7/20/2006

Mi Caja y Yo (III)

Es lunes, me despierto con el sonido del móvil recordándome que son las 8 de la mañana, que hay que levantarse y que es el primer día de clase. Mi madre está en pie, mi hermano está vagueando en la cama, y “el hombre” de la casa está durmiendo después de haber estado (con toda probabilidad) hasta las cinco de la mañana chateando en Internet. Voy caminando a la facultad, por el camino rápido que descubrí un día. Cruzo Avenida del Paralelo, y me decido a bajar caminando por la Calle Tamarit hacia el Mercado San Antonio.

A estas horas de la mañana es un paseo poco entretenido, todo está cerrado a excepción de los Bancos y algún quiosco. Al ver el banco recuerdo que tengo que comprobar como va el asunto del crédito para la Universidad. Sigo caminando, atravieso la Calle del Sant Antoni Abad, por la que sigo caminando hasta que se transforma en la Calle Hospital. Lo que la gente llama el “Barrio Chino” es una de mis zonas favoritas para pasear, si hay algo que me gusta de Barcelona es el casco antiguo. Dejo atrás una capilla restaurada hace no mucho, situada en la Plaza Pedró y me río al recordar el día que entré allí y oí un sermón que flotaba en el aire. En aquel momento pensé “qué impresionante la modernización de la capilla” que ahora dejaba los sermones grabados, y la gente iba a escuchar al párroco. Cuando sonreía, una mujer me preguntó el motivo y yo le comenté divertida que me parecía gracioso que dejaran las sesiones grabadas con la música. La señora, mientras se echaba a reír ante mi peculiar comentario, me apuntó que el párroco estaba sentado y que estaba hablando por micrófono, aunque el fondo musical en sí, estaba grabado. Creo recordar que lo siguiente que pasó fue que salí toda ruborizada del lugar, con la señora detrás que no podía contener su risa. Qué tiempos aquellos. Hacía 4 años y recordaba el incidente como si fuera ayer.

Al llegar a las Ramblas paro a comprar un periódico para mirar las ofertas de empleo. Atravieso el corazón de la ciudad a ritmo ligero, pasando por la Calle de la Boquería y la Calle del Call hasta llegar a la Plaça Sant Jaume. Tengo tiempo, pero no lo bastante como para pulular por la zona de la Catedral. Esa es una de las partes que más echaba de menos cuando viajaba a Madrid, con su arquitectura gótica, y las callejuelas y los músicos que tocaban amenizando el paseo de los transeúntes, mientras pintores anónimos, noveles y quizás alguno conocido, cosa que jamás sabré, inmortalizaban lo que capturaban con su vista. Dejando todo esto atrás, cruzo Vía Layetana a toda prisa intentando no morir atropellada por la gente que se cree que eso es una autopista, y todo recto siguiendo la Calle Princesa, veo aparecer ante mí el Parque de la Ciudadela, un sitio increíble para pasear y leer. Me recuerda en cierto modo al Retiro madrileño, y aunque no es ni mucho menos tan grande, sí tiene un aire.

Es un día soleado, aun hace calor y llevo manga corta, y las hojas exteriores del periódico están marcadas por el sudor de mis dedos, ahora con la yema negra por la tinta que se desprende del papel. En vez de girar por el Paseo Picasso y entrar en la facultad, cruzo decidida a sentarme en algún banco del Parque y echar un vistazo a los clasificados, al aire libre.

Encuentro mi lugar favorito, cerca del estanque, viendo pasar las barcas de la gente ociosa que rema en el lago del Parque de la Ciudadela, bajo un cielo azul resplandeciente. A pesar de que para mí han empezado las clases y estoy buscando trabajo, aun hay quien degusta sus últimos días estivales.

Dejo mis momentos de ensoñación para dedicarme a la ardua tarea de la búsqueda de trabajo. Soy consciente de que mi primer empleo no será ese puesto con el que he estado soñando durante mis tres años de carrera, así que busco algo más realista como es un trabajo de administrativa, remarco tres de ellos, y me pongo a llamar para pedir hora, también resalto alguno de camarera de fin de semana.

