4/23/2009

Todos los niños crecen, menos uno...

Pero yo no estaba seguro de querer crecer.

Aquella mañana me levanté como cada día, qué iba a saber yo… La misma rutina de siempre: levantarse de la cama, tantear el suelo con los dedos de la mano buscando el cenicero y el tabaco para fumar el primer piti del día. Ah… Qué bien sabía… Presionar la colilla hasta extinguir las últimas brasas y aventurarme en la epopeya de encontrar las zapatillas con los ojos aun medio cerrados por el sueño, resistiendo la tentativa canción de sirena de la cama.

Qué iba a saber yo, que ni siquiera me di cuenta de lo que estaba pasando mientras me miraba en el espejo.

Un día laboral era siempre parecido: enfundarse rápido la ropa, recolocar cuatro pelos en su sitio, ni siquiera me molestaba en afeitarme entre semana -total, "pa" qué-. Tampoco desayunaba, ya tomaría algo sobre la marcha, aunque a veces me daba el capricho de un café matutino.

De camino a la oficina, escuchaba la radio, o los mp3s que llevara encima, según me diera. Conducía medio distraído a buen ritmo, intentando recuperar con el coche los minutos que perdí remoloneando en la cama. Aparcar no representaba problemas, tenía una plaza prácticamente asignada.

Entonces, llegué.

Como cada mañana, saludé a fulano y mengano, engatusé a sultana, y me dirijí a mi cubículo. A veces me resultaba tedioso pensar que siempre era el mismo trabajo un día... Y otro día. Y otro día. Y otro. Y otro. Y otro... Desde hacía no recordaba cuántos años… Evitaba con todas mis fuerzas pensar en los que, como esos, me quedaban por delante.

La vida de oficina puede resultar tan monótona como ser uno más en una fábrica. Al final, me imagino, todo el mundo tiene esa sensación de hastío.

Las cosas eran muy distintas cuando era un estudiante. Siempre de juergas, bebiendo, ligando, capeando los temporales de las malas notas… Cuando los exámenes -y saber si iba a mojar o no- eran la única preocupación extraordinaria, y el fin de semana era la gran evasión de la rutina y los rollos familiares. Con birras y a lo loco.

Parecía que iba a ser joven para siempre, que para mí, el tiempo llegaría al infinito. Todo era mucho más lento, las vacaciones duraban eones (joder, eran tan largas que podía incluso aburrirme de ellas). Si quería iba a clase, y si no, me las saltaba para pirarme donde me rotara.

Ahora, en cambio, los años pasan muy rápido, tanto que apenas si los veo. Ayer mismo era Navidad, y ahora el sol resplandece anunciando el verano.

Creo que fue cuando empecé a trabajar, que me di cuenta de la velocidad vertiginosa a la que empezaba a moverse mi mundo. Debe ser la rutina que hace que todos los días sean tan similares, cortados con los mismos patrones, haciendo que ansíe la liberación del fin de semana.

Y qué voy a decir de las vacaciones... Cuento con ansia los días hasta el próximo puente o las vacas, aunque no tenga nada más especial que hacer que estar en casa holgazaneando en calzoncillos, rascándome los huevos. Aun así, se me hacen tan cortas...

Vivo la vida esperando que llegue el viernes y el sábado, obviando que existe algo de lunes a jueves. Como si un agujero espacio-temporal absorbiera lo que hago en la larga vigilia, o padeciera una extraña clase de amnesia. No fue hasta hace poco que me di cuenta de que estaba desperdiciando los años viviendo como un zombi entre semana. Uno más en la colmena.

Yo nací para ser alguien grande. Nací para ganar pasta gansa y dominar el mundo. Para llevar un Corvette y tener una piva buenorra a mi lado. Para habitar una mansión y tenerla controlada sin mover los dedos, a golpe de talonario. No nací para ser un Don Nadie en medio de la masa… Y sin embargo hoy ya no recuerdo con lo que soñaba cuando en el bar del instituto vacilábamos con los colegas.

Así que, cuando conduzco, voy a mi bola con mi música evadiéndome del mundo y se acabó. Solo tengo treinta, qué cojones. Me queda toda la vida por delante. Aun soy joven.

Eso pensaba.

Pero aquella mañana vino un colega de la oficina. Me dio una palmada tan fuerte en el hombro antes de pasar por la puerta que casi me desmonta, el muy maricón. El tío me saca casi un palmo de alto, por eso lo vio. Y a carcajada limpia me dijo “¡Eh, tío! ¡Te están saliendo canas!”.

