Es de día, es fin de semana, lo se porque El Bicho de la Casa está gritando por la cocina, mientras atropella algún que otro gato que cohabita con nosotros en nuestros 90 m2 de mundo de alquiler, en calidad de “ocupas”. Contra todo pronóstico ninguno de los animales peludos ha decidido hacerse dueño de La Maldita Caja.
Mientras me desperezo la miro, y caigo en la cuenta de que no la he abierto aun. Por un momento viene a mi memoria la historia de la Caja de Pandora, y decido que está muy bien así cerrada como un elemento más de decoración en mi cuarto, entre el desorden del cual no va a distinguirse especialmente.
Con una cierta sensación de hambre en el estómago y con la boca haciéndoseme agua ante la perspectiva de un buen desayuno de crepes caseras y una Cocacola bien fría (hábito poco frecuente, entre la gente, pero muy necesario para mi funcionamiento diario), abro la puerta de la cocina a la par que una manada de gatos domésticos pasa sobre mí, cual manada de búfalos en estampida, para salir corriendo e invadir el resto de la casa. Segundos más tarde se oye el grito desgarrado de mi madre inquiriendo quien ha dejado salir los gatos. Por una vez no puedo echarle la culpa a mi hermano, que está con ella en la habitación. Una lástima.
Media hora de trabajo en la cocina para que los resultados mueran devorados en poco menos de 5 minutos, a manos de los componentes de mi familia. El mayor fan de mis artes culinarios, El Bicho de la Casa. Resignación, ese es el único sentimiento que me llena.
Con la botella de Cocacola de dos litros bajo el brazo, unas crepes y un trapo en la otra mano me vuelvo a lo que me gusta considerar mi castillo (lástima que la realidad supera la ficción y no sólo no tengo foso sino que me faltaría una puerta de madera maciza, infranqueable con puente levadizo... Soñar es gratis). Como buen humano, poseedor de costumbres diarios, enciendo mi ordenador y conecto a internet para hablar con mi gente. Todo está en calma.
Aparece una bola blanca y negra, peluda, muy mullida, que enrosca su cola alrededor de mi pierna, para acto seguido saltar sobre la cama y plantificar su maravillosa e impresionante estampa ante la pantalla de mi portátil. Mhollito, mi gato(es decir, el que yo considero MI gato de los 8 inquilinos felinos de la casa), acaba de decidir que contemplar su visión recortada ante mi TFT de 15 pulgadas es más interesante que aporrear las teclas, y de paso aprovecha para robar un trozo de “crep”. Hace tiempo descubrí que los bigotudos eran omnívoros.
Aparto suavemente a Mhollito de delante de mi pantalla mientras le hago mimos vaya que se sienta ofendido y ello repercuta en nuestra convivencia, y sigo a lo mío. Supongo que él echa de menos la tele tanto como yo, por motivos distintos, claro está: yo porque no veo los dibujos de la mañana y él porque no tiene donde subirse y estirarse, mientras deja caer su lánguida pata y su peluda cola delante de la pantalla a modo de escobilla limpiacristales. Me pregunto a veces si no tendrá algún trauma de estrella de cine. El caso es que la televisión la tienen ahora mis padres en su habitación. Eso es así porque en los últimos dos años me he dedicado a viajar una vez al mes a Madrid, y en una de mis vueltas a casa descubrí que me habían cambiado su televisor prehistórico por el mío renacentista, aunque no moderno.
El resto del fin de semana pasa sin pena ni gloria, como el sábado. No sé cómo me doy cuenta de que se acaba el domingo, antes se sabía por los partidos de fútbol pero como ahora hay partidos cada día, eso ya no me sirve como indicativo.
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