados habían dejado marcas desgastadas en una piel casi perfecta. Esa, que en ocasiones había inundado de lágrimas, que odiaba y amaba. Ese cuerpo que querría aniquilar pues su visión evocaba sus flaquezas y sus errores, cuyo peso llevaría siempre.

Era un recuerdo perpetuo de los errores pasados, su carga presente y la condena que arrastraría su pecho en todos los días que quedarán por venir, y sin embargo, a pesar de los agravios y las magulladuras, del dolor y las maldiciones, de las cicatrices y la desesperación... Era todo lo que tenía, era todo lo que quería, era lo único que anhelaba tener a su lado.

Hace mucho tiempo, todo era distinto, cuando aun creyó que podía escapar de los hados, y burlar al destino. Huía, con el corazón en un puño, creyendo que podía dejarlo todo atrás.

En vano hacía sus esfuerzos. No importaba lo rápido que corriera, lo mucho que se alejara, las veces que intentara perderse ni los rincones en lo que se escondiera: sus pies volvían al mismo sitio de forma invariable, al mismo punto.

Por las noches acechaba entre las sombras del sueño, su deseo tornado pesadilla con el sudor frío rociándole la espalda y las manos temblorosas. Los ojos cerrados con fuerza y esa esperanza vana de despertar y que todo hubiera desaparecido. Pero no, al despuntar el alba estaba siempre allí, en el mismo sitio, esperando en silencio.

Los ciclos se suceden: un verano que le calcina por dentro encendiendo la chispa en su pecho que le transformará en cenizas achicharrando sus huesos y arrancando a tiras su piel. Un invierno que le congela el alma penetrando en su cuerpo con astillas y la promesa de no librarse jamás de su garra. La primavera plácida que precede al estío en que nacen los sueños y el otoño que le ayuda a preparar el espíritu para y afrontar estoicamente los días gélidos.

Ya no huye, ha madurado. No es resignación: es determinación y aceptación de los hechos. No se puede luchar contra los dioses.

*** Now playing: Anna inspi Nana – Kuroi Namida