12/14/2006

Dormida

(c) Jacob Probelski


Se despierta, y contemplándose ante el espejo no ve más allá de sus ojeras y esas, las arrugas en su cara, marca de una noche de sueño en la cama.

No, no hay señal de descanso alguno en su rostro.

Gira su cara observando mejor las señales inequívocas de otra noche intranquila. La falta de calma empieza a mellar su cuerpo tanto como melló tiempo ha su espíritu. Pero no tiene más remedio que fingir y salir a la calle.

Sonríe ante el espejo. Sin gracia. Sin gana alguna. Quien no la conozca pensará que se trata de una sonrisa sincera, no así sus amigos. No hay brillo en su mirada cansada.

Otro día más lanza su ropa sobre la cama, no es más que una bola de tejidos arrugados que, además -y muy a su pesar-, tiene que planchar.

No, no son tareas placenteras de realizar a las seis y media de la mañana.

Mecánicamente se dirige a la cocina, enciende la plancha. Arregla su traje y se viste. Sin ánimo, sin emoción.

Dirige sus ojos a la cama vacía, ensimismada una vez más. No recuerda cuánto tiempo hace ya… Tal vez un mes… Y la mitad sigue tan hecha como siempre, perfecta, intacta.

Ya no duerme en “su” mitad de la cama, prefiere dormir en la mitad en que yaciera él. Absurda forma de tortura, pero, ¿no es acaso tortuoso el ser humano?

Ya está lista, ya está preparada. Viste su sonrisa por la calle como una máscara, como la ropa que, sin ser de su estilo, lleva cada mañana por imperativo profesional. Recoge una bolsa que había tendida sobre la cama.

Cruza el pasillo, abre la puerta y atraviesa el umbral, no sin antes echar un último y bucólico vistazo atrás. Cierra la puerta pasando la llave tras de sí.

Se encamina a la parada de bus como cada mañana.

Se sienta, mientras coloca los auriculares de su pequeño aparato de música.

Se queda mirando la ventana, contemplando las calles pasar… Las personas, grises, vacías, que se le antojan desde tiempo ha sin color… Oyendo la música sonar, a lo lejos, de fondo, saltando de canal en canal.

No, no hay nada que llene ya su corazón.

Se pregunta si acaso no es posible que uno caiga en la trampa de su propia mentira. Si, tal vez, haya escondido tan bien sus sentimientos que no sea ya capaz de encontrarlos o quizás los haya hecho realmente desaparecer.

Busca en su interior, pero no hay nada. No hay tan sólo una sonrisa para su recuerdo de él. “¿Qué nos ha pasado? -se pregunta- ¿Será verdad que ya no siento nada?”. Y nada se remueve en su interior. Ni un mísero halo de alegría o calidez tiene ya dentro.

Se entristece al contemplar la bolsa.

Sobresalen las puntas de algo parecido a dos agujas, testigos únicas de sus arduos intentos de crear su propio regalo de Navidad para él. Será posible que, punto a punto, ¿se haya escurrido todo lo que sentía entre la lana? ¿Qué de tanto pensar, al final, realmente no sienta nada? ¿Qué se haya curado cual milagro, la tristeza malsana?

Cambia la canción en la emisora de radio, oye un débil susurro en su corazón.

No, no se ha librado de él todavía.

¿Por qué sentir esa contradicción?

¿Por qué no olvidar?

¿Por qué la persigue?

De noche, de día…

Despierta, dormida…

No hay forma alguna de escapar. No hay sitio alguno donde huir. Por un momento sonríe con pesar. Quizás no quiere huir, ella. Quizás simplemente quiere volver atrás, al bulto a su lado en la cama. A contemplar su cara. A las risas de la mañana.

No, no está apagado pues el fuego en su interior.

Su máscara es máscara sin más. No ha olvidado, sólo duermen sus sentimientos escondidos en algún rincón.

Sonríe nuevamente.

Al menos, alguien; al menos, algo; duerme.

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