Cuando acabo, miro el reloj... Son las doce, hora de ir a clase, así que atravieso rápidamente el parque y entro en ese edificio de color gris claro, cuyas ventanas acristaladas ocupan casi toda la pared, y que guarda en su interior las aulas donde se imparte la carrera de Comercio Exterior que siempre me ha llamado tanto la atención. Estoy a cuatro, tres, dos, un metro, y atravieso la puerta. Me parece estar sentada ya, en clase de japonés, y estudiando economía en inglés.
La ilusión de mi vida siempre ha sido poder desarrollar mi carrera profesional en una empresa con raíces en Japón. Subo las escaleras y abro la puerta de madera maciza, entrando en el aula, mientras aparece por la puerta una señora bastante más bajita que yo, que me hace decir: “Watashi wa Ysondra desu” (mi nombre es Ysondra) y así empiezo a construir lo que quiero que sea mi futuro. Para eso lucho, para conseguir mis entrevistas de trabajo, para poder pagar el pasaporte hacia un mundo maravilloso y aun por explorar. La agradable mujer de ojos rasgados nos reparte fotocopias de apuntes de su idioma, y cada frase nueva que aprendemos suena a magia. Estar aquí es maravilloso, y las dos horas pasan de largo como si fueran quince minutos.
Vuelvo a casa flotando. No camino, yo vuelo por el aire: estoy contenta, feliz, tan radiante, tan emocionada y orgullosa de haber podido llegar hasta aquí, de haber pasado las pruebas de admisión... El cielo es azul, el día brillante y estoy tan pletórica que parece que voy a explotar. Ojalá todos los días fueran así.

Cuando llego a casa, voy corriendo a mi cuarto, después busco a mi madre para contarle lo que he hecho en el día, deseando poder compartir mi dicha con alguien, así que la encuentro pasando la biblioteca (donde está ese desconocido que es mi progenitor enganchado a la red), en su cuarto, y le sonrío. Pero cuando la miro ella no está feliz, no tiene cara de buenas nuevas y por algún motivo, me da miedo...

Me mira a los ojos con su rostro cansado de tanto trabajar sin descansar, con su vida de autónoma y horarios infernales, abre la boca y por un segundo hubiera querido salir corriendo de allí a refugiarme a mi habitación, pero ella es más rápida y me lo dice primero: “Ysondra, no te van a dar el préstamo”.

¡Pammmmmmmmm! La frase me atraviesa plenamente como un disparo. Es la noticia más cercana a la cadena perpetua que me podrían haber dado. Me mareo y todo parece estar deshaciéndose a mi alrededor, el mundo empieza a volverse negro por segundos y mi cuerpo pesa horriblemente. De repente estoy cansadísima. Cuando la vista se me nubla y sé que estoy cercana a caer, me apoyo contra la cómoda de madera de mi madre. Necesito algo sólido que tocar, que sentir, algo que me impida caer al suelo. Nunca jamás tengo que dejarme caer.
La miro, y sin decir nada me voy a mi habitación. Me tropiezo con ese maldito obstáculo que hay cerca de la cama. Dios mío, la vida es injusta, el mundo es cruel y odio a mis padres, por no ser aval suficiente para poder pedir el préstamo que yo quería pagar sola para acabar mis estudios. Sí, la vida nunca sale como la tienes planeada, e incluso las cosas que parecen estar bajo control se desatan en un segundo por el lugar más insospechado.

Pesada como una roca me dejo caer sobre el montón desordenado de ropa que yace sobre mi cama. Me asalta un mar de dudas, ¿qué voy a hacer?. Como no sé que hacer en absoluto, cojo mi portátil y conecto a Internet, para hablar con los amigos un rato. ¿No es curioso, acaso? A veces pienso seriamente que a nuestra generación debería estudiarla un sociólogo. Miles de personas, millones, que le dan a un botón y pulsan unas teclas formando palabras en detrás de un cristal y a pesar de vivir en el lugar más recóndito del mundo, sienten que no están solas. Desahogo mis penas hablando con los amigos, que me animan a buscar un trabajo a jornada completa, para ahorrar un poco y el año siguiente quizás poder pedir un préstamo nuevamente, ya que tendré un historial bancario que me avale, con una nómina que me permita pagarme la matrícula (me río amargamente –por no llorar- ante el comentario que le hizo el director del banco a mi madre, que para darme un préstamo de 6.000 € al año, 12.000 € en total, yo debería ganar 12.000 € anuales, y ante eso doy gracias por no haber estado yo presente, ya que probablemente hubiera saltado encima del buen hombre, que no tiene la culpa de enfrentarse a mi ira. Me pregunto, ¿acaso si ganara ese dinero habría necesitado un préstamo? ¡Pues claro que no! ¡Estaría estudiando felizmente este año! ¡Gracias humanidad, por enviar mis ilusiones a Plutón! ¡ Gracias banco, por no darme ese préstamo! *resignación*). Conecto a una página de trabajo por Internet (medito a cerca de que Internet es EL invento de este siglo, tal como lo definió un amigo), y por inercia voy enviando currículums, reconociendo que es más sencillo encontrar trabajo a jornada completa.

Llega la noche, y estoy autista, estoy tan enfadada e ida que ni siquiera jugar con Mhollito me relaja. Mi gato es un santo: le apreté, le estiré de la cola, le mordí las orejas, y ahí siguió él, como buen gato valiente que es. Por un segundo me comparo con un gato: yo también sé caer de pie. Sin saber porqué me animo, quien sabe, tal vez pasado mañana me llamen de algún trabajo.

No hay comentarios: