9/18/2008

Señales

Parecía todo tan obvio, y para mí era todo tan extraño…

No es que jamás hubiera viajado a otros países, de hecho había estado en cinco, y este era mi sexto destino.

Aunque todos eran parecidos cuando visitaba sus capitales, y aunque todos tenían edificios y calles o vías (en mayor o menor medida más austeras o más hermosas en su arquitectura y construcción), todas eran diferentes y en ello -supongo- se encuentra la enormidad de viajar y conocer nuevos lugares.

La primera vez que viajé, era muy joven, y aunque para muchos pudiera parecer precoz, tenía tan solo dieciséis años cuando me establecí por tres años en la capital que elegí como destino. Era mi primer viaje al extranjero, y había oído maravillas en boca de mis amigas, por lo menos tres o cuatro habían empezado ya a deambular fuera de casa a sus anchas, y yo, envidiosa, decidí que también quería probar suerte y dejar atrás la seguridad de mi casa paterna.

Aquel donde me instalé, era un humilde pueblo costero, no demasiado basto en extensión, ni tampoco demasiado refinado. Parecía haber sido construido como una villa que fue creciendo poco a poco.

No había demasiadas comodidades, salvo un gimnasio y una casi exangüe biblioteca. Restaurantes, los justos y necesarios. Pero mi favorito -como siempre-, era un italiano al que cada viernes acudía a cenar, si podía ser cerca de la ventana que daba a las ramblas, desde donde en ocasiones contemplaba el mar.

Siendo como era un emplazamiento tan sencillo, me acostumbré rápido al lugar. Acabé conociéndolo como la palma de mi mano, y era difícil perderse callejeando porque todo estaba (aunque de forma primitiva) bien señalado en cada esquina para que nadie pudiera llegar a extraviarse.

Parecía que la confianza vivía de forma perpetua entre los ladrillos y el asfalto, y en esos tres años no encontré apenas un rincón oscuro que pudiera producirme inquietud haciéndome sentir insegura.

El pueblo me arropaba, y dormí en paz todas las noches hasta prácticamente el final de mi estancia.

Conforme los años iban pasando, no obstante, empecé a notar una cierta sensación de agobio.

Daba la sensación que el pueblo se me había quedado pequeño. Empecé a aburrirme de pasear por las mismas calles, comer en los mismos sitios, me sentía encerrada, encajonada, y cuando hablaba con mis amigas les comentaba que igual hice una elección errónea, pero claro, también hay que entender que era la primera vez que me lanzaba a la aventura.

Poco a poco fue cambiándome el humor, empezaba a estar más irascible, no tenía dónde huir, siempre encontraba las mismas caras conocidas.

Empecé a valorar la posibilidad de realizar actos vandálicos contra los inmuebles que antes tan hermosos me parecían, con la idea de que alguien se dignara a echarme de allí, aunque en realidad quería destrozarlo todo porque simplemente empezaba a odiar ese emplazamiento.

Mi presencia desarmonizaba allí por donde pasaba, dejando cicatrices en forma de grafitis en las paredes, y otros comportamientos poco honrosos.

Fue entonces, al darme cuenta que estaba perdiendo el respeto por aquella villa que tan gratamente me había acogido, donde había pasado tres años increíbles conociendo un montón de sitios nuevos, descubriendo tantas emociones, sensaciones y sentimientos nuevos, que decidí que tenía que marcharme de ahí.

Cuando partí, decidí volver una temporada a la comodidad de mi ciudad natal, a la casa de mis padres, a esas cuatro paredes que tan bien conocía, porque me pareció que no estaba preparada para cambiar a otra ciudad nueva repleta de desconocidos.

La tranquilidad de convivir con ellos aguantó apenas un año, pues como bien era sabido por mis amistades, el trato con mi padre no era del todo amistoso. No sé porqué pero creo que se podría decir que por algún motivo, nos odiábamos mutuamente.

Estaba tan harta de todo, tan hastiada, tan histérica, tan resentida, que me marché de nuevo una vez más, pero esta vez, casi como vendetta personal contra mi progenitor, eligiendo como destino una ciudad que sabía que él detestaba a pesar de que yo jamás habría tenido noticia alguna de su existencia, de no ser por las fotos y vídeos que él me enseñó en su día (hecho del que ahora seguramente -en breve- iba a estar profundamente arrepentido).

Su primera reacción al saber la noticia de mi marcha fue de cierto alivio, porque con ese movimiento yo demostraba que estaba superando mis rabias y recuperando mi entereza. Pero claro, bien me había guardado yo de decirle dónde iba en realidad, pues tenía la certeza que si se enteraba antes de que tuviera todo atado y bien atado, pondría todo de su parte para impedir mi marcha.

Poco más tarde de dos semanas después, lo tenía todo organizado para establecerme de nuevo por mi cuenta.

Creo que a primera vista lo que más me gustó de aquel lugar, fue la cantidad de museos y galerías que había en todas partes. Era como si todo el mundo en aquella ciudad fuera un apasionado del arte, ilustraciones en escaparates de artistas desconocidos, y a mí, eso me fascinaba, me encantaba, me deslumbraba. No había día que no recorriera las salas descubriendo maravillas de artistas cuyo nombre oí mentar jamás.

El centro estaba tan bien comunicado, que podías moverte sin problemas hacía donde quisieras. Había cafeterías abiertas hasta bien entrada la noche donde era posible quedarte conversando en las calles más allá de la hora bruja. En el centro, no había peligro alguno incluso en la oscuridad de la noche, ya que elaboradas farolas iluminaban la zona, mientras los carteles indicativos te dirigían de vuelta si por desgracia llegabas a extraviarte.

Por aquel entonces empecé a dibujar con mayor frecuencia, animada e inspirada en gran medida por todas las obras que me rodeaban día y noche. Parecía que mis manos estaban poseídas por las musas, mientras daba forma una ilustración tras otra a los seres que habitaban por aquel entonces en mi imaginación, mejorando con cada trazo.

Fue la época más prolífica de mi vida, y desde entonces, tomar un lápiz entre mis manos es una costumbre que se ha ido espaciando poco a poco cada vez más, hasta el punto que tengo que sentir algo tremendamente fuerte para que la imagen irrumpa en la hoja a través de mis manos.

En mi euforia, y sintiéndome segura de mí misma, decidí escribirle a mi padre una misiva explicándole que me había mudado a esa ciudad tan esplendorosa que él me había descubierto (y que ahora seguramente detestaba por dos). La respuesta no se hizo esperar, presa a medias de la rabia y la desesperación, instándome a volver en el acto.

Pero yo, desafiante, ignoraba su cháchara y me regocijaba en cierta medida con su creciente impotencia, con el sabor dulce de estar haciendo algo que le molestaba profundamente, pero que no podría remediar.

Con la osadía que otorga la confianza, un día decidí aventurarme por la periferia de los barrios que rodeaban al centro, donde todo era tan hermosamente idílico.

Conforme iba avanzando, los carteles empezaban a desaparecer, y por las noches me percaté de que la iluminación escaseaba en las aceras. No es que no hubiera farolas, que en realidad ahí estaban, de pie, inmutables, pero rotas o con sus luces parpadeando de forma agónica.

Con todo, jamás me amilané y siempre seguía aventurándome un poco más, explorando los nuevos terrenos.

A los seis meses empezaba a conocer el extrarradio tan bien como los barrios con sus galerías.

Cuando llevas tanto tiempo recorriendo las mismas calles, empiezas a fijarte en los detalles. Me percaté de algunas anomalías aquí y allá. Era como si nadie se hiciera cargo del mundo que existía más allá de los museos y las cafeterías. Aquí, había boquetes en las calles, algunas baldosas estaban rotas, incluso excrementos resecos de animales estropeaban el paisaje.

Existía la miseria, hasta el punto que muchas veces me ofrecí a entregar limosnas, o a pagar incluso algún almuerzo. No alcanzaba a comprender el contraste tan acusado entre esas dos partes de un todo que coexistían como si fueran el día y la noche de la misma ciudad.

Aquí las miradas vibraban entre reparos y mentiras, con el brillo de la desconfianza que tan raro se me hacía al compararlo con la multitud de sonrisas del centro. Aquí, la gente incluso intentaba que me extraviara del camino cuando intentaba volver a mi apartamento.

Aunque me doliera en lo más profundo de mi ser (porque una de las cosas que más ocupa mi corazón es el orgullo), las dudas estaban echando raíces en mí, y comenzaba a creer que tal vez –y sólo tal vez- mi padre hubiera estado acertado en sus juicios sobre este sitio.

Quizás tenía razón. Quizás no era todo tan maravilloso. Quizás estaba plagado de gente malvada, de mentirosos, de vándalos que iban a acabar por arrastrarme sin remedio hacia una vida de oscuridad y pesar. Pero entonces, recordaba las delicadas filigranas de los edificios que había visto el primer día, el esplendor del cielo, y no podía creer que algo aparentemente tan bello y perfecto no fuera realidad… Y con todo, la duda había arraigado y empezaba a crecer mientras yo intentaba hacer caso omiso.

Dejé de visitar la periferia, prefiriendo quedarme dando largos paseos entre los cuadros hermosos y las amplias avenidas, como un niño pequeño que niega la existencia de aquello que no ve. Mientras, mis ojos ahora suspicaces detectaban detalles en los que no habían reparado antes, como el movimiento por el rabillo del ojo de una sombra furtiva que te acecha, la caja que ejercía de hogar a medio recoger de un indigente, las sonrisas de la gente que me cruzaba que ahora se me antojaban falsas.

La paranoia se acentuaba día a día. Ya no me sentía cómoda caminando sola, ya no me entretenía asomarme a las galerías ni pararme en las terrazas de los cafés, mientras todas las imperfecciones que había visto en los barrios exteriores parecían aflorar cual setas tras una copiosa lluvia en el bosque.

Probablemente la explicación es que yo tergiversé la realidad. Veía lo que quería ver, los ojos ciegos a lo malo que no quería percibir. O quizás es esa reacción tan humana a estar extasiado ante la novedad, durante ese tiempo en el que todo es tan perfecto y maravilloso que vives como hechizada.

Lo que tienen los hechizos, es que cuando se rompen te das de bruces con la cruda realidad, de sopetón. Es como caer con un paracaídas sin que éste se abra, por lo que te desintegras contra el suelo. No recuerdo exactamente cuándo ni cómo pasó. Quizás fue el cansancio.

Vivir de y entre mentiras es muy agotador, básicamente porque matas el tiempo generando excusas para modificar todo aquello discordante que ves, y así llegó el día en que realmente ya no daba más… Pero tampoco quería volver a mi país, a mi ciudad, con el rabo entre las piernas y reconociendo que me había equivocado.

Aguanté y aguanté, pero llegó la mañana en que irrevocablemente, tuve que volver. Y lo hice feliz y liberada, sin pensar siquiera en la ciudad que dejaba a mis espaldas, en el desencanto que sufrí, si no más bien volví intentando engañarme haciéndome creer que jamás había viajado allí.

Periódicamente fui alternando la vida donde nací, con otros paisajes. Después de aquel periplo que me recordó (más que enseñarme) que no hay peor ciego que el que no quiere ver, y en el que aprendí a marchas forzadas lo mala que puede llegar a ser la gente y lo poco de fiar que son; viajé tres veces más.

Mi tercer viaje acabó en una gran ciudad, mayor aun que la que había visto antes, y el mejor recuerdo me lo llevé creo que las panaderías y pastelerías en las que pasaba algunos fines de semana leyendo. En ocasiones llegué a trabajar de panadera, para ayudar a quienes me habían acogido en su casa. Acabé aburrida del lugar también.

La apatía del gentío, las pocas ansias de lucha, el conformismo que se respiraba allí no cuajaba mucho con mi forma de vivir ni mis aspiraciones.

Si de algo me ha servido viajar “tanto” es que en cada visita he aprendido algo de mí misma, aquella ocasión, por ejemplo, fue darme cuenta de que no podría estar jamás en un lugar donde la gente no tuviera ambiciones, donde fueran grises, apáticos y derrotistas, como si estuvieran esperando siempre a que yo, la viajera emprendedora, arreglara sus vidas, cuando en realidad ni yo misma era capaz de sostener la mía.

Después de esto, tras volver a casa, tardé cuatro años aproximadamente en sentir esa necesidad de marcharme dejando nuevamente la patria a mis espaldas. De hecho, debido a las experiencias anteriores, me sentí muy reticente a viajar de nuevo (de ahí mi poca iniciativa).

La vida no es como la pintan en las películas, ni los países tan increíbles como los documentales de la tele. Pero un buen día se cruzó delante de mí un panfleto publicitario muy bien maquetado, con unas fotos tan atractivas que decidí probar suerte. Además, era un sitio bastante diferente y tras mucho debatirlo conmigo misma pensé… ¿Por qué no?

Así que en la siguiente ocasión, hice mis maletas y acabé en algún rincón muy avanzado tecnológicamente. Aun hoy me sorprendo de que no tuviera que insertar un password para tirar de la cadena del water.

Allí absolutamente todo funcionaba con ordenadores. Era impensable un hogar sin tres o cuatro, e incluso llegados a un punto satirizaba con la idea de que cualquier día me despertaría y me habrían cambiado mi lavadora por una con un sistema operativo más novedoso.

Fue una experiencia interesante, y quizás la más vívida porque me aventuré no sólo a viajar, si no a hacer el recorrido en compañía.

