7/01/2009

La gota que colmó el vaso

La gota que colmó el vaso no fue de agua. Ni de zumo. Ni de café.

La gota que colmó el vaso, fue de aceite.

Y eso… Eso que me trastornó por completo.

Quienes me conocen, saben que soy una persona sencilla, relativamente tranquila, y muy agradable. Soy una persona bastante metódica y ordenada, sin llegar a los extremos de Jack Nicholson en “Mejor imposible”, pero tengo que reconocer que adoro las cosas simétricas y que todo esté en su sitio. Es una excelente manera de ahorrar tiempo buscando objetos en los rincones más insospechados que a alguien se le pueden ocurrir.

En ocasiones, cuando entro en un restaurante y me siento a la mesa, lo primero que hago es colocar de nuevo los cubiertos, y la reposicionar el vaso para que todo quede perfecto, como la estructura atómica de una molécula. Todo en su sitio exacto, porque si no será incapaz de funcionar. No, no son manías: son pequeños rituales.

Cuando contemplo algo que por ventura es asimétrico, entrópico, un escalofrío recorre mi columna vertebral. No es que me produzca lo que se podría catalogar como espasmo, pero me evoca la misma sensación molesta de la tiza chirriando histéricamente al arañar la superficie plana y lustrosa de la pizarra, o esa dentera del metal de los cubiertos al morder la porcelana del plato. Es simplemente desesperante. Y me desquicia. Igual que la suciedad.

En cambio, contemplar una escena ordenada, en la que todos sus elementos permanecen graciosamente en su ubicación, se me antoja un virtuoso cuadro de belleza delicada y exquisita. Incluso amansadora. Y si además está tildada con un aroma agradable, a limpio, envuelta en un halo de pulcritud, es una experiencia extática.

A pesar de lo que puedan decir las malas lenguas, me considero alguien tolerante. Es más: me atrevería a decir que no sólo me considero alguien tolerante, si no que a ciencia cierta que lo soy.

Sí. Porque una persona vehemente y quisquillosa, habría reaccionado de otra manera. Habría reaccionado incluso de forma violenta. Pero yo, que soy un ser humano moderado, comprensivo y transigente, puedo solventar casi cualquier contratiempo dialogando. Porque eso es lo que hacen las personas civilizadas. Éstas, además de dialogar, gozan de mantener íntegro su espacio y poseen el sano don del aseo diario tanto de su cuerpo, como de su hogar. De haber querido que la suciedad formara parte de mi vida, me habría ido a habitar un barrizal junto a una piara de cerdos. Evidentemente, no es el caso.

Y si hablamos de civismo, don de gentes, sentido común y facilidad para la convivencia, tengo que decir que son todas cualidades de las que la persona con la que yo compartí el piso carecía. Bien dicen por ahí que el sentido común es el menos común de los sentidos.

Quizás llegados a este punto, debiera hacer una matización. Porque erróneamente se podría concluir de todo esto que mi reacción fue desmesurada en contraposición a lo que yo consideré la afrenta definitiva, que de forma irrevocable zanjó la cuestión de la convivencia.

En realidad no soy alguien solitario. De hecho, disfruto de la grata compañía que es capaz de transformar con su conversación y presencia una cena insípida en el más agradable y delicioso de los manjares. Ha ocurrido en pocas ocasiones, pero a veces -y sólo a veces-, esa hora alrededor de la mesa manteniendo una buena tertulia me han reconfortado más que la misma hora volcada en la lectura.

Tengo que decir que a lo largo de los años, ya desde mi más tierna infancia, desarrollé una adicción mordaz por la lectura, hasta el punto de que hoy sería totalmente imposible para mí sobrevivir sin la compañía de esos silenciosos camaradas de papel y tinta que viven conmigo, y que seguramente mientras yo duermo, platican en voz baja entre ellos en sus estanterías de madera.

Tampoco se puede decir que reniegue de la convivencia, pero ésta tiene que ser fluida y cómoda. Armoniosa. Es tanto más sencillo cuanto más parecidos los caracteres de los individuos. Y desde luego, ayuda infinitamente el sentido común.

Aunque esa es la teoría, la realidad radica en que la única experiencia tangible que he tenido ha sido con esos volúmenes de historias que habitan en la casa. Por eso, probablemente ni mi mente ni mi sosegado espíritu estaban preparados para el cataclismo, la hecatombe, la catástrofe que asoló la casa en cuanto llegó Él.

Únicamente hay otra cosa en este mundo que me embarga tanto de orgullo como los libros, y es mi cocina.

