Y con esto, dejo de colocar cosas de este buen hombre... Pero no sin recomendar una vez más que le leais xD
Mientras estaba en el médico esta tarde - noche, leí varias historias salteadas, y es... Una caja de sorpresas el libro. Tiene historias para todo.
Creo que me va a gustar porque me coge en un momento de "profunda introspección" xD =)
****
El barrendero de sueños
Cuando se han acabado los sueños, cuando te has despertado y has dejado el mundo de locura y gloria por el yugo mundano y diurno, a través de los escombros de tus fantasías abandonadas camina el barrendero de sueños.
¿Quién sabe lo que era cuando estaba vivo? O si, en realidad, estuvo vivo alguna vez. Seguro que no contestará tus preguntas. El barrendero habla poco, con su voz áspera y gris, y, cuando habla, es más que nada sobre el tiempo y las perspectivas, victorias y derrotas de ciertos equipos deportivos. Desprecia a todo el que no es él.
Justo cuando te despiertas viene a ti y barre y recoge reinados y castillos, y ángeles y búhos, montañas y océanos. Barre la lujuria y el amor y los amantes, los sabios que no son mariposas, las flores de carne, el correr de los ciervos y el hundimiento del Lusitania. Barre y recoge todo lo que dejaste en tus sueños, la vida que llevabas puesta, los ojos por los que mirabas, el examen que nunca pudiste encontrar. Uno a uno los barre: la mujer de dientes afilados que te hundió los dientes en la cara; las monjas de los bosques; el brazo muerto que salio del agua tibia del baño; los gusanos escarlata que te recorrían el pecho cuando te abriste la camisa.
Lo barrerá y recogerá: todo lo que dejaste al despertar. Luego, lo quemará, para dejar el escenario limpio para tus sueños de mañana.
Trátale bien, si le ves. Sé educado con él. No le hagas preguntas. Aplaude las victorias de sus equipos, dile cuánto sientes sus derrotas, dale la razón respecto al tiempo. Tenle el respeto que él opina que se le debe.
Porque hay personas a las que ya no visita, el barrendero de sueños, con sus cigarrillos liados a mano y su dragón tatuado.
Las has visto. Les tiembla la boca y sus ojos miran fijamente, y farfullan y lloriquean y gimotean. Algunos recorren las ciudades vestidos con andrajos, sus pertenencias bajo los brazos. Otros están encerrados en la oscuridad, en lugares donde ya no pueden hacer daño, ni a ellos mismos ni a otros. No están locos, o mejor dicho la pérdida de juicio es el menor de sus problemas. Es peor que la locura. Te lo dirán, si les dejas: son los que viven, cada día, en los escombros de sus sueños.
Y si el barrendero de sueños te abandona, nunca volverá
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9/06/2007
Humo y Espejos, Introducción por Neil Gaiman
<<-Quiero decir -dijo ella-, que uno no puede evitar hacerse mayor.
-Quizá uno no pueda -dijo Humpty Dumpty-, pero dos sí. Con la ayuda adecuada, podrías haberte quedado en los siete años.>>
-Lewis Carroll, "A través del espejo"
Introducción
Lo hacen con espejos. Es un cliché, por supuesto, pero también es verdad. Los magos los han estado utilizando, colocados normalmente en un ángulo de cuarenta y cinco grados, desde que los victorianos comenzaron a fabricar espejos fiables y claros en grandes cantidades, hace bastante más de cien años. John Nevil Maskelyne empezó, en 1862, con un armario que, gracias a un espejo colocado con astucia, ocultaba más de lo que dejaba ver.
Los espejos son objetos maravillosos. Parece que digan la verdad, que nos devuelvan el reflejo de la vida; pero pon uno en la posición adecuada y mentirá tan convincentemente que creerás que algo ha desaparecido sin dejar rastro, gente escondida tras los bastidores o en el foso son fantasmas que flotan sobre el escenario. Oriéntalo bien y el espejo se convierte en una ventana mágica; mostrará cualquier cosa que puedas imaginarte y quizá algunas que no puedas.
(El humo difumina los bordes de las cosas.)
Los cuentos son, de un modo u otro, espejos. Los usamos para explicarnos cómo funciona el mundo o cómo no funciona. Igual que los espejos, los cuentos nos preparan para el día venidero. Nos distraen de las cosas que hay en la oscuridad.
La fantasía, y toda la ficción es una fantasía de un tipo u otro, es un espejo. Un espejo deformante, desde luego, y ocultador, si está colocado a cuarenta y cinco grados de la realidad, pero aun así no deja de ser un espejo, que podemos utilizar para decirnos cosas que tal vez de otro modo no entenderíamos. (Los cuentos de hadas, como dijo una vez G.K. Chesterton, son más que verídicos. No porque nos digan que los dragones existen, sino porque nos dicen que a los dragones se les puede vencer.)
El invierno ha empezado hoy. El cielo se ha vuelto gris y se ha puesto a nevar y no ha dejado de hacerlo hasta bastante después de que anocheciera. Estaba sentado en la oscuridad y miraba la nieve que caía, y los copos brillantes con luz trémula mientras bailaban entrando y saliendo de la luz, y yo me preguntaba de dónde venían las historias.
Éstas son las cosas que uno se pregunta cuando se gana la vida inventando historias. Sigo sin estar convencido de que sea la actividad más apropiada para un adulto, pero ahora es demasiado tarde: parece que tengo una carrera con la que disfruto y que no supone levantarse demasiado pronto por la mañana (Cuando era pequeño, los mayores solían decirme que no me inventara cosas y me advertían de lo que me sucedería si lo hacía. Que yo sepa, hasta ahora parece que supone hacer muchos viajes al extranjero y no tener que levantarse demasiado pronto por la mañana.)
[...]
****
Este libro no tiene desperdicios, si se presenta la ocasión, hay que leerlo... Y no hay que dejar escapar tampoco "Stardust".
Neil Gaiman es un alma sensible.
-Quizá uno no pueda -dijo Humpty Dumpty-, pero dos sí. Con la ayuda adecuada, podrías haberte quedado en los siete años.>>
-Lewis Carroll, "A través del espejo"
Introducción
Escribir es volar en sueños.
Cuando te acuerdas. Cuando puedes. Cuando funciona.
Es así de fácil.
- Libreta del autor, febrero de 1992
Lo hacen con espejos. Es un cliché, por supuesto, pero también es verdad. Los magos los han estado utilizando, colocados normalmente en un ángulo de cuarenta y cinco grados, desde que los victorianos comenzaron a fabricar espejos fiables y claros en grandes cantidades, hace bastante más de cien años. John Nevil Maskelyne empezó, en 1862, con un armario que, gracias a un espejo colocado con astucia, ocultaba más de lo que dejaba ver.
Los espejos son objetos maravillosos. Parece que digan la verdad, que nos devuelvan el reflejo de la vida; pero pon uno en la posición adecuada y mentirá tan convincentemente que creerás que algo ha desaparecido sin dejar rastro, gente escondida tras los bastidores o en el foso son fantasmas que flotan sobre el escenario. Oriéntalo bien y el espejo se convierte en una ventana mágica; mostrará cualquier cosa que puedas imaginarte y quizá algunas que no puedas.
(El humo difumina los bordes de las cosas.)
Los cuentos son, de un modo u otro, espejos. Los usamos para explicarnos cómo funciona el mundo o cómo no funciona. Igual que los espejos, los cuentos nos preparan para el día venidero. Nos distraen de las cosas que hay en la oscuridad.
La fantasía, y toda la ficción es una fantasía de un tipo u otro, es un espejo. Un espejo deformante, desde luego, y ocultador, si está colocado a cuarenta y cinco grados de la realidad, pero aun así no deja de ser un espejo, que podemos utilizar para decirnos cosas que tal vez de otro modo no entenderíamos. (Los cuentos de hadas, como dijo una vez G.K. Chesterton, son más que verídicos. No porque nos digan que los dragones existen, sino porque nos dicen que a los dragones se les puede vencer.)
El invierno ha empezado hoy. El cielo se ha vuelto gris y se ha puesto a nevar y no ha dejado de hacerlo hasta bastante después de que anocheciera. Estaba sentado en la oscuridad y miraba la nieve que caía, y los copos brillantes con luz trémula mientras bailaban entrando y saliendo de la luz, y yo me preguntaba de dónde venían las historias.
Éstas son las cosas que uno se pregunta cuando se gana la vida inventando historias. Sigo sin estar convencido de que sea la actividad más apropiada para un adulto, pero ahora es demasiado tarde: parece que tengo una carrera con la que disfruto y que no supone levantarse demasiado pronto por la mañana (Cuando era pequeño, los mayores solían decirme que no me inventara cosas y me advertían de lo que me sucedería si lo hacía. Que yo sepa, hasta ahora parece que supone hacer muchos viajes al extranjero y no tener que levantarse demasiado pronto por la mañana.)
[...]
****
Este libro no tiene desperdicios, si se presenta la ocasión, hay que leerlo... Y no hay que dejar escapar tampoco "Stardust".
Neil Gaiman es un alma sensible.
Virus, por Neil Gaiman
Imagen perteneciente a la saga de .Hack Sign
Me tomo la licencia de dejar aquí un cuento de Neil Gaiman que me ha impactado mucho.
Se me había pasado por la cabeza colgarlo en la web de mi clan de Warcraft, porque estamos pasando momentos delicados, pero dado que da mucho que pensar, se me ocurrió que no era la mejor ocasión, aunque el texto es brillante. Así que me decidí por ponerlo en mi espacio personal que es menos peligroso.
Cuando las cosas vuelvan a su sitio igual lo pongo.
Ya se sabe, la gente empieza a pensar, y ello conduce a una hecatombe mundial.
No obstante, tengo que decir que estoy leyendo un libro (soy adicta a la lectura, qué le vas a hacer...) de este hombre.
Desde que le conocí en Sandman, he pensado que Neil Gaiman es un buen dios de la literatura.
De sus libros, el que más me gusta hasta el momento es "Stardust", pero hoy encontré en Fnac uno que se llama "Humo y Espejos", antología de relatos cortos suyos... Y no tiene desperdicio.
Quería compartir una historia en concreto y luego transcribiré la introducción del libro -que no el cuento-, que a mí me ha calado mucho.
A quien ande aburrido, le recomendaría que le lea. Es un tipo peculiar, una mente brillante y un escritor increíble.
Este cuento, por ejemplo, es real como la vida misma. Y por eso, igual de duro.
****
VIRUS
Introducción, por Neil Gaiman
"Este cuento lo escribí para Digital Dreams ("Sueños Digitales") de David Barrett, una antología de ficción informática. Ya no juego a muchos videojuegos. Cuando lo hacía, me di cuenta de que los juegos tendían a ocupar áreas de mi cabeza. Caían bloques u hombrecitos corrían y saltaban detrás de mis párpados cuando me iba a dormir. En general solía perder, incluso cuando jugaba con mi mente. Este cuento surgió de aquello".
Había un juego de ordenador, me lo dieron,
uno de mis amigos me lo dio, él jugaba,
dijo, es genial, deberías jugar,
y lo hice, y lo era.
Lo copié del disquette que me dio
para cualquiera, quería que todo el mundo lo jugara.
Todo el mundo debería pasárselo así de bien.
Lo envié por la red a tablones de anuncios
pero principalmente se lo envié a todos mis amigos.
(Contacto personal. Así es como me lo habían dado a mí.)
Mis amigos eran como yo: a algunos les daban miedo los virus,
alguien te daba un juego en un disquette y a la semana siguiente
o en viernes 13
te reformateaba el disco duro o te corrompía la memoria.
Pero éste nunca lo hizo. Éste era segurísimo.
Empezamos a jugar:
Cuanto mejor juegas más difícil se vuelve el juego;
quizá no ganes nunca pero puedes llegar a ser bastante bueno.
Yo soy bastante bueno.
Por supuesto que tengo que pasar mucho tiempo jugando.
También lo pasan mis amigos. Y sus amigos.
Y las personas que te encuentras, las ves,
que andan por las autopistas viejas
o hacen cola, lejos de sus ordenadores,
lejos de las salas de juegos que surgieron de la noche a la mañana,
pero que lo están jugando en su cabeza mientras tanto,
combinando formas,
cavilando sobre curvas, poniendo colores junto a colores,
girando señales hacia secciones nuevas de la pantalla,
escuchando la música.
Claro que sí, la gente piensa en él, pero sobre todo lo juega.
Mi record son dieciocho horas seguidas.
40.012 puntos, 3 fanfarrias.
Juegas a pesar de las lágrimas, el dolor de la muñeca, el hambre,
después de un rato
todo desaparece.
Todo menos el juego, debería decir.
Ya no me queda sitio en la mente: sitio para otras cosas.
Copiamos el juego, se lo dimos a nuestros amigos.
Transciende el lenguaje, ocupa nuestro tiempo,
a veces creo que últimamente me olvido de cosas.
Me pregunto qué le pasó a la TV. Antes había TV.
Me pregunto qué pasará cuando me quede sin comida enlatada.
Me pregunto adónde ha ido toda la gente. Y entonces me dio cuenta de que, si soy lo bastante rápido, puedo poner un cuadrado negro junto a una línea roja,
duplicarlo y hacerlos girar para que ambos desaparezcan,
duplicarlo y hacerlos girar para que ambos desaparezcan,
despejando el bloque izquierdo
para que suba una burbuja blanca…
(Así que ambos desaparecen.)
Y cuando la electricidad se apague para siempre entonces
lo jugaré en la cabeza hasta que me muera.
Perdida en:
Cuentos - Varios Autores,
Neil Gaiman
7/03/2006
Ayuda a Peter Beagle (Hasta 12 de julio)
Buenos días.
Bueno, estoy en un momento de vagancia extrema, no sé si a causa del calor o qué, y llevo sin actualizar un tiempito. Sigo con muchas ideas en la cabeza, pero no me centro muy bien... Y la playa me tira más que nada el fin de semana.
Dejo este post ya que hace poco colgué a historia de “La Naga”, de Peter Beagle. De resultas de ello, recibí un mail de la editorial que le publica en Estados Unidos, solicitando que simplemente “queotee” algunas partes de la historia, así que en breve procederé a resumir la historia y dejar algunos trocitos.