¡Joputa!

¡Canas! ¡No me jodas! Cómo pudo pasarme eso… ¡Pero si yo soy un pimpin! ¿Y qué será lo próximo? ¿Entradas? ¿Se me va a caer el pelo y me voy a quedar medio calvo, o a tener la coronilla de los curas? ¡Su puta madre!

Recuerdo que al llegar la noche, fui a cenar a casa de mis viejos, y me dediqué a contemplar a mi padre. Afortunadamente mi viejo no es muy propenso a las canas ni a perder pelo como los gatos en verano.

Pero me puse a pensar… Que ya no era aquella figura que estaba buenísima y llevaba a las tías de calle con apenas chasquear los dedos. Los años, la cerveza y la comodidad acabaron dejando sus huellas. Y la vida de soltero, claro. Eso de vivir en un piso alquilado, a mi bola, comiendo bazofia y mierda congelada, con litros y litros de cerveza entre los que a veces asomaba un filete de carne que por error acabó en la nevera.

No me quejo de vivir solo, al contrario. Hago mi vida y punto. Es el paso natural, ¿no? Dejar el nido y volar por tu cuenta. No he cambiado tanto las rutinas, simplemente, si antes daba pocas explicaciones, ahora ya no tengo que dar ninguna, y voy a mi bola mucho más.

Probablemente con el tiempo, haya alimentado mi egoísmo, pero tampoco es algo que me quite el sueño.

Necesito un piti.

Qué mierda que no nos dejen estar aquí cómodamente sentados, pero bueno, al menos puedo estirar las piernas cinco minutos cada hora o dos para fumar un poco.

Desde el día de la cana, dejé de ver el mundo de la misma manera.

Empecé a fijarme en Esas cosas: que muchos de mis colegas tenían pareja, yo no; se habían casado, yo no; tenían hijos, yo no; tenían hipoteca, yo no...

Yo tenía mi coche, mis colegas de salir de farra, y los ligues de una noche, que al final no hacen nada más que dejarte vacío pero bueno… Al menos es vacío en todos los sentidos, incluido el físico, que ya es algo.

Alguna noche de borrachera profunda al salir de fiesta, tenemos la tertulia esa de que nos hacemos mayores y que igual es momento de dejar de salir por ahí y de sentar cabeza. Qué cojones cabeza, si no tengo ni folla de lo que quiero todavía. Doy gracias de tener algo más claro el listado de cosas que no pienso aguantar.

Se me acaba el cigarrillo. Qué mierda. Toca volver a la ofi, y sentarme delante del ordenador.

Me descubro navegando otra vez por páginas de compra venta de pisos.

Es el siguiente paso lógico, ¿no? A fin de cuentas este año me suben el sueldo, y vuelve a subir en enero. Vamos, que con esta crisis de los huevos que acusamos cada día, los pisos están a unos precios que casi los regalan. La verdad es que llevo varios meses ojeando los clasificados, y estudiando la viabilidad de comprar mi propia casa.

En realidad, no tiene nada de malo responder a un par de anuncios para pedir más información… Así que escribo el mail y le doy al “enter”. Ya está. Ya está enviado.

Una parte de mí empieza a ser consciente de la gravedad del asunto.

Joder… Una hipoteca… De esas que dentro de cuarenta años, cuando tenga setenta, estaré acabando de pagar…

Por un momento recuerdo el día que entré en la empresa y con veintiocho firmé mi contrato con exclusividad y obligación de permanencia en mi puesto durante seis años... ¡Seis putos años! Pero si hasta entonces, el curro en el que más había durado fueron tres... Aquel día, recuerdo que me acojoné, porque vi pasar mi vida por delante y de repente, tenía treinta y cuatro tacos... Y ahora con este fast-forward acabo de fundir cuarenta, para verme canoso, con arrugas y probablemente impotente.

Buah... El papelito ese que firme, será una de esas firmas de las que no podré deshacerme con facilidad. De esas que te ligan a una casa (a priori) de por vida. Joder… Ya me puede molar, ya, la casa que me compre. Y estar muy seguro. Que no es lo mismo un alquiler que un piso en propiedad, y yo estoy muy acostumbrado a ir donde me rota sin mucho miramiento.

Si por cambiar, cambio el dormitorio en mi piso una vez al año o dos, por aburrimiento de estar siempre viendo lo mismo.