Podría sobrellevar cierto desorden en el salón, podría sobrellevar que el baño se recogiera una vez a la semana, pero con lo que no puedo lidiar, es con una cocina sin recoger: grasienta, con cristalería y vajilla acumulándose sobre la encimera sucia o la pica sin orden ni concierto, como si fueran los cuerpos inertes y olvidados, desheredados de la casa, abandonados despojos que se amontonan después de su uso como si no tuvieran valor alguno, sin nadie que acudiera a rescatarlos de la suciedad y el polvo que se aglutinaban a partes iguales formando capa sobre capa en la que hasta hacía unos días era una superficie prístina y resplandeciente.

No. Puedo. Soportarlo. Es así de sencillo.

No obstante, jamás se me habría ocurrido que una aversión tal por la profanación del corazón de mi casa pudiera desgarrarme hasta el punto de arrastrarme irrevocablemente a la orilla de la locura y la enajenación mental, sacando lo peor de mí, toda la ira contenida que había permanecido oculta durante un mes, como una semilla maliciosa que va gestándose en silencio en algún recóndito lugar de mi paciencia, extendiendo sus diminutas y oscuras raíces que poco a poco iban afianzándose en mi interior, ganando terreno.

Allí donde fracasaron las manchas de huellas dactilares en los espejos, las bolas de pelos acumulándose tras las puertas de los pasillos, los papeles de bombones caídos detrás de la puerta de acceso a la habitación de invitados, la capa ocre y maloliente del inodoro del aseo, los rastros de cal en la mampara del baño; tuvo éxito el aceite, con su tacto viscoso, resbaladizo, que corrompió la tan pulcra vajilla con su desagradable rastro.

Y exploté. Porque yo que con tanta devoción cuido de mi hogar, que cada mañana recojo cuidadosamente la casa al anochecer para dejarlo todo preparado para la nueva jornada, y que a las seis cuando el sol apenas si despunta por la ventana, lavo amorosamente los utensilios de cocina que se utilizaron en el desayuno; tuve que contemplar cómo el aceite se había adherido a mis vasos, copas y tazas, a los cuencos, a los platos, después de salir en erupción de una sartén enfebrecida cuando descuidadamente alguien osó utilizar la cocina sin resguardar toda la vajilla limpia.

¡En qué cabeza cabe!

Así que esa mañana, podía notar cómo la rabia se acumulaba en mi interior inundándome, ahogando mi cordura, sacando a flote una necesidad primitiva de gritar, aullar y aporrear todo lo que se encontraba a mi alcance a falta de algo mejor a lo que maltratar.

Podía sentir el calor recorriendo mi cuerpo hasta incendiar mi rostro mientras intentaba recordar que soy una persona civilizada y que las personas civilizadas no despiertan al vecindario a las seis de la mañana a grito pelado, ni apuñalan a la gente dentro de su casa. Me obligué a recordar que los seres humanos renuncian a la violencia y dialogan.

Por más que al contemplar la profanación de mi cocina, lo único que me apetecía en ese momento era adentrarme como un tifón malhumorado en la habitación para huéspedes, hice acopio de lo que restaba de voluntad para calmarme; aunque mi cocina pareciera un lodazal, donde una manada de hipopótamos se hubieran dado un baño en aceite como si de un fantástico lago se tratara.

Cuando la calma volvió a mí, salí de la estancia con cuanta dignidad me quedaba, y sin desayunar. Me negaba a tocar un solo utensilio. Era nauseabundo.

Así que tomé una decisión civilizada: dejé una nota instando a mi poco afortunado compañero a recogerlo todo dejándolo impecable para cuando yo llegara. Porque eso es lo que hace la gente sensata: soluciona los conflictos dialogando. Aunque eso no quita que por más que sea una persona tranquila, agradable y tolerante, no vaya a recurrir al uso de la fuerza y los objetos punzantes la próxima vez que nadie se atreva a profanar mi santa cocina.

4 comentarios:

ChusZ dijo...

Jajajaja. xD True story?

Ysondra dijo...

Yo??????????????????????????

Escribiendo algo basado en hechos reales??????????? Pero si NUNCA hago eso... xDDDDDDDDDDDDDD

xDDDDDDDDDDDDDDD =)

Digamos que es una sátira, con personajes exagerados, pero maybe =P =)

En fin, sigo apreciando a tercer gato de la casa xD Pasa que no estamos acostumbrados a convivir, hay gente más ordenada que otra, y bueno es adaptación supongo.

Creo que es una sensación que siempre ha existido en algunos compañeros de piso xD

Me he divertido escribiendo xD =)

Lampidia dijo...

Pues yo conozco exactamente toda sensación descrita en el relato. Fíjate, que cuando por fin dejamos el piso, llegué a hacer una foto de la grasa aposentada en el mármol de mi cocina para prometerme que NUNCA MÁS!!!!!!... Y sí, es algo desquiciante e inenarrable...

Ysondra dijo...

Pues fíjate que yo también me plantee sacar una foto xDDDDDDDDDD Pero bueno, hay imágenes que mejor no recordar xD Jajaja =)