Quien quiera leerla entera, podrá hacerlo buscando el libro “Homenaje a Tolkien” que en España fue publicada por Timun Mas, y que así mismo salió a la luz en la colección de venta en quioscos de “Grandes Autores de la literatura fantástica” en dos tomos. Esta historia se encuentra en el segundo tomo de dicha colección.
Peter Beagle es un autor poco reconocido, que hace poco más de dos semanas perdió a un ser muy querido: su madre, que contaba con 100 años de edad. Está luchando por que se le reconozcan sus derechos de autor sobre algunas obras, por lo que a fecha de hoy sigue luchando.
Su editor ha creado una página en inglés en la que explica todos los detalles de estos hechos, y en los que hay una pequeña sección dedicada a la madre del Sr. Beagle.
Si alguien quiere pasar y firmar prestándole su apoyo a este maravilloso creador de sueños, puede pasar por el siguiente link, donde encontrará a media página el “here” donde puede firmar.
Muchas gracias por adelantado, a quienes puedan/quieran contribuir. El plazo es hasta el 12 de julio, día en el que se cerrará la página a más firmas.
http://www.conlanpress.com/html/youcanhelp.html http://www.conlanpress.com/html/fans_speak.html
Sobre la madre de Peter Beagle:
http://www.conlanpress.com/html/rebecca_beagle.html
Mi más sincero pésame al Sr. Beagle, desde este minúsculo blog, y muchísimas gracias por esas historias tan hermosas.
Bueno, estoy en un momento de vagancia extrema, no sé si a causa del calor o qué, y llevo sin actualizar un tiempito. Sigo con muchas ideas en la cabeza, pero no me centro muy bien... Y la playa me tira más que nada el fin de semana.
Dejo este post ya que hace poco colgué a historia de “La Naga”, de Peter Beagle. De resultas de ello, recibí un mail de la editorial que le publica en Estados Unidos, solicitando que simplemente “queotee” algunas partes de la historia, así que en breve procederé a resumir la historia y dejar algunos trocitos.
Quien quiera leerla entera, podrá hacerlo buscando el libro “Homenaje a Tolkien” que en España fue publicada por Timun Mas, y que así mismo salió a la luz en la colección de venta en quioscos de “Grandes Autores de la literatura fantástica” en dos tomos. Esta historia se encuentra en el segundo tomo de dicha colección.
Peter Beagle es un autor poco reconocido, que hace poco más de dos semanas perdió a un ser muy querido: su madre, que contaba con 100 años de edad. Está luchando por que se le reconozcan sus derechos de autor sobre algunas obras, por lo que a fecha de hoy sigue luchando.
Su editor ha creado una página en inglés en la que explica todos los detalles de estos hechos, y en los que hay una pequeña sección dedicada a la madre del Sr. Beagle.
Si alguien quiere pasar y firmar prestándole su apoyo a este maravilloso creador de sueños, puede pasar por el siguiente link, donde encontrará a media página el “here” donde puede firmar.
Muchas gracias por adelantado, a quienes puedan/quieran contribuir. El plazo es hasta el 12 de julio, día en el que se cerrará la página a más firmas.
http://www.conlanpress.com/html/youcanhelp.html http://www.conlanpress.com/html/fans_speak.html
Sobre la madre de Peter Beagle:
http://www.conlanpress.com/html/rebecca_beagle.html
Mi más sincero pésame al Sr. Beagle, desde este minúsculo blog, y muchísimas gracias por esas historias tan hermosas.
6/29/2006
La aprendiza del mago - Karen Haber
Dejo también esta historia, es de mis cuentos cortos favoritos :)
*****************************
La aprendiza del mago - Karen Haber
Hacía frío en la sala de techo alto y abovedado de la casa del mago Néstor. El fuego se había reducido a un mortecino rescoldo, y un viento helado silbaba a través de un agujero de la ventana y sonaba entre las vigas.
El hechicero había estado estudiando su libro de magia, enfrascado en las runas antiguas, borrosas, hasta que el calor del fuego lo había adormecido. El libro de magia con cantos dorados yacía abierto sobre su regazo. Ahora, despertado repentinamente por una ráfaga fría, se incorporó con brusquedad en el asiento, cortándose en su garganta un ronquido inacabado, y miró alrededor de la habitación. Temblando de frío, se arrebujó en su túnica de pieles blancas, cerró con un golpe seco el libro que tenía en el regazo, y se puso de pie. Sus botas negras, desgastadas, crujieron: eran viejas y necesitaban una buena mano de grasa.
El mago Néstor era un hombre nervudo, añoso, con una aureola de cabello blanco, barba larga y cana que se iba estrechando hacia la punta, y ojos de color gris claro con una pizca de azul en sus profundidades. Su piel estaba surcada de arrugas, como la fina corteza marrón de un árbol. De hecho, era bastante más viejo que el árbol más antiguo de la montaña Fennet. Pero Néstor se movió ahora con la energía de un hombre la mitad de joven que él.
-Fuego -refunfuñó-. El conjuro para el fuego. Vamos, lo sabes tan bien como tu propio nombre. -Se volvió hacia la oscura chimenea, con los brazos levantados, y articuló tres sílabas cortas y ásperas, con la voz de una gran ave de rapiña, y a continuación un sonido breve y silbante. Las llamas surgieron de inmediato, e iluminaron el rostro del mago con un fulgor anaranjado. Él asintió con satisfacción, haciendo mecer la barba sobre su pecho, y acercó sus dedos, largos y sarmentosos, hacia el chisporroteante calor-. ¡Así le salgan viruelas a ese Jotey! -dijo-. ¡Pagar así mi confianza! ¡Cría cuervos...! Se larga y me deja colgado, y tengo que encargarme de todo. -Néstor cogió la tetera de hierro, la llenó con agua del cubo que había junto a la chimenea, y la puso a calentar en su brasero.
El agua apenas empezaba a hervir en la tetera cuando la puerta de la casa chirrió sobre sus viejos goznes y se abrió lentamente. Era Renno, el sirviente del mago desde hacía muchos años, envuelto en su capa de piel gris. Era un hombre pequeño, enjuto, que llevaba el cabello, negro como carbón, peinado hacia atrás y trenzado en una gruesa coleta que le llegaba hasta la mitad de la espalda. Sus ojos eran negros como el azabache, sus mejillas rubicundas, y su nariz bulbosa, brillante, excesivamente llamativa. Guardaba un gran parecido con los muñecos que ofrecían los vendedores de amuletos en el mercado de Rondish los días festivos. A su lado había otra figura pequeña de aspecto tímido, cuyos rasgos quedaban ocultos casi por completo bajo la capa negra, de tejido tosco, demasiado grande para su tamaño. Néstor comprendió que se trataba del nuevo aprendiz.
-Bien -dijo-. Lo has traído.
-Oh, hombre sabio... -empezó Renno mientras levantaba las manos.
-No te quedes parado en la puerta, Renno. Ya hace bastante frío aquí dentro. Entra y cierra. Cuanto antes entréis en calor, antes podremos poner al chico a trabajar en sus tareas.
-Poderoso y gran mago...
-¡Deja de farfullar, hombre! Y deja de moverte a mi alrededor como un pato mareado. Venid. Venid los dos, y acercaos al fuego para entrar en calor. -El mago puso otras dos tazas junto a la suya y vertió en ellas la fragante infusión, humeante y dorada, de la tetera de hierro.
El sirviente abrió la boca otra vez, como si fuese a argumentar algo, pero después se encogió de hombros, la volvió a cerrar, y se acerco al fuego. La pequeña figura de la capa hizo un alto para cerrar la puerta antes de seguir a Renno hacia la chimenea.
- Té ardiente -dijo el mago-. Aquí tenéis. Bebedlo. En noches como hace entrar en calor hasta el alma.
Una mano pequeña salió de debajo de la capa y cogió una de las tazas.
--Tómatelo todo mientras está caliente -indicó el mago con tono afable Era mejor empezar con amabilidad cuando se enseñaba a un nuevo aprendiz.
La mano subió la taza hasta la capucha e, inclinándola, la vació sin hacer una pausa. El recién llegado soltó la taza, en la que no quedaba ni una gota.
-Buen apetito -comentó el mago a Renno-. Crecerá como un tubo de vidrio soplado.
Las pequeñas manos retiraron la capucha en ese momento. Una espesa mata de cabello pelirrojo y rizado quedó a la vista, y reflejó la luz titilante del fuego. Unos ojos, azules y brillantes, se alzaron hacia el mago y parpadearon, y unos labios sonrosados esbozaron una sonrisa tímida.
-Me llamo Dora-dijo la aprendiza con voz queda-. ¿Viviré aquí?
Néstor soltó su taza de té con tanta brusquedad que el hierro tintineó contra las piedras verdes del hogar. Se volvió hacia Renno y encontró al sirviente muy afanado, repentinamente, con el arcón donde guardaban la leña.
-¿Qué es esto? -demandó el mago.
-¿Qué es qué, amo? -preguntó Renno, procurando esquivar el rostro.
-Esto.
El mago señaló a la chiquilla.
-No sé a qué...
El mago suspiró, soltando el aire con fuerza.
-No te hagas el tonto conmigo, Renno. Puede que seas algo bobo, pero no creo que seas estúpido. Me has traído una chica, y yo específiqué un chico, ¿no?
-Sí, amo. -La expresión de Renno era sumisa.
-Entonces ¿por qué veo una chica?
-Amo -la voz del sirviente era aún más sumisa-, no había ningún chico disponible.
-¿Ninguno?
-Los torneos del duque atraen a Borbant a todos los muchachos jovenes -dijo Renno-. En el mercado no pude encontrar más que hombres viejos y cansados, y niños acabados de destetar. e incluso éstos eran increíblemente caros.
Néstor lo miró fijamente.
-¡Mejor un hombre viejo que una chiquilla boba! ¿Qué voy a hacer con ella, Renno? Dime: ¿qué mago tiene de aprendiz a una chica? ¿Qué dirán en el cónclave de mediados de mes? -El hechicero sacudió la cabeza con rabia-. Tendrás que devolverla.
-¿Devolverla? -Los oscuros ojos de Renno se ensombrecieron_ ¡No podéis decirlo en serio, amo! El mercado está cerrado ahora, y no tiene ningún sitio adonde ir. Es huérfana. No tiene a nadie. ¡No podemos echarla a la calle, al frío de la noche!
-¡Bah, eres un sentimental y un chiflado! -gruñó Néstor-. Es lo que siempre he dicho. Y es lo que siempre has sido.
La expresión de Renno era profundamente contrita.
-Eso es cierto. Jamás me atrevería a negarlo.
-¡No empeores las cosas con tu bobalicona actitud aquiescente! -tronó el mago-. ¿Cómo vamos a quedarnos con ella? ¿Para qué nos vale? Te pregunto a ti: ¿para qué sirve?
-Bueno, podría intentar enseñarle unas cuantas cosas...
Los ojos del mago se habían tornado acerados y fríos.
-Enseñarle, ¿qué?
-Cosas. -El sirviente bajó la vista al suelo entarimado-. Puede aprender. Un poco, por lo menos.
Néstor no estaba seguro de si la expresión de Renno era realmente contrita o simplemente astuta.
-En cualquier caso, puede dejar que se quede aquí hasta el próximo día de mercado -continuó el sirviente-. Será a final de mes. Entonces la llevaré y la venderé.
-¡Pero eso es después del cónclave! -dijo Néstor-. ¿Qué voy a hacer en la gran asamblea? ¿Presentarme ante mis colegas sin un aprendiz que me ayude?
-Podría adiestrarla.
-¿En la hechicería?
-Es lo que tenía pensado, amo. No estaría bien asistir al cónclave sin un aprendiz. -Renno hizo una pausa-. Sobre todo sí Dalbaeth está allí, esperándolo.
Néstor frunció el entrecejo.
-¡Bah! Deja que sea yo quien se preocupe de Dalbaeth. Ese tipejo nunca me ha perdonado que derrotara a su padre hace mucho tiempo. Pero no te preocupes. Puedo ocuparme de él, con aprendiz o sin él. -Néstor se volvió y bajó la vista hacia Dora. Sacudió la cabeza- Además, fíjate lo pequeña que es. Y esas manos, tan diminutas... No
sirven para hacer conjuros. Probablemente ni siquiera sirvan para los quehaceres domésticos.
-Eso no es verdad -protestó Dora-. Puedo limpiar. Y cocinar. Póngame a prueba.
El mago la miró de hito en hito, pensativo, con un destello azulado en sus ojos grises. El aullido del viento pareció hacerse más y más intenso. La chiquilla esperó, sosteniéndole la mirada sin asomo de miedo.
-Oh, de acuerdo -dijo Néstor-. Supongo que no puedo echarte en plena noche, ¿no? Puedes dormir en ese catre, al lado de la chimenea, niña. Y no quiero oírte decir ni pío, ¿está claro? Tengo que hacer un trabajo importante, y no quiero que me moleste una mocosa parlanchina.
-Yo no soy una mocosa parla... lo que sea -repuso. Y de inmediato, levantando la cabeza en un gesto digno, recogió las tazas de té y las metió en el fregadero de piedra blanca, colocado sobre su robusto de madera. Se dedicó afanosa a fregarlas y secarlas. Cuando hubo terminado, las tazas brillaban a la luz de las velas, más limpias de lo que lo habían estado en todo el invierno. Sin pronunciar una palabra más, la chiquilla se subió al catre de juncos trenzados, se hizo un ovillo bajo la capa, y se quedó dormida antes de que el mago tuviese oportunidad de invocar sobre ella un sencillo conjuro de sueño.
-Por esta noche -rezongó Néstor al tiempo que sacudía la cabeza con énfasis-. Pero sólo por esta noche. -Se acomodó en su sillón junto al fuego, abrió el libro de magia, y se durmió antes de haber terminado de leer el primer encantamiento para propiciar un sueño tranquilo.
A la mañana siguiente, Néstor se despertó con el aroma de tortas de harina recién hechas, y de leche caliente. El libro de hechizos estaba en su regazo, y sus rodillas protestaban con los viejos y familiares dolores.
-El té está preparado -dijo una voz extraña. Era aguda, cantarina, con una insinuación de ceceo.
Una mano pequeña le tendía una taza de té, llena a rebosar con la humeante infusión.
-¿Eh? -Néstor, perplejo, bajó la mirada hacía unos ojos azules y una nariz respingona-. Niña, ¿qué haces aquí?
