4/26/2008

El cigarrillo

(c) Ai Yazawa - Nana_Shinichi Okazaki


Una vez oyó decir a alguien, que si quieres dejar de fumar, lo mejor era tener un paquete delante, y que la fuerza de voluntad necesaria para no coger un cigarrillo fuera mayor que la ansiedad imperativa de llevárselo a los labios, coger el mechero más cercano, prender la llama y encenderlo

Nunca se cuestionó si aquel "alguien" tenía la más remota idea de lo que estaba hablando. Siempre hay decenas de personas diligentes prestas a regalarte sus consejos, pero la mayoría nunca se molestaron en seguirlos por sí mismas.

Empezó a fumar no hace mucho, tal vez un año. Al principio ni siquiera le gustaba.

La boca era para otras cosas, la lengua estaba hecha para paladear otros sabores, los dientes, deberían haber permanecido blancos, sus pulmones deberían haber seguido siendo rosados, y su cuerpo no necesitaba la nicotina.

Pero, eh... Nadie es perfecto... Y era tan "cool"... Y coño... Todo el mundo fuma... ¿O no?

Sus amigos siempre tenían el cigarrillo a mano, siempre la misma marca, esa que ahora también es su favorita. Ha intentado probar otros tabacos, porque en la variedad está el gusto... Más sofisticados, más caros, con un "packaging" más original, nacionales, de importación... Incluso llegó a plantearse probar el tabaco de pipa.

Sin embargo, siempre volvía a los mismos cigarrillos, a ese aroma hoy ya familiar, al sabor del filtro...

Le gustaba comprar esas cajetillas que no todo el mundo conocía, de hecho, solo podía encontrarlas en una ciudad, y dentro de ella, se distribuía en contados estancos, y se podría decir incluso que sólo conocía uno que con certeza absoluta tendría un paquete allí para su disposición.

Podía haber pasado el día más perro de su vida, podía haber sido el más triste, el más apático, el más cansado, el más largo, el más gris, el más solitario. Podía haber sido uno de esos días de mierda en los que hubiera decidido que ya nada valía la pena, y hubiera llegado a la conclusión de que lo mejor, era acabar de una vez por todas con la apatía, la monotonía... En definitiva: su asco de vida.

Pero al llegar a casa, ahí estaba esperando como siempre, en el mismo sitio inmóvil a su regreso.

Entonces, se recostaba en su sofá tan cómodo y mullido, con el hueco perfecto en el que su cuerpo se acoplaba y al reclinarse le acogía y envolvía como un guante a medida, como esos tejanos viejos y desgastados que te gusta ponerte cuando sales del trabajo y quieres quitarte la mierda de traje.

Y al recostarse en su sofá a medida, estiraba la mano... Y lo encendía.

El humo, nacía tímidamente del tabaco abrasado que cambiaba su color marrón por un rojo vivo y crepitante. Subía, y subía, y subía, serpenteando en el aire de su habitación, y se enroscaba.

A veces le entraban paranoias al mirarlo, y creía ver seres fantásticos y mitológicos: duendes, hadas, tal vez algún dragón. Esos eran instantes gratos, pero en ocasiones, la realidad se colaba e invadía ese humo blanquecino, y le veía, su rostro desfigurándose, desvaneciéndose en el ambiente... Y le invadía la ansiedad por seguir fumando hasta acabar con el paquete, y la contrariedad por querer dejar las cerillas quietas y lanzar el paquete contra la pared o tirarlo a la basura.

Pero lo cierto, es que nunca lo tiró... O al menos, no en serio... Porque fue a rescatarlo de inmediato, como la pelea esa tonta y sin importancia que tienes con la pareja, que hace que te vayas de la habitación, y al rato decidas volver pensando... "Bah, no es para tanto".

No obstante, también estaba allí en sus mejores momentos: en los días buenos, en los cumpleaños, en las cenas con los amigos, en los viajes, en las vacaciones, en su bar favorito, en sus noches delante de la televisión, o delante del ordenador.

Aquel aroma, hoy ya familiar, le acompañaba siempre, y estaba trenzado, ligado, es más: fundido -me atrevería a decir-, con absolutamente todos los recuerdos de su último año. No podía recordar un solo instante en el que no tuviera constancia de su cigarro.

Incluso cuando no lo fumaba, su mano instintivamente le hacía hueco entre sus dedos, su olor se impregnaba en su piel, en su ropa. Olía a él en casa tanto como en la oficina.

Era un romance, era un idilio. En su cabeza, todo era perfecto.

Era incapaz de imaginarse su vida sin él...

Hasta que se dio cuenta de que era insano.

Pasó de ser la delicia que esperaba en casa, a ser la esclavitud, a ser la obsesión, a ser una crisis de ansiedad, una urgente necesidad que requería ser atendida de inmediato.

Qué malo era cuando se quedaba sin cigarros, cómo le temblaba el cuerpo, cómo tenía ganas de chillar, cómo a veces le atacaba la tristeza, y las ganas de salir corriendo en mitad de la noche al estanco aquel que siempre tenía una caja a su disposición.

Empezó a notarlo su cuerpo, su salud ya no era lo que había sido una vez meses atrás. Tosía, tenía dolores de cabeza, padecía insomnio.

Intentó dejarlo, tirando los paquetes a la basura, esta vez sin posibilidad de rescate. Apartarlo de sus ojos... Pero sus amigos seguían fumando. Le ofrecían una caladita, le ofrecían otro cigarrito. Y rehusaba, y rehusaba, pero al final, un mes más tarde, una semana más tarde, un día más tarde, volvía a caer.

Era un placer doloroso, saber que silenciosamente el cigarro iba a terminar con su vida, con su cordura... Pero no podía, no sabía... ¿¿No quería?? Decir que no. Porque era débil.

Y continúo, con su cajetilla a cuestas, sus cerillas en el bolsillo, sus recuerdos, y sus problemas de salud.

Un día, tuvo un acceso grave de tos. Le atacaron los espasmos, y tenía ojeras que hubieran espantado al más feo de los monstruos, la desesperación corría por sus venas. Era una tortura inaguantable, que no podía paliar. No esa noche. Esa noche tendría que afrontar sus miserias en soledad.

Estuvo meditando un rato... Y llegó a una conclusión. Si tenía que dejarlo, no podía darle la espalda, no podía esconder el tabaco, no debía lanzarlo. Porque siempre iba a haber alguien cercano tan amable de ofrecerle un nuevo cigarrillo, de esa marca que todos compartían.

Lo que tenía que hacer era ponerlo delante, y admirar su forma, el envoltorio abierto, con uno sobresaliendo de forma tentadora.

Tenía que aprender a ser fuerte y decidir no estirar la mano; hasta que llegara el día que aun teniéndolo delante, a la altura de sus labios, fuera capaz de decir: "No, gracias. Lo he dejado".

Una vez oyó decir a alguien, que si quieres dejar de fumar, lo mejor era tener un paquete delante. Quizás esa persona nunca siguió su propio consejo...

Pero aun así, le pareció el más acertado.

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