Hacer un recorrido en compañía es una experiencia siempre única, dependiendo de quien tengas por compañero de travesías. Aprendes muchísimo sobre ti, sobre los demás y sobretodo lo que es la convivencia en un espacio reducido. Aprendes a querer a alguien o a odiarle a muerte. A mediar, a ceder, a amoldarte… Aprendes los límites de las cosas que estás dispuesta a tolerar y aquello en lo que no vas a ceder un pelo.

Curiosamente te sorprendes con una nueva escala de valores. Muchas cosas que parecían vitales acaban pareciendo tonterías por las que no vale la pena discutir.

Con todo, tanta tecnología creo que terminó por desquiciarme. La gente se comunicaba durante hors y horas ordenador mediante, todos concentrados en sus pantallas y parecía que la vida exterior no existía. Acabé muy estresada de que mi compañero en vez de hacerme caso a mí se abstrajera tantas horas con sus pantallas, prácticamente ignorándome.

Aprendí que muchas veces es mejor dejar a las personas en la intimidad y que lo peor que puedes hacer es mirar ni que fuera por error, a qué dedican otras personas su tiempo, porque muchas veces descubres cosas que hubieras preferido no saber nunca.

De ahí yo creo el que empezara a valorar cada vez más mi intimidad y la intimidad ajena. Era algo parecido a “si sabes que no te va a gustar la respuesta, no hagas la pregunta”.

Pasé otra temporada sabática, recuperándome del viaje anterior, aproximadamente un año hasta que creí que podría estar medianamente preparada para salir al mundo de nuevo.

Aunque me encantaba viajar, y no tenía reparos en seguir viendo mundo, sentía que ya no era aquella niña de 16 años que había pisado el extranjero por primera vez, con los ojos abiertos como platos y el corazón cándido.

Cuando volví a mi “hogar”, decidí que era momento ya de deshacerme de todos los lazos que me unían a mi familia, y que necesitaba vivir aunque fuera allí, por mi propia cuenta, porque con tanta historia a mis espaldas, necesitaba estar a mi aire.

Me estaba volviendo curtida, cada vez más recelosa, en cada nuevo sitio descubrí que la gente dejaba mucho que desear. Debe ser acción y reacción, probablemente yo también me volví peor persona, y la impresión que haya ido dejando como extranjera haya sido en consonancia.

Pero siento que conforme el tiempo pasa me vuelvo más egoísta, más fría, más temerosa, menos efusiva. Creo que todo ello es debido al miedo por no saber qué me voy a encontrar la próxima vez que me embarque en un viaje a no sé dónde, y mi tendencia natural es esperar siempre lo peor aunque desee que pasen cosas buenas.

Pero está en mi naturaleza, o en la naturaleza humana descubrir nuevos espacios, nuevos lugares, nuevas costumbres, quizás a la espera de llegar a un lugar que aunque muy diferente del sitio donde naciste, puedas llamar hogar, porque te sientas como en tal allí.

Un año más tarde estaba probando suerte de nuevo, otra vez lo más cerca del mar que se me ocurrió. Me declaré prácticamente apátrida y me enrolé en un naviero, a surcar los mares allá donde nos llevara el destino.

De todas las maravillas de la tierra, curiosamente el mar es lo más bello. Lo da y lo quita todo. Tiene reacciones inesperadas. Te da de comer o te mata de hambre. Pero la gente que vive en la costa, con sus frágiles navíos, que conocen de la crueldad y la belleza de esas aguas salvajes y saladas, tiene un espíritu especial. Tiene un espíritu libre, parecido al mío pero a la vez distinto.

Aquella ocasión descubrí que por más que me gustaba bañarme en esa humedad salada, soy una mujer de tierra, y no tengo la mentalidad necesaria para establecerme en un sitio así. Y aunque en el proceso siga visitando las playas por donde caminé, e incluso a veces viaje hasta aquellos puertos en los que escalamos, sé que estoy mejor donde vivo ahora.

Después de cada viaje, incluso en el más corto que ha durado un año, esperaba volver tranquila, pero generalmente me fuera por voluntad propia o porque me echaran ya que se me acabó la visa, tan sólo en una ocasión me sentí feliz. El resto, por lo general apenada.

Ahora que soy más objetiva, creo que lo que más me apenaba era no haber descubierto un sitio para mí. Creo que en el fondo -y aunque sé que es muy improbable- creía que no lo encontraría jamás.

Desde aquel último viaje por el mar, pasó otro par de años hasta que me moviera. La verdad no tenía ganas ningunas de recorrer otras tierras, quería simplemente estar tranquila, decidir qué hacer con mi vida, si estaba dispuesta a seguir invirtiendo o despilfarrando mi tiempo y dinero en esa búsqueda estéril que parecía no llevar a ningún sitio.

Ya no quería viajar a la aventura. Estaba aburrida de los pop ups que saltaban por Internet, de los papelotes que repartían al tun-tun por la calle, de los anuncios en los periódicos que leía en los bares. Llegué a la conclusión que todo era la misma basura.

Hasta que un buen día me llegó un amigo moviendo vivamente una hoja en la mano, y me la entregó. Yo la miré y nada más verla me quedé extasiada. Aquel folleto de viajes tenía una pinta tan atractiva. No era como los demás, resaltaba más las maravillas culturales dentro de sus fronteras, aunque no puedo negar que no me atrajeran las fotos de su exhuberante paisaje. Inmediatamente me sentí atraída por ese nuevo destino y me negaba en rotundo a soltar el papel.

Venía tan bien recomendado… Mi amigo me dijo que había estado viajando a aquellos parajes desde su infancia, quizás hacía quince años. Prometía que no me arrepentiría, que era un sitio bastante seguro, con ciudadanos amables e inteligentes, personas muy divertidas y buenas. Era tan tentador. Decidí rehacer las maletas porque algo dentro de mí ardía en deseos de ver esos horizontes, de contemplar como era amanecer bajo su cielo, de descubrir como sabría la comida sobre sus mesas.

Y tenía (y tengo a ratos) tanto miedo de volver a descubrir la mezquindad de los humanos que habiten allí, tanto miedo de que me guste demasiado y expire mi visa, o me echen como persona non grata, tanto miedo de que decidan acoger una nueva delegación de visitantes que sustituya mi presencia en esta nueva casa; que a veces creo que me cuesta respirar.

Disfruto muchísimo de todo lo que estoy viendo, degusto cada día con una voracidad tal que parece que vaya a ser el último amanecer en estas fronteras, pruebo un plato tras otro y la gastronomía es tan exquisita que jamás sacio mi hambre si no que la veo incrementar junto a mi deseo de permanecer donde estoy.

Descubro un barrio tras otro y aunque muchas veces el gentío es más callado de lo que yo desearía, más reservado, aunque no por ello me atreviera a llamrlo insensible, si no simplemente menos demostrativo de sus sentimientos, me gusta pasar mi tiempo con mis nuevos vecinos.

A veces, debido a tantos sitios en donde he estado, y a tantas reacciones que he podido observar en la gente, tengo miedo de que sean falsos conmigo, de que me acojan por compasión o quien sabe porqué. Aquí la gente es tan reservada que tienes que intuir si te aprecian o no.

En este breve tiempo de estancia, he llegado a la conclusión de que aquí se les conoce por lo que no hacen. Es decir, intento dar por sentado que soy bien recibida mientras no se diga lo contrario. Me paso los días buscando señales que demuestren qué piensan sobre mí los demás, esfuerzo fútil y vano.

Siempre he pensado que soy una persona bastante cristalina, que dejo a entrever lo que siento y pienso en todo momento. Tal vez no sea así. Tal vez aquí la gente crea que es obvio lo que sienten, y por eso no hace falta demostrarlo, como yo tampoco lo demuestro en demasía (principalmente por decoro, aunque sé que en realidad la descripción que estoy buscando es "miedo al rechazo").

Seguramente es que soy nueva y llevo poco tiempo recorriendo estos parajes, y conforme el tiempo pase iré cobrando confianza en mí misma sin esperar que salte el Coco detrás de una farola, o que venga inmigración a echarme a patadas para fuera. Supongo que no puedes conocer una nación en una semana, ni esperar que te conozcan.

Estoy intentando aprender a confiar en esa gente, a mentalizarme de que no todo el mundo es malo, falso o viperino, aunque me cuesta y a veces temo encontrar el rechazo escondido en la sonrisa. Pero supongo que siempre llega un momento en el que tienes que confiar y a fin de cuentas, cada país es un mundo completamente distinto. Seguramente el problema está en mí, ya que hasta el momento no he descubierto nada que me haga pensar que soy mal recibida, si no creo que es más bien al contrario.

Es solo que tengo que acostumbrarme a las costumbres de los lugareños, a sus modos de hacer, que son muy diferentes de los míos, persona bastante más efusiva (por norma general aunque ahora sé que no lo parece) y pasional.

Cada día me levanto con un hambre voraz de descubrir sitios nuevos, sabores nuevos, historias nuevas, paisajes nuevos, y degustar hasta empacharme todos los que ya conocí y descubrí que me encantan.

Cada mañana me levanto con tanta, tanta, tanta, pero tanta hambre, que pienso que por más que me abalanzara a devorar todo lo que aquí se ofrece, al llegar la noche moriría de inanición antes que amanezca el nuevo día.

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