Una expresión de impaciencia cruzó fugaz por el rostro de Dora.
-Me dijo que me quedara, ¿recuerda?
Las últimas sombras del sueño desaparecieron y el mago empezó a recordar los acontecimientos de la noche anterior. La nueva aprendiza, sí. Muy pequeña. Flaca. ¡Y además chica, por si fuera poco!
-¡Renno! Renno, ¿dónde estás?
-Aquí, amo. -El hombrecillo entró presuroso en la habitación, cargado con una brazada de leña.
-Tienes que devolver esta chica de inmediato.
-No puedo, amo.
-¿Por qué no?
-Porque no puedo. ¿Adónde voy a llevarla? El mercado está cerrado, hasta final de mes. Se lo dije anoche.
El hechicero apretó los labios con irritación.
-Mmmmm. Sí, eso es cierto, supongo. Desde luego. -Jugueteó con su barba-. Está bien, niña, tendrás que ponerte a trabajar. Supongo que no sabrás ningún conjuro de limpieza, ¿verdad?
-¿Conjuro? -Los azules ojos de la chiquilla, abiertos como platos, le miraban con franqueza-. Nunca he hecho magia, señor. Y tampoco quiero hacerla. -Sus cejas claras se fruncieron y la chiquilla se estremeció. En voz baja dijo-: Es mala.
Renno hizo un ruido que podría haber sido una risa contenida. Néstor lo miró ceñudo, pero, antes de que pudiese decir nada, su sirviente salió presuroso por la puerta principal y desapareció en el patio.
-Bueno, supongo que puede ser mala -admitió Néstor. El mago se rascó la barba con gesto pensativo-. Cuando está en malas mano, Menos mal que no quieres aprender magia. Las chicas no son buenas hechiceras. Y, a mi edad, ya no tengo la paciencia necesaria para instruir a una bruja.
Ella le dirigió una mirada perspicaz.
-¿Qué edad tiene?
-Eso a ti no te importa, señorita. -Néstor agitó un dedo hacia la chiquilla-. Esa chimenea necesita barrerse. Y a las estanterías de los libros no les vendría mal quitarles el polvo.
-Toda la casa está asquerosa -dijo Dora, haciendo un gesto de asentimiento-. Nunca había visto tanta porquería. Ha sido un acierto que me trajera para cuidarlo.
Néstor se planteaba la posibilidad de utilizar un conjuro de mutismo, cuando Renno entró en el cuarto como una exhalación, fuera de sí.
-¡Fougasse! -gritó-. ¡Está allá arriba!
Néstor parpadeó.
-¿El dragón? No puede ser. -El mago se acercó a la puerta y escudriñó con incertidumbre el cielo azul pálido, resguardándose los ojos con la mano-. No es época de reproducción. Es imposible. Los dragones nunca vuelan cuando hace frío.
En el horizonte, lo que parecía ser un ave movía perezosamente las alas, en las que se reflejaba la luz del sol. Néstor estrechó los ojos. El ave parecía tener un cuerpo alargado, sinuoso. A medida que se acercaba, el mago pudo distinguir la cabeza de reptil y los funestos ojos rojos.
No, no era un ave. Ni mucho menos. El mago suspiró.
-Es Fougasse, en efecto. No imaginaba que tuviese tan poco sentido común como para molestarme antes de haberme tomado un buen desayuno.
-¿De verdad es un dragón? -preguntó Dora. Sus ojos estaban muy abiertos por el asombro-. Nunca había visto uno.
-Bueno, no te quedes ahí como un pasmarote, niña. Entra en casa. Podría tentarle un bocado apetitoso como tú.
Con un chillido de espanto, Dora se escondió presurosa tras el mago aferrándose a la parte trasera de su túnica.
El dragón volaba en círculos sobre ellos, los ojos relucientes, el cuello escamoso brillando con la luz del sol.
-Saludos, Néstor -gritó. El dragón hablaba en la antigua lengua.
-Fougasse, ¿qué te ha hecho remontar el vuelo con este frío? -repuso el mago.
-Un fulgor rojo en las colinas occidentales. Y ahora veo qué es. Los árboles están ardiendo.
-¿Qué? ¿Cómo?
-Una fechoría de los elfos. Los bosques se consumirán.
-No, si yo puedo evitarlo.
El dragón soltó un chorro de vapor en lo que podía interpretarse como un gesto de aprobación. Los ojos rojos parpadearon una vez, y las alas escamosas batieron furiosamente en el frío aire al tiempo que la criatura giraba y se remontaba en el cielo. Al cabo de un momento era un punto dorado en el horizonte lleno de humo.
-Estúpidos elfos, haciendo disparates en pleno invierno -dijo Néstor-. Probablemente estaban jugando con hechizos. Se lo he advertido varias veces. Renno, ensilla la mula... Ensillada convenientemente para el invierno, ¿me oyes? Con dos... No, tres mantas.
-¿Va a ir solo? -El sirviente clavó sus oscuros ojos en el mago.
-Entonces, ¿quieres acompañarme?
--Tengo que pensar en el bienestar de mi familia, eminencia. -Renno parecía consternado.
-Lo que imaginaba. -El mago sonrió-. Muy bien, quédate. -Volvió`la mirada hacia la chiquilla-. Si tuviera un aprendiz como es debido lo llevaría conmigo. Pero a esta niña, no.
Dora hizo un gesto mohíno con los labios.
-Debería llevarme -dijo-. Necesita que alguien cuide de usted.
Néstor reculó como si lo hubiesen herido.
-No me digas. ¿De veras?
-Sí. ¿Qué me dice si la mula tropieza y se rompe una pata? ¿Y si se pierde usted en el bosque? ¿Quién le hará la comida? ¿Quién sostendrá su bastón por la noche? ¿Quién conducirá a la mula cuando esté cansado? ¿Quién...?
-Tú no, desde luego!
-Muy bien, pero recuerde esto: si se pierde o se cansa o pasa hambre no será culpa mía -dijo Dora, que dio media vuelta y entró corriendo en la casa.
Néstor masculló una imprecación al aire.
-¡Renno, olvídate de la mula! Iré por aire. -El mago estiró los brazos hasta que se arquearon como alas y articuló un grito extraño, cristalino. Y donde un momento antes estaba Néstor, ahora había un ave enorme, de plumaje gris y ojos dorados, penetrantes. Silenciosamente, batió las alas hasta remontarse alto, por encima de la casa, y luego viró hacia el este, a una velocidad constante.
En la puerta, de pie uno al lado del otro, el sirviente y la chiquilla siguieron con la mirada a la enorme ave, hasta que sólo fue una gran mancha desdibujada en lontananza. Renno se volvió hacia Dora y movió la cabeza arriba y abajo.
-Buen truco para ser un viejo hechicero -comentó pensativo. Le dio unas palmaditas a la niña en el hombro-. Mejor será que te pongas con la limpieza, pequeña. Yo tengo que cortar una carga de leña o al mago le saldrán sabañones cuando regrese. -Silbando una melancólica tonada, Renno se echó al hombro su hacha de metal negro y desapareció entre los árboles de troncos grises que había al otro lado del claro.
Dora se quedó un instante más en la puerta, aspiró hondo el frío aire, .y luego entró en la casa. Hoy había presenciado maravillas. ¡Un dragón! ¡Un mago transformado en una inmensa ave! Se detuvo y recorrió la habitación con la mirada.
El sol matinal se había ocultado tras una nube, y la pálida luz resultante arrojaba una enfermiza iluminación a través de la ventana delantera.
De las vigas colgaban telarañas. Los antepechos de las ventanas tenían una gruesa capa de suciedad, y los cristales estaban mates por la lluvia de muchas tormentas y el relente de muchas madrugadas.
-Un poco de magia no sería tan mala idea -reconoció-. Esta casa no se ha limpiado desde que el mago era joven.
Cogió la escoba de su rincón y se puso a barrer, chasqueando la lengua de vez en cuando ante la tremenda suciedad. Se levantaron densas nubes de polvo mientras trabajaba, y estornudó una, dos, tres veces,
-Salud. Que las bendiciones del archimago sean contigo -dijo una voz profunda, agradable.
Dora giró veloz sobre sus talones.
-¿Quién está ahí?
La habitación estaba vacía.
-He dicho «salud».
-Renno, ¿me estás tomando el pelo?
-Oh, lo olvidé -dijo la voz alegremente-. No puedes verme ¿verdad?
Un sonido, como de tela rasgándose, llenó la habitación.
Apareció un felak de lustroso pelo azul, enroscado sobre el cojín de grueso tejido del banco de tres travesaños. Sus brillantes ojos naranjas parpadearon mientras la miraban.
-Vaya -exclamó-. Eres una humana bastante bajita, ¿no?
-¿Quién te enseñó a hablar? -preguntó Dora con voz estridente
-El mago, ¿quién iba a ser? -El felak estiró su largo cuello y empezó a rascarse la barbilla con la pata media izquierda. Hizo una pausa en mitad de un golpe particularmente vigoroso, y la observó con la cabeza ladeada-. ¿Por qué estás utilizando la escoba? Eso es tener ganas de complicarte la vida, ¿no te parece? ¿Es que no sabes los conjuros de la limpieza?
Dora, con los brazos en jarras, lo miró furibunda.
-Por supuesto que no.
-¿Por qué no? ¿Qué clase de aprendiza eres?
-No soy aprendiza de ninguna clase.
-Néstor se está haciendo viejo -declaró el felak-. Está olvidando el tipo de instrucción básica que tiene que tener un aprendiz. Bueno, no importa. Yo le pondré remedio. ¿Ves ese libro grande, blanco y dorado en la estantería de arriba? Cógelo.
Dora estiró el cuello.
-Está muy alto. No alcanzo.
-¡Pues entonces súbete encima de algo! -dijo el felak con una nota de irritación en el tono.
Con precaución, Dora se encaramó sobre el brazo del sillón haciendo equilibrio, agarró el libro, y bajó tambaleándose. La cubierta era suave al tacto y brillaba en algunos puntos, como si muchas manos hubiesen tocado el velloso cuero y lo hubiesen desgastado.
-Busca la tercera página y lee el conjuro en voz alta.
-No sé leer. Y menos aún las runas.
El felak dejó de atusarse el pelaje y la contempló con una inequívoca expresión de fastidio.
-¿No sabes leer? Me parece que empiezo a no entender a Néstor. ¿Por qué compraría una aprendiza iletrada? En realidad, ¿por qué molestarse en adquirir una chica, para empezar?
-No fue él. Renno me compró.
-Ah, eso es otra cosa. -El felak bostezó, dejando a la vista dos hileras idénticas de dientes triangulares y afilados, alineados dentro de su verde pico. Se incorporó sobre sus patas traseras, saltó al brazo del sillón en el que estaba Dora, y, posándose en él, asomó por encima del hombro de la chiquilla para ver el libro que tenía sobre el regazo. Las borrosas runas del libro de hechizos estaban escritas con tinta dorada-. Ahora, escucha con atención y observa lo que pasa.
Dijo algo en un susurro sibilante. Dora no alcanzó a entender las palabras, aunque puso empeño en ello. La fuente refractaria de arcilla roja que estaba sobre el hogar flotó en el aire, voló por la habitación, y empezó a mojarse en el fregadero, salpicando agua alegremente.
La chiquilla la observó con fijeza, los ojos desorbitados.
-¡Qué maravilla!
-Muy bien. Ahora, inténtalo tú -dijo el felak-. Con esas tazas de té. Repite estas sílabas: re, osum, emosum, tem.
Dora articuló las extrañas palabras con titubeos, atascándose en la última. Esperó. Pero las tazas de té permanecieron sobre el hogar, inmoviles. Sentía un cosquilleo en los pies, como si se le hubiesen quedado dormidos. Dio unas patadas, bajó la vista, y se quedó sin aliento. Una capa fina de pelaje púrpura empezaba a crecerle como hierba retoñada en los pies.
-¿Qué hice mal? -gritó.
El felak emitió un sonido que recordaba una risita humana.
-La última palabra es «tem». Una sílaba. Sólo una. Tú le añadiste otra. Lo que da la casualidad que es el conjuro de vellosidad. -El felak se echó a reír otra vez-. Qué tono púrpura tan encantador tiene ese pelaje -se carcajeó-. Me gusta cómo complementa tu cabello.
-Haz que desaparezca -gimió Dora.
-¿No te gusta? -El felak sacudió la cabeza-. A mí me parece que te queda muy bien. -La criatura asintió con evidente satisfacción, dio unas vueltas alrededor del cojín, se sentó, y cerró los ojos.
Dora se miró horrorizada los pies.
-Espera. ¡No puedes dormirte ahora! -chilló-. ¡Ayúdame, por favor! ¡No quiero tener pies peludos!
El felak roncó plácidamente.
Renno abrió la puerta principal y entró con un cubo lleno de agua. Casi lo dejó caer cuando vio el pelaje púrpura en los pies de Dora,
-¿Qué has hecho, criatura?
Las lágrimas corrían a raudales por las mejillas de Dora.
-No he sido yo. Fue el felak quien lo hizo.
-¿Qué felak?
-El del mago.
El sirviente frunció el entrecejo y se rascó la cabeza.
-Pero él no tiene tal bestia.
-Está dormido ahí. -Dora señaló el banco de tres travesaños, pero el cojín estaba vacío. El felak había desaparecido.
-Creía que no sabías leer runas -dijo el sirviente, que había estrechado los ojos en un gesto de sospecha.
-Es verdad. No sé nada sobre esas cosas de magia. -Dora se miró afligida los velludos dedos de los pies-. Y lo que he visto no me gusta. Pero ¿qué voy a hacer ahora?
-Espera que regrese el mago -repuso Renno, encogiéndose de hombros-. Limpia la casa, y espera.
Dora observó fijamente el banco. No iba a recibir ayuda alguna de un cojín vacío. Y tampoco de Renno.
La chiquilla tenía un carácter práctico. Suspiró, cogió la escoba, y se puso a trabajar, recordándose a sí misma que un estómago vacío era aún peor que un poco de pelambre púrpura.
Cuando las primeras estrellas empezaron a titilar en el cielo crepuscular, Néstor regresó. Cojeaba, su barba estaba chamuscada, y las cejas le habían desaparecido.