¿Y si no me mola la ciudad a la que me ato? ¿O si al final dentro de cinco años me rayo del puto piso? Más me vale que esté bien el mercado inmobiliario.

Por otro lado... Tengo ganas de tener un sitio donde caerme muerto y decir “esta es mi casa”. Y me mola algo grande y espacioso, con mucha luz, donde pueda tener mi estudio montado.

Pero tengo miedo. A reconocer que crezco, a admitir que tengo que llevar todas mis responsabilidades, a ser lo que se llama una “persona madura” -con todo lo que eso implica-, cuando ayer no era más que un crío que solo quería beber y follar.

Supongo que en esta vida no se puede ser Peter Pan hasta los cincuenta.

Macho… Necesito otro cigarrillo.

4/14/2009

Estocolmo

La habitación emanaba una mezcla de porros y tabaco corriente.

Hubo un tiempo en que odiaba ese olor, cuando la mera idea de permanecer en un sitio impregnado con humo hubiera resultado insoportable y asquerosa.

Ahora, sin embargo, es algo familiar e incluso reconfortante, hasta el punto de no poder conciliar el sueño sin percibir ni que sea, el ocre rastro que dejan los cigarrillos al extinguirse.

Tumbada boca arriba, abre los ojos en la penumbra, a la derecha la luz colándose perezosamente por las rendijas de la persiana. Bosteza engullendo el aire cargado al inspirar.

Mecánicamente gira la cara en dirección a la ventana, para verle dormido a su lado, ajeno a todo, tranquilo; conteniendo las ganas de acariciarle… O no… Por un segundo intenta recordar la última vez que se durmió abrazada a él.

Ahora, tras tanto tiempo, parece una mera cuestión de mecánica -como casi todo-: Extender brazo izquierdo, colocarse sobre el costado derecho, cruzar su pecho y recostar la cabeza sobre su hombro.

No es que esté a disgusto, está cómoda, pero es solo eso. Es la costumbre. Es la inercia que lo ha invadido todo incluido el sexo, aquella necesidad primaria y básica que dio origen a su relación.

Lo había oído tantas veces, aquello de la gente que se acuesta con otros porque sí, para pasar el rato, porque a fin de cuentas todos somos humanos… Y él, aun no sabe bien porqué, le llamó la atención.

Juguetea con su pelo corto mientras aun duerme.

Es una mentirosa: sí sabe porqué le llamó la atención.

Porque era idiota. Porque era un chulo. Porque se las daba de listillo perdonavidas. Porque, salvando que se podía decir que estaba bueno (o que tenía atractivo, al menos), era el compendio universal de las cosas que más detestaba, alcohol y tabaco incluidos; y le encantaba reafirmar esa imagen con su actitud condescendiente.

Así que, por aquel entonces, no le dedicaba más atención que a un gusano, salvo para meterse con él y refunfuñar lo estúpido que era.

Lo estúpido que era, sí. Y aquí estaba ella abrazando al estúpido en la cama.

Por un error, por un desliz, por un descuido. Porque descubrió que aunque chulo y gilipollas, tenía cerebro. Qué cojones… Porque le gustaba, porque le atraía. Porque tenía ganas de estar con alguien, y aquella noche hace tanto tiempo él estaba allí, para tenerlo en su cama una semana más tarde. Porque pensó que sólo sexo podía funcionar. A todo el mundo le funciona, ¿o no?

Aparta las sábanas y se levanta para ir a la cocina. Se detiene a medio camino a echarle un ojo al ordenador. Parece mentira que en algún lugar del mundo la gente sepa vivir sin esos cacharros.

Está desnuda paseando por la casa, pero no importa, no hace frío y se vestirá rápido después de preparar el café.

Ése aroma sí que le gusta: el olor a café recién hecho, recién molido. Aspira. Qué diferente.

Se lo toma, y se dirige al baño.

Se mira al espejo, para contemplar esos ojos ojerosos, las pequeñas arrugas que empiezan a aparecer en su rostro; para escudriñar buscando las canas que no aflorarán gracias a los milagros del tinte. Se hace vieja porque –le guste o no- el tiempo pasa, y ahí está dejándolo pasar como si no importara.

Recuerda lo angustiosa que era la sensación de opresión cuando vivía en su piso de soltera. La mordedura incisiva de la soledad y el temor a que esa tendencia abrumadora durara para siempre. El miedo conduce por caminos tortuosos.

Como cada mañana, realiza el mismo ritual de limpieza cutánea, armada con su ejército de cremas dispuesta a exterminar hasta el último reducto de pieles muertas a base de refregar su cara con el peeling. No por más frotar volverá la juventud ni resurgirá de las capas profundas de la dermis… Así que tras lavarse los dientes se aprovisiona del arsenal de maquillaje y juega a ser Miguel Ángel con las imperfecciones de su rostro.

Quizás algo de esa soledad la influyó hace unos años, cuando tomó el camino que la llevó a esta casa llena de humo. Tal vez no fuera únicamente eso, pero… ¿Cómo si no iba a acabar con un “looser” así, como le catalogaba sin conocerlo? Qué equivocada estaba con esa primera impresión suya... Y sin embargo, ¿no se merecía algo mejor, acaso?, meditaba mientras esparcía la base de maquillaje líquido. Alguien cariñoso y atento, que la cuidara, comunicativo… Alguien que la valorara…

Al principio era siempre ella la que tenía que llamar para quedar, él ni se dignaba a mover un dedo… Y al final acabó siendo así. ¿Vagancia? ¿Comodidad? ¿Indiferencia? Por qué insistiría tanto...

Porque, busque las explicaciones que busque, y le maldiga por lo que le maldiga, en el fondo es tan simple como admitir que le gustaba, que se acabó encariñando con él.

Eso le trae a la cabeza… Estocolmo. No conoce nada del país, no ha estado allí en la vida, lo único que conoce relacionado es el síndrome ese, de la persona secuestrada que acaba idolatrando a su captor. Pero ella no está cautiva claro, en todo caso, es prisionera de sí misma.

No hay noche que al acostarse se plantee qué está haciendo con su vida, dejando pasar los días, dejando pasar los meses, dilapidando los años como si el tiempo le sobrara, mientras se acerca peligrosamente la menopausia y con ella la incapacidad de tener hijos.

¿Por qué está aun con él?

Apoya las manos en la pica mientras para abalanzarse un poco sobre el espejo y comprobar que está todo en orden. Aprieta los labios para distribuir bien el maquillaje, y hecho esto recoge los cachivaches que ha desperdigado por ahí.

Quizás porque sabe que en el fondo, esa relación tiene fecha de caducidad. Porque no hay compromiso escrito y por lo tanto, no le dolerá nada cuando se acabe. Porque no espera nada bueno de él y sabe que un día se levantará por la mañana y le dirá que todo se ha acabado: a jugar al juego de la taza, cada uno a su casa. Porque sabe que es un mujeriego, o eso piensa, o eso le hace creer, y un juerguista, así que nada de lo que haga le va a traer por sorpresa.

En el fondo, una parte de su corazón está tan frío que puede soportar la situación.

¿Es quizás por eso que el sexo se ha convertido en algo rutinario y ha dejado de ser tan placentero como antes? Dios mío… Tan muerta está por dentro… Que ha encerrado una parte de sí misma, y la ha negado, manteniendo una relación vacía y carente de muestras normales de cariño, donde todo se reduce a cuatro polvos semanales y después cada uno a lo suyo…

No es acaso triste estar con una persona de la que no esperas nada bueno y que la única seguridad que puede ofrecerte es que cuando corte será por lo sano y como siempre lo esperaste no te dolerá… ¿No es mejor estar solo? ¿O acaso folla tan bien que puede mantenerse el equilibrio? Tan poco se valora como para que eso sea suficiente.

Quizás está buscando excusas cutres para disculpar haber perdido tantos años de su vida con alguien tan distinto del príncipe azul que quería.

En el fondo, es una relación sin pasión, donde el único arrebato se mostraba en la cama cuando salvajemente se devoraban si el tedio lo permitía, liberándose de la mecánica rutina… Cosa que apenas ocurre ya.

No está enamorada, aunque él lo piense; a pesar de que esté completamente convencido que está tan locamente colgada por él que bebe los vientos sin darse cuenta de las cosas y que sería capaz de mutilar su personalidad a cambio de no perderle.

Quizás es que, con todo, le da pánico la posibilidad de prendarse de alguien así, que podría destrozarla en un suspiro, así que mantiene una parte de sus emociones congelada, reprimida. Quizás en otro mundo, de haber sido distintas las cosas se hubiera permitido perder locamente la cabeza por él, pero al no ser recíproco, nunca se arriesgó a hacerlo por más que en algún recóndito escondrijo lo deseara.

Cuando tenía dieciocho jamás hubiera aventurado que se pudiera compartir la vida con alguien de quien no estuvieras perdidamente enamorado. Y hoy, prefiere esta relación relajada, más insípida, sin tropezones ni grandes altibajos emocionales, porque dentro de lo que cabe no pierde el control.

Es como un intercambio comercial: él le da los mimos que necesita (de tanto en tanto), cubre sus necesidades físicas y ocupa un espacio en un piso que no le gustaría ver vacío. Ella, a cambio, se la chupa (de tanto en tanto también), finge no saber lo que pasa los fines de semana y omite preguntas incómodas cuyas respuestas sabe perfectamente que no quiere conocer. A fin de cuentas, hace años que dejó de representar una novedad, y los hombres necesitan de la sangre nueva constantemente.

Quizás por eso se maquilla, cambia de look, se mata en el gimnasio, controla las dietas… Para seguir siendo atractiva, para seguir ofreciendo algo diferente. ¿Por qué? ¿Por qué no es capaz de hacer eso para ella misma?

Ah… Pero tiene sus cosas buenas. Quizás parece frío, y no suele tener detalles, pero a pesar de todo es buena persona, y aunque quizás sea egoísta o eso parezca, tiene otras cualidades como la sinceridad. No le teme a las mentiras a su lado, y está realmente harta de mentiras en su vida. Por más que se esfuerce en mantener esa fachada de chulo, es una persona simpática, y es culto aunque no tengan el mismo nivel de estudios. Es inteligente, y bueno… Siempre le da morbo. Sí… Tiene un montón de cosas buenas, aunque cuando está rabiosa se le olviden, o no las conozca todas.

Pero… El romanticismo no tiene lugar en su vida. No ya con él, con cualquiera pasaría lo mismo. Tan vacía y enferma se ha vuelto. Tanto miedo le da enamorarse de una persona “normal”, tanto pánico le producía no encontrar su media naranja en la vida, y tanto la atemoriza el miedo al dolor, que decidió hipotecar su corazón.

No cree en el amor para toda la vida... Y si el amor para toda la vida no existe, ni tampoco existe la pareja perfecta, para estar con un idiota, ¿qué más da este idiota en concreto?

¿Cuándo se volvió conformista? ¿Cuándo empezó a tener esas ideas tan derrotistas en la cabeza?

Ahora, ni siquiera se cuestiona dejarlo correr, no tiene fuerzas para abandonarle.

Hubo un tiempo en que tenía arrojo, era capaz de irse donde quisiera sin pensar, sin dar explicaciones, sin esperar que la siguieran, con lo puesto y a correr. Era libre y decidida. Quizás esa era una de las facetas que hizo que se fijara en ella. Con el tiempo, fue perdiendo esa parte salvaje que tenía. Quizás la ha domado, o tal vez quería que la domesticaran. Pero está cansada.

No tendría valor en la vida para dejarle, porque se acostumbró a su aroma que la vuelve loca, al olor a tabaco por las mañanas, a la presencia silenciosa en el estudio de la casa. No tiene el valor para enfrentarse con palabras y dejarlo.

Ya está lista para salir al trabajo. Ella siempre se levanta antes, por lo menos una hora. Le sigue gustando preparar el desayuno, la sensación de ser útil. Sigue creyendo -tiene la intuición- que se acuerda de ella por la mañana mientras toma el café que le prepara. Pero no tiene la certeza, porque es parco en palabras, y no dirá en la vida nada cariñoso. A veces necesitaría escucharlo aunque realmente no hace falta. En el fondo, sabe perfectamente que se tienen aprecio, cariño, respeto, que no es amor loco e incondicional, que no es pasional, que no es ciego… Y que basta para levantarse cada mañana. Pero a veces no es suficiente.

Vuelve a la cama, sobran algunos minutos antes de marcharse. Se pone encima suyo y le despierta. Por primera vez en tiempo siente unas ganas irrefrenables de hacer el amor que no puede controlar. Él está medio dormido, pero reacciona sorprendido a su arrebato. Ella le muerde el cuello al acabar, se le queda mirando, le da un beso en la mejilla antes de vestirse nuevamente y se va.

De algún modo, le aprecia y eso hace que vuelva a casa cada día.

No tiene el valor de enfrentarse cara a cara y decirle que ya no le quiere –sería mentira-.

Sin embargo, hace mucho tiempo que no viaja, y Estocolmo tal vez sea un lugar maravilloso.