-¡Amo! -Renno metió el hombro bajo el brazo del mago y lo ayudó a llegar hasta su sillón frente a la chimena. Hizo un gesto a Dora- Niña, trae té. Deprisa.
Néstor dejó que lo ayudara a quitarse la capa y las botas, y a acomodarse en el acolchado sillón.
.-Estúpidos elfos -dijo. Tenía la voz enronquecida-. Primero prenden fuego al bosque. Luego secan el cauce del río. Y, mientras yo me afano por sofocar las llamas, ¿me prestan alguna ayuda? Ni una pizca. Se quedan allí, soltando risitas y señalando, como una bandada de pájaros bobos, incluso cuando sus propios nidos nocturnos corrían peligro de prenderse. Los muy necios estaban demasiado ocupados en prender más fuegos a mis espaldas, en lugar de proteger sus propios hogares. -Néstor hizo una pausa y tomó un buen sorbo del humeante té-. Ah, qué bueno. Y no se hable más del asunto. Ahora... -Se interrumpió a mitad de la frase y miró de hito en hito los pies de Dora. Su frente se frunció-. ¿Qué significa esto, niña?
Dora escondió un pie detrás del otro, azorada.
-No lo hice yo, señor. Fue el felak.
-¿El felak? No digas tonterías. No he tenido un felak aquí desde antes de que Renno naciera.
-Si es invisible la mayor parte del tiempo, ¿cómo sabría usted si está o no está aquí? -argumentó Dora, sosteniendo la mirada del mago.
-¿Eh? -Néstor sacó la cabeza y soltó una risita-. Ése es un buen argumento. Bueno, quizá fue un felak. Pero ¿qué es lo que intentabas hacer?
-Utilizar un conjuro para limpiar la casa.
Néstor echó un rápido vistazo alrededor de la habitación. Las telarañas habían desaparecido. Las ventanas relucían como nunca.
-Parece que encontraste tus propios hechizos. Quizás uno o dos más de los necesarios. Supongo que no querrás conservar esa pelambre, ¿verdad?
-No, señor.
-Lo imaginaba. -El mago señaló los pies de la chiquilla y articuló tres palabras bruscas que sonaron algo así como: ak, sum, re.
Una sensación cosquilleante recorrió los pies de Dora. La pelambre había desaparecido sin dejar rastro. La niña miró sonriente al mago.
-En el futuro, sé más cuidadosa con los conjuros -le dijo Néstor muy solemne. Bostezó, cerró los ojos y, antes de que Dora pudiese darle las gracias, se había quedado dormido.
Cuando llegó la mañana, las piernas y la espalda del mago estaban tan rígidas como las tablas del viejo entarimado. Néstor gruñó, gimió, se esforzó por incorporarse, y finalmente llamó a Dora por señas para que lo ayudara a levantarse de la cama.
-Dioses, no es nada divertido hacerse viejo -rezongó-. No envejezcas nunca, muchacha, si puedes evitarlo.
Se calentó junto al fuego mientras Dora le preparaba el desayuno. Con actitud melindrosa, se comió las tortas de harina y se tomó la leche humeante. Néstor se sintió mucho mejor después de haber comido. Tenía trabajo que hacer. Conjuros que leer. El mago plantó los pies en el suelo y se incorporó despacio, enderezándose al mismo tiempo. El dolor le recorrió las piernas y se le extendió por la espalda. Jadeando, Néstor se hundió de nuevo en su sillón.
-¿Qué le pasa? -preguntó Dora.
-Reumatismo -respondió Néstor.
-Le prepararé un emplasto. Le dará calor a sus piernas.
-¿Un emplasto? -El hechicero la miró con escepticismo-. Supongo que un dragón te enseñó medicina, ¿no?
-A decir verdad, no. -La chiquilla le lanzó una mirada desafiante-. Era ayudante en la trastienda del boticario en Physte. Aprendí un poco de esto y otro poco de aquello.
-Mmmm. Bien, probaré cualquier cosa que me desentumezca los músculos y calme estos dolores. Prepara tu ungüento, niña.
La expresión de Dora se tornó anhelante.
-Necesitaré hierba de grana, meliloto y aceite de lino.
-Lo encontrarás todo en los jarros que hay junto a la ventana de la cocina. Pero asegúrate de leer antes las etiquetas. Si es que sabes leer.
-Conozco bien el aspecto de las hierbas, y con eso me basta. No necesito leer. Pero ¿cómo voy a alcanzarlas? Están en un vasar muy alto.
-Te las cogeré yo -repuso Néstor. Pronunció dos palabras con rapidez. Tres frascos de piedra moteada flotaron por el aire y se detuvieron a los pies de Dora.
Machacó las hierbas con cuidado en el mortero del mago, después las mezcló con miel y parafina para formar un bálsamo calmante.
-Aaaah -suspiró Néstor. Sus piernas estaban entrando en calor, y los dolores y molestias empezaban a calmarse-. Mejor que con magia.
-Le vendría bien un baño caliente -dijo Dora.
-Más tarde, niña. Más tarde. Tengo cosas que hacer. Cambiar el tiempo; echar a las ratas del almacén del panadero... -Las palabras del mago se interrumpieron al ver a Dora esforzándose en volver a colocar los pesados frascos en su sitio, junto a la ventana-. Eso no funcionará -afirmó-. En absoluto. Muchacha, te conviene aprender unos cuantos conjuros mágicos para las tareas de la casa, y así no acabaré teniendo que ocuparme yo de mover todas las cosas pesadas.
-No sé si...
-Bueno, pues yo sí lo sé. -Los ojos grises de Néstor centellearon- Siéntate aquí y pon atención.
Dora se encaramó a la banqueta que había junto al mago.
-Ahora repite esto con cuidado: cana, ferem, asturem.
Dora pronunció las palabras despacio, con apenas un hilo de voz. No ocurrió nada.
-Más alto. Y pronuncia con más claridad, niña. Y alarga la primera sílaba.
-Caaana. Feeerem. Aaaasturem.
Para sorpresa de Dora, los frascos saltaron de vuelta a los huecos correspondientes en la repisa de la ventana.
-¡Maravilloso! -Batió palmas-. Es como cantarles para que ocupen su sitio.
Néstor asintió hasta que su barba brincó sobre el pecho.
-En cierto modo, supongo que así es. -Sonrió cuando Dora ordenó al cazo de la leche que se colocara en el armario. Y casi soltó una risa cuando hizo otro tanto con el mortero y el majador. Pero, cuando la silla de asiento de anea estuvo a punto de golpearlo en su premura inducida por el conjuro para regresar a su posición cerca de la chimenea, Néstor levantó una mano-. ¡Basta, niña! Esto es un trabajo serio, no un juego. Ahora, acércate y te enseñaré el modo apropiado de limpiar la casa sin agotar tus energías. O poniéndome a mí en peligro.
El hechicero y la chiquilla pasaron el resto del día juntos, practicando palabras extrañas y frases arcanas. Como Dora no sabía leer, se vio obligada a aprender los conjuros oralmente; Néstor los pronunciaba y ella los repetía con cuidado hasta que se los sabía de memoria. Y de este modo aprendió conjuros para fregar, para mezclar, para secar e íncluso para cocinar.
-Ése no me interesa mucho -dijo-. Se me quemarán las tortas de harina con él.
-Practica -aconsejó Néstor-. La práctica hace más fáciles las cosas.
En los días que siguieron, Dora comprobó que había mucho de verdad en las palabras del mago. A no mucho tardar, había dominado los conjuros de tareas de la casa y se sentía bastante segura dando instrucciones a un pastel para que se mezclara y se cocinara él mismo, al té ardiente para que se sumergiera en el agua, y a las camas para que se airearan en el porche delantero.
Renno, mirándola trabajar una mañana, esbozó una sonrisa tan ancha que su rostro se convirtió en un amasijo de arrugas.
-Diría que eres rápida aprendiendo, chica -comentó-. No eres tan mala aprendiza, después de todo.
Néstor apareció de improviso a sus espaldas, ceñudo.
-¿Aprendiza? ¿Qué aprendiza? -dijo el mago-. Es una criada doméstica, Renno. Sigo necesitando un aprendiz.
-Pero ella lo ha hecho muy bien.
-Oh, admito que la casa está limpia. La colada lavada y seca. Las tortas de harina están buenas. Pero cualquier bruja que acabase de iniciar su instrucción podría dominar esos trucos caseros. No, lo que necesito es un aprendiz adecuado. Un chico alto que me traiga mi libro de magia, que me represente en la reunión de la ciudad, que me lleve el bastón... Y antes del cónclave. Sólo disponemos de unos pocos días, Renno. Tendrás que intentarlo en el mercado de Sporvan.
-No hay tiempo, amo -objetó el sirviente, sacudiendo la cabeza-. El mercado de Sporvan no abre hasta el día siguiente del Día de la Festividad. Y para entonces será demasiado tarde. El cónclave empieza esa misma mañana.
Néstor puso una cara avinagrada.
-Tienes razón. Por las estrellas, muchacha, supongo que tendré que arreglarme contigo hasta después del cónclave. ¿Crees que puedes aprender unos cuantos conjuros más antes del Día de la Festividad?
-No lo sé -repuso Dora. Miró al mago con desánimo-. No creo que mi pobre cabeza pueda retener mucho más.
-Inténtalo -pidió Néstor-. Inténtalo con empeño. O quizá decida darte una nueva cabeza con un poco más de espacio... y cabello verde.
-No haría algo así. -Dora se agarró sus rizos pelirrojos.
-No tientes a un mago cuando está de mal humor, niña. ¡Ahora, ven aquí, guarda silencio, y aprende!
Durante seis mañanas seguidas, después de que Dora hubiese terminado sus tareas, se sentaba obedientemente al lado del mago y practicaba las runas básicas de la magia. Al principio sus conjuros fallaban. En más de una ocasión, Néstor tuvo que deshacer un hechizo medio ejecutado para evitar que la casa ardiera o que hasta el último trozo de madera que había en ella se transformara en hierro. Pero, finalmente, Dora pudo hacer que el bastón de marfil del mago flotara de un extremo a otro de la habitación, apagar fuego haciendo que brotara agua de la tierra, transformar cucharas y cuchillos en pequeños roedores plateados, y conseguir que unas botas caminaran solas por el suelo.
-Está lo mejor preparada que puede estar -opinó Renno.
-Sí, supongo que contar con ella es mejor que con nada. Pero necesita una capa adecuada, Renno.
-Sí, amo. Eso sí que le hace falta. -El sirviente asintió con un cabeceo-. Mi buena esposa puede hacerle una con franela.
-Creo que será suficiente -dijo Néstor-. Y que sea azul, Renno.
El sirviente se volvió y miró fijamente al mago.
-¿Azul? -repitió-. ¿Por qué azul? Todos vuestros otros aprendices la llevaban negra.
-Ninguno era una niña, ¿verdad? Ni tenían los ojos azules, ¿no? -Néstor soltó una risita-. Tiene que ser azul, Renno. Y no se hable más.
Amo y sirviente intercambiaron una sonrisa, en silencio.
-Bien, entonces me marcho -anunció Renno-. Que tengan un buen día. -Silbando una melodía alegre, se dirigió presuroso a su casa.
La mañana del cónclave amaneció fría, con unas nubes bajas que presagiaban nieve para el mediodía. Néstor alzó la vista al cielo, con los ojos entrecerrados.
-Conque nieve, ¿eh? -rezongó-. Ya lo veremos. -Se retiró la capa de piel blanca de encima de los hombros, y levantó los brazos. En su mano derecha sostenía el lustroso bastón de marfil. El cayado brillaba con un fulgor ambarino, como la miel a la luz del sol. Cuidadosamente, el mago trazó unos círculos con él. Luego plantó con fuerza la punta en el suelo. Con la otra mano, Néstor hizo un amplio ademán, como si quisiera abarcar con él toda la bóveda gris del cielo.
.-¡Qua-Sachem-Moree! -gritó, y su voz fue como el trueno de una tormenta de verano-. ¡Sheft-Kazem-Bansin!
Un cegador rayo de sol hendió el cielo encapotado como un cuchillo de oro. Después, otro. La luz del sol había hecho jirones las nubes, que se dispersaron rápidamente, y el astro brilló alegremente en el radiante cielo azul. Un pájaro invernal llenó el aire de notas musicales. Seria un día claro, hermoso.
-Eso está mejor -dijo Néstor. Se frotó el estómago, con aire pensativo. Le llegó el aroma de tortas de harinas recién hechas, y lo atrajo al interior de la casa-. Primero el desayuno -decidió-. Después nos ocuparemos del cónclave de hechiceros.
-¿Estarán allí todos los magos de las cuatro comarcas? -quiso saber Dora.
-De las cuatro comarcas y más allá -repuso Néstor-. Así que adopta una actitud de sagacidad, abre bien los ojos, y sujeta la lengua. A loa aprendices se los tiene que ver, no que escuchar. -Masticó con satisfacción. Cuando hubo terminado, su plato y su taza se retiraron por sí mismos. Dora y Renno habían comido hacía horas.
La chiquilla apareció con una capa de color azul cielo. Sonrió anhelante y dio vueltas delante del mago.
-Preciosa -aseguró Renno.
-Se volverá una presumida si empiezas a halagarla y a llenarle la cabeza de tonterías -gruñó Néstor.
Dora se echó a reír.
-Entonces no me quedará sitio en ella para más hechizos, ¿verdad?
Néstor se aclaró la garganta, aunque mas parecía que estuviese conteniendo la risa.
-Pongámonos en marcha -dijo-. Renno, cuida de la casa hasta nuestro regreso. Niña, cógete de mi mano.
Vientos silenciosos parecieron converger sobre ellos desde todas partes, haciendo ondear sus ropas y agitándoles los cabellos. Las paredes de la casa se empezaron a desdibujar más y más, hasta desaparecer, y por un instante se encontraron en un espacio blanco, extraño. Entonces unos muros oscuros se alzaron a su alrededor, recargados de sonadera vieja y tiznados por el humo. Néstor y Dora se encontraron en medio de un hermoso salón de banquetes, y a su alrededor había muchos hechiceros vestidos con capas de todos los colores del arco iris.
-Néstor -llamó uno que tenía una barba rojiza y espesa-. Bien hallado.
-Annesh -saludó Néstor-. Y Rovard.
Un hechicero bajo, cuya calva cabeza brillaba a la luz del fuego, le hizo un guiño y dijo:
-Un día estupendo, gracias a ti.
Todos llevaban bastones y hablaban bulliciosos. Dos magos jóvenes flotaban en el aire, y hacían juegos malabares con esferas de luz azul, por encima de las cabezas de los reunidos. En un rincón, un hechicero alto, vestido con una capa verde, empezó a transformarse y se convirtió en un dragón dorado cuyos ojos brillaban con fuego rojo, y a
continuación el dragón se transformó en un caballo blanco, alado, con las crines plateadas, y éste dio paso a una extraña bestia con garras y pelambre verde.
Dora miraba con los ojos muy abiertos. Apenas si podía pensar con tanto ruido. Tímidamente, miró de reojo a los otros aprendices. Eran muchachos vestidos de negro, que la empequeñecían; parecían jóvenes gigantes, y mucho mayores, y mucho más sabios. Caminaban tras sus maestros con altiva seguridad, saludándose con cabeceos unos a otros e intercambiando alguna que otra pulla. Dora se retiró la capucha de muy mala gana. Su cabello rojizo dorado relució a la luz del fuego.
Se hizo un repentino silencio. Los hechiceros y aprendices reunidos, magos y sirvientes, todos miraron fijamente a Dora como si no hubiesen visto algo así en su vida.
-¡Vaya, Néstor! -dijo el hechicero calvo llamado Rovard, con una ancha sonrisa-. ¿Qué es esto? ¿Una chica de aprendiza? Debes de estar de broma.
Néstor se irguió con gran dignidad.
-No es ninguna broma. ¿Por qué no una chica? Es rápida aprendiendo y muy viva.
-Pero con esas manos tan pequeñas... -objetó Rovard.
Annesh sacudió la cabeza hasta que su roja barba se zarandeó de lado a lado.
-Lo siguiente que veremos serán felaks y esfinges.
Todos se echaron a reír. Pero en medio del regocijo general se alzó una voz áspera y fuerte.
-¡Vaya, barba gris! Veo que sigues tan necio como siempre. No puedo creer que te consideres lo bastante digno de acudir a esta reunión. Deberías estar en tu casa, junto a la chimenea.
Una vez más, la sala se sumió en el silencio.
Néstor se volvió; sus grises ojos relucían azules por la cólera.
El que había hablado era un hombre de complexión mediana, con cabello negro, bigote, perilla ojos del color del hielo. Vestía una capa gris con una capucha forra con piel oscura.
-Dalbaeth -dijo Néstor-. Tenía la esperanza de que no nos encontraríamos.
-Es lo que has estado diciendo desde el día que engañaste a mi padre y reclamaste la victoria -repuso Dalbaeth, en cuya voz se advertía un frío desprecio-. Tienes miedo de que te venza.
-No puedo temer lo que es imposible -replicó Néstor. Se dio la vuelta para alejarse.
Dalbaeth se interpuso en su camino y plantó su bastón negro en el suelo con firmeza.
-Te reto.
Néstor se quedó inmóvil. Sus ojos centelleaban con un fuego azul.
-No seas necio -intervino, acalorado, Annesh-. La contienda entre tu padre y Néstor quedó zanjada hace años, Dalbaeth. No prolongues este resentimiento.
-Y desde hace años he querido tener la oportunidad de rehabilitar el honor familiar -declaró Dalbaeth, cuya mirada fría no se apartó ni un instante del rostro de Néstor.
Éste hizo un brusco gesto de asentimiento.
-Como quieras -dijo-. Es mejor que arreglemos este asunto ahora.
Todo el mundo empezó a hablar a la vez. La sala se llenó de voces que protestaban o mostraban su conformidad. Sólo Rovard se hizo oír por encima del clamor:
-Aquí no -gritó-. Debéis arreglar vuestras diferencias lejos de esta asamblea, en un lugar apartado. No debe ponerse a nadie en peligro, nadie puede presenciarlo, y nadie puede ayudar.
-Desde luego -asintió Néstor-. Propongo el valle Ganz, detrás del promontorio del río.
-Acepto -repuso Dalbaeth-. ¿Cuándo?
Néstor lo miró fijamente a los ojos.
-Ahora.
Sosteniendo todavía la mirada de Dalbaeth, Néstor pronunció cinco palabras con gran rapidez.
La sala giró a su alrededor, y los muros se tornaron una mancha blanca borrosa. Después, los muros desaparecieron y los dos hechiceros se encontraron en medio de una ancha pradera bordeada de árboles altos y sin follaje. En lo alto soplaba un viento frío que traía el gélido aliento del invierno.
-¿Qué hace esa niña aquí? -demandó Dalbaeth.
Néstor giró en redondo y encontró a Dora sentada en el suelo, detrás de él.
-¡Criatura! No tenías que venir conmigo. ¿Por qué no te quedaste en la sala?
-Lo siento. Pero se movió tan deprisa que no tuve tiempo de soltarme. No pude evitar agarrarme a su túnica y me transportó con usted.
-Te enviaré de vuelta -dijo Néstor.
-No, por favor. Quiero quedarme.
Las cejas del mago se fruncieron.
-Este no es un sitio para que estén niños.
-Soy su aprendiza. -Dora se cruzó de brazos-. Lo dijo usted mismo.
Dalbaeth estalló en carcajadas.
-Una chica de aprendiza. ¡Qué apropiado! Y supongo que lo siguiente que se te ocurrirá será enseñar a una mula a que haga conjuros, ¿no?
-Como quieras, niña. -Los ojos de Néstor centelleaban-. Pero manténte apartada y a resguardo. -Señaló un montón de piedras verdosas que había a un lado de la pradera-. Ponte a cubierto.
Dora se asomó por un lado del suave y resbaladizo peñasco. Parecía hielo verde bajo sus dedos.
Los dos hechiceros se cuadraron. Por un instante, pareció que el tiempo se detenía. Los dos hombres estaban inmóviles, observándose el uno al otro. Sólo se oía la voz del viento, susurrando en la seca hierba amarilla.
Como si se hubiese dado una señal, los dos hombres se pusieron en movimiento.
Dalbaeth levantó las manos por encima de la cabeza y un rayo salió disparado de sus dedos.
Néstor gritó un juramento que deshizo el rayo en luciérnagas que centellearon y destellaron un instante antes de dispersarse en el viento.
Sin hacer una pausa, Dalbaeth gritó otro conjuro, y antes de que su voz se hubiese apagado un trueno sacudió la pradera. Con un espantoso ruido, el suelo bajo los pies de Néstor se resquebrajó.
Néstor cayó y se aferró desesperadamente al mellado borde del abismo para frenar la caída. Al mismo tiempo, articuló un hechizo. Su túnica se desgarró salvajemente, y dos alas blancas, enormes, aparecieron en su espalda. Con gran esfuerzo, el mago se remontó en el cielo, alejándose del peligro. Un grito gutural le dio una inmensa cabeza de grifo. Néstor inhaló una vez y empezó a escupir bolas de fuego a su rival.
Dalbaeth levantó la mano para protegerse. Pero su perilla se chamuscó con el primer tiro. Maldiciendo, hizo salir de una brizna de hierba un espejo gigante y lo sostuvo delante de él. El espejo estaba inclinado de tal modo que la imagen alada de Néstor apareció en sus profundidades verdes plateadas. Y ahora, cada bola de fuego disparada por Néstor alcanzaba el espejo y era rechazada... directamente de vuelta a su procedencia.
Uno de los proyectiles rebotados alcanzó el ala izquierda de Néstor. Un instante después, las plumas no eran más que ceniza. Aleteando torpemente con la otra ala, el mago se precipitó hacia el suelo. Fue un golpe fuerte, y quedó tendido, inmóvil, sobre la fría hierba. El ala restante y la cabeza de grifo desaparecieron.
Dora, que lo había presenciado todo, chilló aterrada.
Con un cabeceo satisfecho, Dalbaeth arrojó el espejo, que se desvaneció en el aire. Corrió hacia el mago caído y se detuvo a su lado, con los brazos extendidos.
-Ven, espíritu de la tierra -gritó-. Cubre a este miserable con piedra. Aprésalo para siempre.
-No -chilló Dora-. ¡No!
Tenía que detenerlo, pero ¿cómo? Él era un mago todopoderoso que dominaba los propios elementos. Todo cuanto sabía hacer ella eran unos cuantos conjuros caseros. Y el truco de un felak. La idea hizo que su corazón latiera más deprisa. El conjuro del felak, sí.
Jadeando, susurró las sílabas en una rápida sucesión.
No ocurrió nada.
Dora repitió otra vez el conjuro. Y una vez más.
Dalbaeth tosió. Estornudó. Una pelambre púrpura brotó en sus mejillas, en sus manos, incluso por el borde de las botas. Estaba cubierto de pies a cabeza con una capa de pelambre púrpura. Estaba en sus ojos, en su nariz, incluso en su boca. No veía, no podía respirar. Ahogándose, el hechicero se desplomó en el suelo, articulando sordas maldiciones.
Néstor se incorporó sobre un brazo, vio lo que estaba pasando e hizo un gesto con su bastón.
Una enorme jaula de hierro, brillando con un fuego sobrenatural, se formó alrededor de Dalbaeth. El mago cubierto de pelambre apenas lo advirtió.
Por un instante, Néstor flaqueó y cayó otra vez al suelo.
-Maestro -gritó Dora-. Ha ganado. Debemos marcharnos.
Asintiendo débilmente, Néstor llamó por señas a Dora y la atrajo hacia si. Con otro gesto extraño, transportó a la niña y a sí mismo de la ventosa pradera al ruidoso salón lleno de humo, al cónclave de hechiceros, en Puerto Pequeño.
-Néstor -gritó Annesh-. ¡Has vuelto! Tan pronto. ¿Dónde está Dalbaeth?
Néstor abrió la boca para hablar, pero no le salió sonido alguno. El viejo mago luchó por respirar y cayó de espaldas. De no ser por los fuertes brazos y los buenos reflejos de Annesh, Néstor se habría desplomado, inconsciente, en el pulido suelo de ladrillos del salón.
-¡Apartaos! ¡Se ha desmayado! -bramó Annesh-. ¡Dejad sitio para que respire! ¡Y traed al herbolario!
Un hombre alto y delgado, con el cabello gris trenzado, se acercó corriendo. Se arrodilló junto a Néstor y examinó al mago con cuidado. Se levantó, sacudiendo la cabeza.
-Néstor es viejo. Muy viejo -dijo el herbolario-. Ha forzado en exceso sus poderes y está incapacitado. Mudo.
Dora se mordió los labios, desesperada.
-¿Para siempre? -preguntó.
-No lo sé -repuso el herbolario tristemente-. Quizá se recupere con el tiempo.
-Pequeña -Annesh le dio unas palmaditas en la cabeza-, es injusto para ti ser aprendiza de un hechicero incapacitado. Arreglaré las cosas para que tengas un maestro más apropiado. ¿O preferirías una bruja de maestra?
¡Una bruja de maestra! Dora vaciló, confundida.
-No lo sé. No he pensado mucho sobre ello. ¿Una bruja, dice? Eso estaría bien. Pero ¿qué ocurriría con Néstor?
-Nosotros nos encargaremos de él. Ahora ve y come algo -dijo Annesh-. Haremos después los arreglos pertinentes para tu traslado. -Le hizo señas instándola a que fuera hacia la puerta.
Entró en un comedor abarrotado de aprendices vestidos de negro. Dora llenó un plato con carne asada y pan, y tomó asiento a un extremo de la mesa larga que estaba más apartada. Nadie la miró. Nadie habló con ella. Agachó los ojos hacia la comida. Masticó un bocado de pan, sin saborearlo.
Soltó el cuchillo, se puso de pie, dejó el plato sobre la mesa, y salió presurosa del comedor.
El gran salón estaba vacío, y sus pisadas retumbaron en las paredes al atravesarlo corriendo. Halló una puerta más pequeña en un lateral, cerca de la entrada principal.
Néstor se encontraba dentro, tumbado cerca del fuego. Estaba rígido y silencioso, contemplando las llamas, con expresión sombría. Al oír sus pisadas alzó la vista. Sus ojos tenían el color azulado del hielo.
No podía abandonarlo. No lo haría. Annesh lo comprendería.
Néstor se sentó, ceñudo.
-¿Quiere que volvamos a casa? -preguntó Dora.
Él asintió débilmente.
-Entonces, vamos -lo instó con un ademán de impaciencia.
Néstor sacudió la cabeza. Sus labios se movieron, pero de ellos no salió ningún sonido.
-Oh, es cierto. Lo había olvidado. No puede hablar. -Dirigió al viejo mago una sonrisa que en parte era exasperada y en parte afectuosa-. Y no me enseñó ningún conjuro de transporte, ¿a que no?
Por toda respuesta, tuvo una mirada irritada.
Con un suspiro, Dora se echó la capucha sobre el brillante cabello y se cerró la capa para resguardarse del frío.
-Bien, vamos. Veré si podemos alquilar un caballo. A la porra la magia y sus grandes, poderes.
Néstor se levantó despacio y se arrebujó en su capa.
Dora hizo intención de cogerlo del brazo. Por un instante, el viejo mago se echó hacia atrás. Luego se encogió de hombros.
Y juntos, cogidos de la mano, el viejo hechicero y su aprendiza emprendieron el regreso a casa.
El hechicero había estado estudiando su libro de magia, enfrascado en las runas antiguas, borrosas, hasta que el calor del fuego lo había adormecido. El libro de magia con cantos dorados yacía abierto sobre su regazo. Ahora, despertado repentinamente por una ráfaga fría, se incorporó con brusquedad en el asiento, cortándose en su garganta un ronquido inacabado, y miró alrededor de la habitación. Temblando de frío, se arrebujó en su túnica de pieles blancas, cerró con un golpe seco el libro que tenía en el regazo, y se puso de pie. Sus botas negras, desgastadas, crujieron: eran viejas y necesitaban una buena mano de grasa.
El mago Néstor era un hombre nervudo, añoso, con una aureola de cabello blanco, barba larga y cana que se iba estrechando hacia la punta, y ojos de color gris claro con una pizca de azul en sus profundidades. Su piel estaba surcada de arrugas, como la fina corteza marrón de un árbol. De hecho, era bastante más viejo que el árbol más antiguo de la montaña Fennet. Pero Néstor se movió ahora con la energía de un hombre la mitad de joven que él.
-Fuego -refunfuñó-. El conjuro para el fuego. Vamos, lo sabes tan bien como tu propio nombre. -Se volvió hacia la oscura chimenea, con los brazos levantados, y articuló tres sílabas cortas y ásperas, con la voz de una gran ave de rapiña, y a continuación un sonido breve y silbante. Las llamas surgieron de inmediato, e iluminaron el rostro del mago con un fulgor anaranjado. Él asintió con satisfacción, haciendo mecer la barba sobre su pecho, y acercó sus dedos, largos y sarmentosos, hacia el chisporroteante calor-. ¡Así le salgan viruelas a ese Jotey! -dijo-. ¡Pagar así mi confianza! ¡Cría cuervos...! Se larga y me deja colgado, y tengo que encargarme de todo. -Néstor cogió la tetera de hierro, la llenó con agua del cubo que había junto a la chimenea, y la puso a calentar en su brasero.
El agua apenas empezaba a hervir en la tetera cuando la puerta de la casa chirrió sobre sus viejos goznes y se abrió lentamente. Era Renno, el sirviente del mago desde hacía muchos años, envuelto en su capa de piel gris. Era un hombre pequeño, enjuto, que llevaba el cabello, negro como carbón, peinado hacia atrás y trenzado en una gruesa coleta que le llegaba hasta la mitad de la espalda. Sus ojos eran negros como el azabache, sus mejillas rubicundas, y su nariz bulbosa, brillante, excesivamente llamativa. Guardaba un gran parecido con los muñecos que ofrecían los vendedores de amuletos en el mercado de Rondish los días festivos. A su lado había otra figura pequeña de aspecto tímido, cuyos rasgos quedaban ocultos casi por completo bajo la capa negra, de tejido tosco, demasiado grande para su tamaño. Néstor comprendió que se trataba del nuevo aprendiz.
-Bien -dijo-. Lo has traído.
-Oh, hombre sabio... -empezó Renno mientras levantaba las manos.
-No te quedes parado en la puerta, Renno. Ya hace bastante frío aquí dentro. Entra y cierra. Cuanto antes entréis en calor, antes podremos poner al chico a trabajar en sus tareas.
-Poderoso y gran mago...
-¡Deja de farfullar, hombre! Y deja de moverte a mi alrededor como un pato mareado. Venid. Venid los dos, y acercaos al fuego para entrar en calor. -El mago puso otras dos tazas junto a la suya y vertió en ellas la fragante infusión, humeante y dorada, de la tetera de hierro.
El sirviente abrió la boca otra vez, como si fuese a argumentar algo, pero después se encogió de hombros, la volvió a cerrar, y se acerco al fuego. La pequeña figura de la capa hizo un alto para cerrar la puerta antes de seguir a Renno hacia la chimenea.
- Té ardiente -dijo el mago-. Aquí tenéis. Bebedlo. En noches como hace entrar en calor hasta el alma.
Una mano pequeña salió de debajo de la capa y cogió una de las tazas.
--Tómatelo todo mientras está caliente -indicó el mago con tono afable Era mejor empezar con amabilidad cuando se enseñaba a un nuevo aprendiz.
La mano subió la taza hasta la capucha e, inclinándola, la vació sin hacer una pausa. El recién llegado soltó la taza, en la que no quedaba ni una gota.
-Buen apetito -comentó el mago a Renno-. Crecerá como un tubo de vidrio soplado.
Las pequeñas manos retiraron la capucha en ese momento. Una espesa mata de cabello pelirrojo y rizado quedó a la vista, y reflejó la luz titilante del fuego. Unos ojos, azules y brillantes, se alzaron hacia el mago y parpadearon, y unos labios sonrosados esbozaron una sonrisa tímida.
-Me llamo Dora-dijo la aprendiza con voz queda-. ¿Viviré aquí?
Néstor soltó su taza de té con tanta brusquedad que el hierro tintineó contra las piedras verdes del hogar. Se volvió hacia Renno y encontró al sirviente muy afanado, repentinamente, con el arcón donde guardaban la leña.
-¿Qué es esto? -demandó el mago.
-¿Qué es qué, amo? -preguntó Renno, procurando esquivar el rostro.
-Esto.
El mago señaló a la chiquilla.
-No sé a qué...
El mago suspiró, soltando el aire con fuerza.
-No te hagas el tonto conmigo, Renno. Puede que seas algo bobo, pero no creo que seas estúpido. Me has traído una chica, y yo específiqué un chico, ¿no?
-Sí, amo. -La expresión de Renno era sumisa.
-Entonces ¿por qué veo una chica?
-Amo -la voz del sirviente era aún más sumisa-, no había ningún chico disponible.
-¿Ninguno?
-Los torneos del duque atraen a Borbant a todos los muchachos jovenes -dijo Renno-. En el mercado no pude encontrar más que hombres viejos y cansados, y niños acabados de destetar. e incluso éstos eran increíblemente caros.
Néstor lo miró fijamente.
-¡Mejor un hombre viejo que una chiquilla boba! ¿Qué voy a hacer con ella, Renno? Dime: ¿qué mago tiene de aprendiz a una chica? ¿Qué dirán en el cónclave de mediados de mes? -El hechicero sacudió la cabeza con rabia-. Tendrás que devolverla.
-¿Devolverla? -Los oscuros ojos de Renno se ensombrecieron_ ¡No podéis decirlo en serio, amo! El mercado está cerrado ahora, y no tiene ningún sitio adonde ir. Es huérfana. No tiene a nadie. ¡No podemos echarla a la calle, al frío de la noche!
-¡Bah, eres un sentimental y un chiflado! -gruñó Néstor-. Es lo que siempre he dicho. Y es lo que siempre has sido.
La expresión de Renno era profundamente contrita.
-Eso es cierto. Jamás me atrevería a negarlo.
-¡No empeores las cosas con tu bobalicona actitud aquiescente! -tronó el mago-. ¿Cómo vamos a quedarnos con ella? ¿Para qué nos vale? Te pregunto a ti: ¿para qué sirve?
-Bueno, podría intentar enseñarle unas cuantas cosas...
Los ojos del mago se habían tornado acerados y fríos.
-Enseñarle, ¿qué?
-Cosas. -El sirviente bajó la vista al suelo entarimado-. Puede aprender. Un poco, por lo menos.
Néstor no estaba seguro de si la expresión de Renno era realmente contrita o simplemente astuta.
-En cualquier caso, puede dejar que se quede aquí hasta el próximo día de mercado -continuó el sirviente-. Será a final de mes. Entonces la llevaré y la venderé.
-¡Pero eso es después del cónclave! -dijo Néstor-. ¿Qué voy a hacer en la gran asamblea? ¿Presentarme ante mis colegas sin un aprendiz que me ayude?
-Podría adiestrarla.
-¿En la hechicería?
-Es lo que tenía pensado, amo. No estaría bien asistir al cónclave sin un aprendiz. -Renno hizo una pausa-. Sobre todo sí Dalbaeth está allí, esperándolo.
Néstor frunció el entrecejo.
-¡Bah! Deja que sea yo quien se preocupe de Dalbaeth. Ese tipejo nunca me ha perdonado que derrotara a su padre hace mucho tiempo. Pero no te preocupes. Puedo ocuparme de él, con aprendiz o sin él. -Néstor se volvió y bajó la vista hacia Dora. Sacudió la cabeza- Además, fíjate lo pequeña que es. Y esas manos, tan diminutas... No
sirven para hacer conjuros. Probablemente ni siquiera sirvan para los quehaceres domésticos.
-Eso no es verdad -protestó Dora-. Puedo limpiar. Y cocinar. Póngame a prueba.
El mago la miró de hito en hito, pensativo, con un destello azulado en sus ojos grises. El aullido del viento pareció hacerse más y más intenso. La chiquilla esperó, sosteniéndole la mirada sin asomo de miedo.
-Oh, de acuerdo -dijo Néstor-. Supongo que no puedo echarte en plena noche, ¿no? Puedes dormir en ese catre, al lado de la chimenea, niña. Y no quiero oírte decir ni pío, ¿está claro? Tengo que hacer un trabajo importante, y no quiero que me moleste una mocosa parlanchina.
-Yo no soy una mocosa parla... lo que sea -repuso. Y de inmediato, levantando la cabeza en un gesto digno, recogió las tazas de té y las metió en el fregadero de piedra blanca, colocado sobre su robusto de madera. Se dedicó afanosa a fregarlas y secarlas. Cuando hubo terminado, las tazas brillaban a la luz de las velas, más limpias de lo que lo habían estado en todo el invierno. Sin pronunciar una palabra más, la chiquilla se subió al catre de juncos trenzados, se hizo un ovillo bajo la capa, y se quedó dormida antes de que el mago tuviese oportunidad de invocar sobre ella un sencillo conjuro de sueño.
-Por esta noche -rezongó Néstor al tiempo que sacudía la cabeza con énfasis-. Pero sólo por esta noche. -Se acomodó en su sillón junto al fuego, abrió el libro de magia, y se durmió antes de haber terminado de leer el primer encantamiento para propiciar un sueño tranquilo.
A la mañana siguiente, Néstor se despertó con el aroma de tortas de harina recién hechas, y de leche caliente. El libro de hechizos estaba en su regazo, y sus rodillas protestaban con los viejos y familiares dolores.
-El té está preparado -dijo una voz extraña. Era aguda, cantarina, con una insinuación de ceceo.
Una mano pequeña le tendía una taza de té, llena a rebosar con la humeante infusión.
-¿Eh? -Néstor, perplejo, bajó la mirada hacía unos ojos azules y una nariz respingona-. Niña, ¿qué haces aquí?
Una expresión de impaciencia cruzó fugaz por el rostro de Dora.
-Me dijo que me quedara, ¿recuerda?
Las últimas sombras del sueño desaparecieron y el mago empezó a recordar los acontecimientos de la noche anterior. La nueva aprendiza, sí. Muy pequeña. Flaca. ¡Y además chica, por si fuera poco!
-¡Renno! Renno, ¿dónde estás?
-Aquí, amo. -El hombrecillo entró presuroso en la habitación, cargado con una brazada de leña.
-Tienes que devolver esta chica de inmediato.
-No puedo, amo.
-¿Por qué no?
-Porque no puedo. ¿Adónde voy a llevarla? El mercado está cerrado, hasta final de mes. Se lo dije anoche.
El hechicero apretó los labios con irritación.
-Mmmmm. Sí, eso es cierto, supongo. Desde luego. -Jugueteó con su barba-. Está bien, niña, tendrás que ponerte a trabajar. Supongo que no sabrás ningún conjuro de limpieza, ¿verdad?
-¿Conjuro? -Los azules ojos de la chiquilla, abiertos como platos, le miraban con franqueza-. Nunca he hecho magia, señor. Y tampoco quiero hacerla. -Sus cejas claras se fruncieron y la chiquilla se estremeció. En voz baja dijo-: Es mala.
Renno hizo un ruido que podría haber sido una risa contenida. Néstor lo miró ceñudo, pero, antes de que pudiese decir nada, su sirviente salió presuroso por la puerta principal y desapareció en el patio.
-Bueno, supongo que puede ser mala -admitió Néstor. El mago se rascó la barba con gesto pensativo-. Cuando está en malas mano, Menos mal que no quieres aprender magia. Las chicas no son buenas hechiceras. Y, a mi edad, ya no tengo la paciencia necesaria para instruir a una bruja.
Ella le dirigió una mirada perspicaz.
-¿Qué edad tiene?
-Eso a ti no te importa, señorita. -Néstor agitó un dedo hacia la chiquilla-. Esa chimenea necesita barrerse. Y a las estanterías de los libros no les vendría mal quitarles el polvo.
-Toda la casa está asquerosa -dijo Dora, haciendo un gesto de asentimiento-. Nunca había visto tanta porquería. Ha sido un acierto que me trajera para cuidarlo.
Néstor se planteaba la posibilidad de utilizar un conjuro de mutismo, cuando Renno entró en el cuarto como una exhalación, fuera de sí.
-¡Fougasse! -gritó-. ¡Está allá arriba!
Néstor parpadeó.
-¿El dragón? No puede ser. -El mago se acercó a la puerta y escudriñó con incertidumbre el cielo azul pálido, resguardándose los ojos con la mano-. No es época de reproducción. Es imposible. Los dragones nunca vuelan cuando hace frío.
En el horizonte, lo que parecía ser un ave movía perezosamente las alas, en las que se reflejaba la luz del sol. Néstor estrechó los ojos. El ave parecía tener un cuerpo alargado, sinuoso. A medida que se acercaba, el mago pudo distinguir la cabeza de reptil y los funestos ojos rojos.
No, no era un ave. Ni mucho menos. El mago suspiró.
-Es Fougasse, en efecto. No imaginaba que tuviese tan poco sentido común como para molestarme antes de haberme tomado un buen desayuno.
-¿De verdad es un dragón? -preguntó Dora. Sus ojos estaban muy abiertos por el asombro-. Nunca había visto uno.
-Bueno, no te quedes ahí como un pasmarote, niña. Entra en casa. Podría tentarle un bocado apetitoso como tú.
Con un chillido de espanto, Dora se escondió presurosa tras el mago aferrándose a la parte trasera de su túnica.
El dragón volaba en círculos sobre ellos, los ojos relucientes, el cuello escamoso brillando con la luz del sol.
-Saludos, Néstor -gritó. El dragón hablaba en la antigua lengua.
-Fougasse, ¿qué te ha hecho remontar el vuelo con este frío? -repuso el mago.
-Un fulgor rojo en las colinas occidentales. Y ahora veo qué es. Los árboles están ardiendo.
-¿Qué? ¿Cómo?
-Una fechoría de los elfos. Los bosques se consumirán.
-No, si yo puedo evitarlo.
El dragón soltó un chorro de vapor en lo que podía interpretarse como un gesto de aprobación. Los ojos rojos parpadearon una vez, y las alas escamosas batieron furiosamente en el frío aire al tiempo que la criatura giraba y se remontaba en el cielo. Al cabo de un momento era un punto dorado en el horizonte lleno de humo.
-Estúpidos elfos, haciendo disparates en pleno invierno -dijo Néstor-. Probablemente estaban jugando con hechizos. Se lo he advertido varias veces. Renno, ensilla la mula... Ensillada convenientemente para el invierno, ¿me oyes? Con dos... No, tres mantas.
-¿Va a ir solo? -El sirviente clavó sus oscuros ojos en el mago.
-Entonces, ¿quieres acompañarme?
--Tengo que pensar en el bienestar de mi familia, eminencia. -Renno parecía consternado.
-Lo que imaginaba. -El mago sonrió-. Muy bien, quédate. -Volvió`la mirada hacia la chiquilla-. Si tuviera un aprendiz como es debido lo llevaría conmigo. Pero a esta niña, no.
Dora hizo un gesto mohíno con los labios.
-Debería llevarme -dijo-. Necesita que alguien cuide de usted.
Néstor reculó como si lo hubiesen herido.
-No me digas. ¿De veras?
-Sí. ¿Qué me dice si la mula tropieza y se rompe una pata? ¿Y si se pierde usted en el bosque? ¿Quién le hará la comida? ¿Quién sostendrá su bastón por la noche? ¿Quién conducirá a la mula cuando esté cansado? ¿Quién...?
-Tú no, desde luego!
-Muy bien, pero recuerde esto: si se pierde o se cansa o pasa hambre no será culpa mía -dijo Dora, que dio media vuelta y entró corriendo en la casa.
Néstor masculló una imprecación al aire.
-¡Renno, olvídate de la mula! Iré por aire. -El mago estiró los brazos hasta que se arquearon como alas y articuló un grito extraño, cristalino. Y donde un momento antes estaba Néstor, ahora había un ave enorme, de plumaje gris y ojos dorados, penetrantes. Silenciosamente, batió las alas hasta remontarse alto, por encima de la casa, y luego viró hacia el este, a una velocidad constante.
En la puerta, de pie uno al lado del otro, el sirviente y la chiquilla siguieron con la mirada a la enorme ave, hasta que sólo fue una gran mancha desdibujada en lontananza. Renno se volvió hacia Dora y movió la cabeza arriba y abajo.
-Buen truco para ser un viejo hechicero -comentó pensativo. Le dio unas palmaditas a la niña en el hombro-. Mejor será que te pongas con la limpieza, pequeña. Yo tengo que cortar una carga de leña o al mago le saldrán sabañones cuando regrese. -Silbando una melancólica tonada, Renno se echó al hombro su hacha de metal negro y desapareció entre los árboles de troncos grises que había al otro lado del claro.
Dora se quedó un instante más en la puerta, aspiró hondo el frío aire, .y luego entró en la casa. Hoy había presenciado maravillas. ¡Un dragón! ¡Un mago transformado en una inmensa ave! Se detuvo y recorrió la habitación con la mirada.
El sol matinal se había ocultado tras una nube, y la pálida luz resultante arrojaba una enfermiza iluminación a través de la ventana delantera.
De las vigas colgaban telarañas. Los antepechos de las ventanas tenían una gruesa capa de suciedad, y los cristales estaban mates por la lluvia de muchas tormentas y el relente de muchas madrugadas.
-Un poco de magia no sería tan mala idea -reconoció-. Esta casa no se ha limpiado desde que el mago era joven.
Cogió la escoba de su rincón y se puso a barrer, chasqueando la lengua de vez en cuando ante la tremenda suciedad. Se levantaron densas nubes de polvo mientras trabajaba, y estornudó una, dos, tres veces,
-Salud. Que las bendiciones del archimago sean contigo -dijo una voz profunda, agradable.
Dora giró veloz sobre sus talones.
-¿Quién está ahí?
La habitación estaba vacía.
-He dicho «salud».
-Renno, ¿me estás tomando el pelo?
-Oh, lo olvidé -dijo la voz alegremente-. No puedes verme ¿verdad?
Un sonido, como de tela rasgándose, llenó la habitación.
Apareció un felak de lustroso pelo azul, enroscado sobre el cojín de grueso tejido del banco de tres travesaños. Sus brillantes ojos naranjas parpadearon mientras la miraban.
-Vaya -exclamó-. Eres una humana bastante bajita, ¿no?
-¿Quién te enseñó a hablar? -preguntó Dora con voz estridente
-El mago, ¿quién iba a ser? -El felak estiró su largo cuello y empezó a rascarse la barbilla con la pata media izquierda. Hizo una pausa en mitad de un golpe particularmente vigoroso, y la observó con la cabeza ladeada-. ¿Por qué estás utilizando la escoba? Eso es tener ganas de complicarte la vida, ¿no te parece? ¿Es que no sabes los conjuros de la limpieza?
Dora, con los brazos en jarras, lo miró furibunda.
-Por supuesto que no.
-¿Por qué no? ¿Qué clase de aprendiza eres?
-No soy aprendiza de ninguna clase.
-Néstor se está haciendo viejo -declaró el felak-. Está olvidando el tipo de instrucción básica que tiene que tener un aprendiz. Bueno, no importa. Yo le pondré remedio. ¿Ves ese libro grande, blanco y dorado en la estantería de arriba? Cógelo.
Dora estiró el cuello.
-Está muy alto. No alcanzo.
-¡Pues entonces súbete encima de algo! -dijo el felak con una nota de irritación en el tono.
Con precaución, Dora se encaramó sobre el brazo del sillón haciendo equilibrio, agarró el libro, y bajó tambaleándose. La cubierta era suave al tacto y brillaba en algunos puntos, como si muchas manos hubiesen tocado el velloso cuero y lo hubiesen desgastado.
-Busca la tercera página y lee el conjuro en voz alta.
-No sé leer. Y menos aún las runas.
El felak dejó de atusarse el pelaje y la contempló con una inequívoca expresión de fastidio.
-¿No sabes leer? Me parece que empiezo a no entender a Néstor. ¿Por qué compraría una aprendiza iletrada? En realidad, ¿por qué molestarse en adquirir una chica, para empezar?
-No fue él. Renno me compró.
-Ah, eso es otra cosa. -El felak bostezó, dejando a la vista dos hileras idénticas de dientes triangulares y afilados, alineados dentro de su verde pico. Se incorporó sobre sus patas traseras, saltó al brazo del sillón en el que estaba Dora, y, posándose en él, asomó por encima del hombro de la chiquilla para ver el libro que tenía sobre el regazo. Las borrosas runas del libro de hechizos estaban escritas con tinta dorada-. Ahora, escucha con atención y observa lo que pasa.
Dijo algo en un susurro sibilante. Dora no alcanzó a entender las palabras, aunque puso empeño en ello. La fuente refractaria de arcilla roja que estaba sobre el hogar flotó en el aire, voló por la habitación, y empezó a mojarse en el fregadero, salpicando agua alegremente.
La chiquilla la observó con fijeza, los ojos desorbitados.
-¡Qué maravilla!
-Muy bien. Ahora, inténtalo tú -dijo el felak-. Con esas tazas de té. Repite estas sílabas: re, osum, emosum, tem.
Dora articuló las extrañas palabras con titubeos, atascándose en la última. Esperó. Pero las tazas de té permanecieron sobre el hogar, inmoviles. Sentía un cosquilleo en los pies, como si se le hubiesen quedado dormidos. Dio unas patadas, bajó la vista, y se quedó sin aliento. Una capa fina de pelaje púrpura empezaba a crecerle como hierba retoñada en los pies.
-¿Qué hice mal? -gritó.
El felak emitió un sonido que recordaba una risita humana.
-La última palabra es «tem». Una sílaba. Sólo una. Tú le añadiste otra. Lo que da la casualidad que es el conjuro de vellosidad. -El felak se echó a reír otra vez-. Qué tono púrpura tan encantador tiene ese pelaje -se carcajeó-. Me gusta cómo complementa tu cabello.
-Haz que desaparezca -gimió Dora.
-¿No te gusta? -El felak sacudió la cabeza-. A mí me parece que te queda muy bien. -La criatura asintió con evidente satisfacción, dio unas vueltas alrededor del cojín, se sentó, y cerró los ojos.
Dora se miró horrorizada los pies.
-Espera. ¡No puedes dormirte ahora! -chilló-. ¡Ayúdame, por favor! ¡No quiero tener pies peludos!
El felak roncó plácidamente.
Renno abrió la puerta principal y entró con un cubo lleno de agua. Casi lo dejó caer cuando vio el pelaje púrpura en los pies de Dora,
-¿Qué has hecho, criatura?
Las lágrimas corrían a raudales por las mejillas de Dora.
-No he sido yo. Fue el felak quien lo hizo.
-¿Qué felak?
-El del mago.
El sirviente frunció el entrecejo y se rascó la cabeza.
-Pero él no tiene tal bestia.
-Está dormido ahí. -Dora señaló el banco de tres travesaños, pero el cojín estaba vacío. El felak había desaparecido.
-Creía que no sabías leer runas -dijo el sirviente, que había estrechado los ojos en un gesto de sospecha.
-Es verdad. No sé nada sobre esas cosas de magia. -Dora se miró afligida los velludos dedos de los pies-. Y lo que he visto no me gusta. Pero ¿qué voy a hacer ahora?
-Espera que regrese el mago -repuso Renno, encogiéndose de hombros-. Limpia la casa, y espera.
Dora observó fijamente el banco. No iba a recibir ayuda alguna de un cojín vacío. Y tampoco de Renno.
La chiquilla tenía un carácter práctico. Suspiró, cogió la escoba, y se puso a trabajar, recordándose a sí misma que un estómago vacío era aún peor que un poco de pelambre púrpura.
Cuando las primeras estrellas empezaron a titilar en el cielo crepuscular, Néstor regresó. Cojeaba, su barba estaba chamuscada, y las cejas le habían desaparecido.
-¡Amo! -Renno metió el hombro bajo el brazo del mago y lo ayudó a llegar hasta su sillón frente a la chimena. Hizo un gesto a Dora- Niña, trae té. Deprisa.
Néstor dejó que lo ayudara a quitarse la capa y las botas, y a acomodarse en el acolchado sillón.
.-Estúpidos elfos -dijo. Tenía la voz enronquecida-. Primero prenden fuego al bosque. Luego secan el cauce del río. Y, mientras yo me afano por sofocar las llamas, ¿me prestan alguna ayuda? Ni una pizca. Se quedan allí, soltando risitas y señalando, como una bandada de pájaros bobos, incluso cuando sus propios nidos nocturnos corrían peligro de prenderse. Los muy necios estaban demasiado ocupados en prender más fuegos a mis espaldas, en lugar de proteger sus propios hogares. -Néstor hizo una pausa y tomó un buen sorbo del humeante té-. Ah, qué bueno. Y no se hable más del asunto. Ahora... -Se interrumpió a mitad de la frase y miró de hito en hito los pies de Dora. Su frente se frunció-. ¿Qué significa esto, niña?
Dora escondió un pie detrás del otro, azorada.
-No lo hice yo, señor. Fue el felak.
-¿El felak? No digas tonterías. No he tenido un felak aquí desde antes de que Renno naciera.
-Si es invisible la mayor parte del tiempo, ¿cómo sabría usted si está o no está aquí? -argumentó Dora, sosteniendo la mirada del mago.
-¿Eh? -Néstor sacó la cabeza y soltó una risita-. Ése es un buen argumento. Bueno, quizá fue un felak. Pero ¿qué es lo que intentabas hacer?
-Utilizar un conjuro para limpiar la casa.
Néstor echó un rápido vistazo alrededor de la habitación. Las telarañas habían desaparecido. Las ventanas relucían como nunca.
-Parece que encontraste tus propios hechizos. Quizás uno o dos más de los necesarios. Supongo que no querrás conservar esa pelambre, ¿verdad?
-No, señor.
-Lo imaginaba. -El mago señaló los pies de la chiquilla y articuló tres palabras bruscas que sonaron algo así como: ak, sum, re.
Una sensación cosquilleante recorrió los pies de Dora. La pelambre había desaparecido sin dejar rastro. La niña miró sonriente al mago.
-En el futuro, sé más cuidadosa con los conjuros -le dijo Néstor muy solemne. Bostezó, cerró los ojos y, antes de que Dora pudiese darle las gracias, se había quedado dormido.
Cuando llegó la mañana, las piernas y la espalda del mago estaban tan rígidas como las tablas del viejo entarimado. Néstor gruñó, gimió, se esforzó por incorporarse, y finalmente llamó a Dora por señas para que lo ayudara a levantarse de la cama.
-Dioses, no es nada divertido hacerse viejo -rezongó-. No envejezcas nunca, muchacha, si puedes evitarlo.
Se calentó junto al fuego mientras Dora le preparaba el desayuno. Con actitud melindrosa, se comió las tortas de harina y se tomó la leche humeante. Néstor se sintió mucho mejor después de haber comido. Tenía trabajo que hacer. Conjuros que leer. El mago plantó los pies en el suelo y se incorporó despacio, enderezándose al mismo tiempo. El dolor le recorrió las piernas y se le extendió por la espalda. Jadeando, Néstor se hundió de nuevo en su sillón.
-¿Qué le pasa? -preguntó Dora.
-Reumatismo -respondió Néstor.
-Le prepararé un emplasto. Le dará calor a sus piernas.
-¿Un emplasto? -El hechicero la miró con escepticismo-. Supongo que un dragón te enseñó medicina, ¿no?
-A decir verdad, no. -La chiquilla le lanzó una mirada desafiante-. Era ayudante en la trastienda del boticario en Physte. Aprendí un poco de esto y otro poco de aquello.
-Mmmm. Bien, probaré cualquier cosa que me desentumezca los músculos y calme estos dolores. Prepara tu ungüento, niña.
La expresión de Dora se tornó anhelante.
-Necesitaré hierba de grana, meliloto y aceite de lino.
-Lo encontrarás todo en los jarros que hay junto a la ventana de la cocina. Pero asegúrate de leer antes las etiquetas. Si es que sabes leer.
-Conozco bien el aspecto de las hierbas, y con eso me basta. No necesito leer. Pero ¿cómo voy a alcanzarlas? Están en un vasar muy alto.
-Te las cogeré yo -repuso Néstor. Pronunció dos palabras con rapidez. Tres frascos de piedra moteada flotaron por el aire y se detuvieron a los pies de Dora.
Machacó las hierbas con cuidado en el mortero del mago, después las mezcló con miel y parafina para formar un bálsamo calmante.
-Aaaah -suspiró Néstor. Sus piernas estaban entrando en calor, y los dolores y molestias empezaban a calmarse-. Mejor que con magia.
-Le vendría bien un baño caliente -dijo Dora.
-Más tarde, niña. Más tarde. Tengo cosas que hacer. Cambiar el tiempo; echar a las ratas del almacén del panadero... -Las palabras del mago se interrumpieron al ver a Dora esforzándose en volver a colocar los pesados frascos en su sitio, junto a la ventana-. Eso no funcionará -afirmó-. En absoluto. Muchacha, te conviene aprender unos cuantos conjuros mágicos para las tareas de la casa, y así no acabaré teniendo que ocuparme yo de mover todas las cosas pesadas.
-No sé si...
-Bueno, pues yo sí lo sé. -Los ojos grises de Néstor centellearon- Siéntate aquí y pon atención.
Dora se encaramó a la banqueta que había junto al mago.
-Ahora repite esto con cuidado: cana, ferem, asturem.
Dora pronunció las palabras despacio, con apenas un hilo de voz. No ocurrió nada.
-Más alto. Y pronuncia con más claridad, niña. Y alarga la primera sílaba.
-Caaana. Feeerem. Aaaasturem.
Para sorpresa de Dora, los frascos saltaron de vuelta a los huecos correspondientes en la repisa de la ventana.
-¡Maravilloso! -Batió palmas-. Es como cantarles para que ocupen su sitio.
Néstor asintió hasta que su barba brincó sobre el pecho.
-En cierto modo, supongo que así es. -Sonrió cuando Dora ordenó al cazo de la leche que se colocara en el armario. Y casi soltó una risa cuando hizo otro tanto con el mortero y el majador. Pero, cuando la silla de asiento de anea estuvo a punto de golpearlo en su premura inducida por el conjuro para regresar a su posición cerca de la chimenea, Néstor levantó una mano-. ¡Basta, niña! Esto es un trabajo serio, no un juego. Ahora, acércate y te enseñaré el modo apropiado de limpiar la casa sin agotar tus energías. O poniéndome a mí en peligro.
El hechicero y la chiquilla pasaron el resto del día juntos, practicando palabras extrañas y frases arcanas. Como Dora no sabía leer, se vio obligada a aprender los conjuros oralmente; Néstor los pronunciaba y ella los repetía con cuidado hasta que se los sabía de memoria. Y de este modo aprendió conjuros para fregar, para mezclar, para secar e íncluso para cocinar.
-Ése no me interesa mucho -dijo-. Se me quemarán las tortas de harina con él.
-Practica -aconsejó Néstor-. La práctica hace más fáciles las cosas.
En los días que siguieron, Dora comprobó que había mucho de verdad en las palabras del mago. A no mucho tardar, había dominado los conjuros de tareas de la casa y se sentía bastante segura dando instrucciones a un pastel para que se mezclara y se cocinara él mismo, al té ardiente para que se sumergiera en el agua, y a las camas para que se airearan en el porche delantero.
Renno, mirándola trabajar una mañana, esbozó una sonrisa tan ancha que su rostro se convirtió en un amasijo de arrugas.
-Diría que eres rápida aprendiendo, chica -comentó-. No eres tan mala aprendiza, después de todo.
Néstor apareció de improviso a sus espaldas, ceñudo.
-¿Aprendiza? ¿Qué aprendiza? -dijo el mago-. Es una criada doméstica, Renno. Sigo necesitando un aprendiz.
-Pero ella lo ha hecho muy bien.
-Oh, admito que la casa está limpia. La colada lavada y seca. Las tortas de harina están buenas. Pero cualquier bruja que acabase de iniciar su instrucción podría dominar esos trucos caseros. No, lo que necesito es un aprendiz adecuado. Un chico alto que me traiga mi libro de magia, que me represente en la reunión de la ciudad, que me lleve el bastón... Y antes del cónclave. Sólo disponemos de unos pocos días, Renno. Tendrás que intentarlo en el mercado de Sporvan.
-No hay tiempo, amo -objetó el sirviente, sacudiendo la cabeza-. El mercado de Sporvan no abre hasta el día siguiente del Día de la Festividad. Y para entonces será demasiado tarde. El cónclave empieza esa misma mañana.
Néstor puso una cara avinagrada.
-Tienes razón. Por las estrellas, muchacha, supongo que tendré que arreglarme contigo hasta después del cónclave. ¿Crees que puedes aprender unos cuantos conjuros más antes del Día de la Festividad?
-No lo sé -repuso Dora. Miró al mago con desánimo-. No creo que mi pobre cabeza pueda retener mucho más.
-Inténtalo -pidió Néstor-. Inténtalo con empeño. O quizá decida darte una nueva cabeza con un poco más de espacio... y cabello verde.
-No haría algo así. -Dora se agarró sus rizos pelirrojos.
-No tientes a un mago cuando está de mal humor, niña. ¡Ahora, ven aquí, guarda silencio, y aprende!
Durante seis mañanas seguidas, después de que Dora hubiese terminado sus tareas, se sentaba obedientemente al lado del mago y practicaba las runas básicas de la magia. Al principio sus conjuros fallaban. En más de una ocasión, Néstor tuvo que deshacer un hechizo medio ejecutado para evitar que la casa ardiera o que hasta el último trozo de madera que había en ella se transformara en hierro. Pero, finalmente, Dora pudo hacer que el bastón de marfil del mago flotara de un extremo a otro de la habitación, apagar fuego haciendo que brotara agua de la tierra, transformar cucharas y cuchillos en pequeños roedores plateados, y conseguir que unas botas caminaran solas por el suelo.
-Está lo mejor preparada que puede estar -opinó Renno.
-Sí, supongo que contar con ella es mejor que con nada. Pero necesita una capa adecuada, Renno.
-Sí, amo. Eso sí que le hace falta. -El sirviente asintió con un cabeceo-. Mi buena esposa puede hacerle una con franela.
-Creo que será suficiente -dijo Néstor-. Y que sea azul, Renno.
El sirviente se volvió y miró fijamente al mago.
-¿Azul? -repitió-. ¿Por qué azul? Todos vuestros otros aprendices la llevaban negra.
-Ninguno era una niña, ¿verdad? Ni tenían los ojos azules, ¿no? -Néstor soltó una risita-. Tiene que ser azul, Renno. Y no se hable más.
Amo y sirviente intercambiaron una sonrisa, en silencio.
-Bien, entonces me marcho -anunció Renno-. Que tengan un buen día. -Silbando una melodía alegre, se dirigió presuroso a su casa.
La mañana del cónclave amaneció fría, con unas nubes bajas que presagiaban nieve para el mediodía. Néstor alzó la vista al cielo, con los ojos entrecerrados.
-Conque nieve, ¿eh? -rezongó-. Ya lo veremos. -Se retiró la capa de piel blanca de encima de los hombros, y levantó los brazos. En su mano derecha sostenía el lustroso bastón de marfil. El cayado brillaba con un fulgor ambarino, como la miel a la luz del sol. Cuidadosamente, el mago trazó unos círculos con él. Luego plantó con fuerza la punta en el suelo. Con la otra mano, Néstor hizo un amplio ademán, como si quisiera abarcar con él toda la bóveda gris del cielo.
.-¡Qua-Sachem-Moree! -gritó, y su voz fue como el trueno de una tormenta de verano-. ¡Sheft-Kazem-Bansin!
Un cegador rayo de sol hendió el cielo encapotado como un cuchillo de oro. Después, otro. La luz del sol había hecho jirones las nubes, que se dispersaron rápidamente, y el astro brilló alegremente en el radiante cielo azul. Un pájaro invernal llenó el aire de notas musicales. Seria un día claro, hermoso.
-Eso está mejor -dijo Néstor. Se frotó el estómago, con aire pensativo. Le llegó el aroma de tortas de harinas recién hechas, y lo atrajo al interior de la casa-. Primero el desayuno -decidió-. Después nos ocuparemos del cónclave de hechiceros.
-¿Estarán allí todos los magos de las cuatro comarcas? -quiso saber Dora.
-De las cuatro comarcas y más allá -repuso Néstor-. Así que adopta una actitud de sagacidad, abre bien los ojos, y sujeta la lengua. A loa aprendices se los tiene que ver, no que escuchar. -Masticó con satisfacción. Cuando hubo terminado, su plato y su taza se retiraron por sí mismos. Dora y Renno habían comido hacía horas.
La chiquilla apareció con una capa de color azul cielo. Sonrió anhelante y dio vueltas delante del mago.
-Preciosa -aseguró Renno.
-Se volverá una presumida si empiezas a halagarla y a llenarle la cabeza de tonterías -gruñó Néstor.
Dora se echó a reír.
-Entonces no me quedará sitio en ella para más hechizos, ¿verdad?
Néstor se aclaró la garganta, aunque mas parecía que estuviese conteniendo la risa.
-Pongámonos en marcha -dijo-. Renno, cuida de la casa hasta nuestro regreso. Niña, cógete de mi mano.
Vientos silenciosos parecieron converger sobre ellos desde todas partes, haciendo ondear sus ropas y agitándoles los cabellos. Las paredes de la casa se empezaron a desdibujar más y más, hasta desaparecer, y por un instante se encontraron en un espacio blanco, extraño. Entonces unos muros oscuros se alzaron a su alrededor, recargados de sonadera vieja y tiznados por el humo. Néstor y Dora se encontraron en medio de un hermoso salón de banquetes, y a su alrededor había muchos hechiceros vestidos con capas de todos los colores del arco iris.
-Néstor -llamó uno que tenía una barba rojiza y espesa-. Bien hallado.
-Annesh -saludó Néstor-. Y Rovard.
Un hechicero bajo, cuya calva cabeza brillaba a la luz del fuego, le hizo un guiño y dijo:
-Un día estupendo, gracias a ti.
Todos llevaban bastones y hablaban bulliciosos. Dos magos jóvenes flotaban en el aire, y hacían juegos malabares con esferas de luz azul, por encima de las cabezas de los reunidos. En un rincón, un hechicero alto, vestido con una capa verde, empezó a transformarse y se convirtió en un dragón dorado cuyos ojos brillaban con fuego rojo, y a
continuación el dragón se transformó en un caballo blanco, alado, con las crines plateadas, y éste dio paso a una extraña bestia con garras y pelambre verde.
Dora miraba con los ojos muy abiertos. Apenas si podía pensar con tanto ruido. Tímidamente, miró de reojo a los otros aprendices. Eran muchachos vestidos de negro, que la empequeñecían; parecían jóvenes gigantes, y mucho mayores, y mucho más sabios. Caminaban tras sus maestros con altiva seguridad, saludándose con cabeceos unos a otros e intercambiando alguna que otra pulla. Dora se retiró la capucha de muy mala gana. Su cabello rojizo dorado relució a la luz del fuego.
Se hizo un repentino silencio. Los hechiceros y aprendices reunidos, magos y sirvientes, todos miraron fijamente a Dora como si no hubiesen visto algo así en su vida.
-¡Vaya, Néstor! -dijo el hechicero calvo llamado Rovard, con una ancha sonrisa-. ¿Qué es esto? ¿Una chica de aprendiza? Debes de estar de broma.
Néstor se irguió con gran dignidad.
-No es ninguna broma. ¿Por qué no una chica? Es rápida aprendiendo y muy viva.
-Pero con esas manos tan pequeñas... -objetó Rovard.
Annesh sacudió la cabeza hasta que su roja barba se zarandeó de lado a lado.
-Lo siguiente que veremos serán felaks y esfinges.
Todos se echaron a reír. Pero en medio del regocijo general se alzó una voz áspera y fuerte.
-¡Vaya, barba gris! Veo que sigues tan necio como siempre. No puedo creer que te consideres lo bastante digno de acudir a esta reunión. Deberías estar en tu casa, junto a la chimenea.
Una vez más, la sala se sumió en el silencio.
Néstor se volvió; sus grises ojos relucían azules por la cólera.
El que había hablado era un hombre de complexión mediana, con cabello negro, bigote, perilla ojos del color del hielo. Vestía una capa gris con una capucha forra con piel oscura.
-Dalbaeth -dijo Néstor-. Tenía la esperanza de que no nos encontraríamos.
-Es lo que has estado diciendo desde el día que engañaste a mi padre y reclamaste la victoria -repuso Dalbaeth, en cuya voz se advertía un frío desprecio-. Tienes miedo de que te venza.
-No puedo temer lo que es imposible -replicó Néstor. Se dio la vuelta para alejarse.
Dalbaeth se interpuso en su camino y plantó su bastón negro en el suelo con firmeza.
-Te reto.
Néstor se quedó inmóvil. Sus ojos centelleaban con un fuego azul.
-No seas necio -intervino, acalorado, Annesh-. La contienda entre tu padre y Néstor quedó zanjada hace años, Dalbaeth. No prolongues este resentimiento.
-Y desde hace años he querido tener la oportunidad de rehabilitar el honor familiar -declaró Dalbaeth, cuya mirada fría no se apartó ni un instante del rostro de Néstor.
Éste hizo un brusco gesto de asentimiento.
-Como quieras -dijo-. Es mejor que arreglemos este asunto ahora.
Todo el mundo empezó a hablar a la vez. La sala se llenó de voces que protestaban o mostraban su conformidad. Sólo Rovard se hizo oír por encima del clamor:
-Aquí no -gritó-. Debéis arreglar vuestras diferencias lejos de esta asamblea, en un lugar apartado. No debe ponerse a nadie en peligro, nadie puede presenciarlo, y nadie puede ayudar.
-Desde luego -asintió Néstor-. Propongo el valle Ganz, detrás del promontorio del río.
-Acepto -repuso Dalbaeth-. ¿Cuándo?
Néstor lo miró fijamente a los ojos.
-Ahora.
Sosteniendo todavía la mirada de Dalbaeth, Néstor pronunció cinco palabras con gran rapidez.
La sala giró a su alrededor, y los muros se tornaron una mancha blanca borrosa. Después, los muros desaparecieron y los dos hechiceros se encontraron en medio de una ancha pradera bordeada de árboles altos y sin follaje. En lo alto soplaba un viento frío que traía el gélido aliento del invierno.
-¿Qué hace esa niña aquí? -demandó Dalbaeth.
Néstor giró en redondo y encontró a Dora sentada en el suelo, detrás de él.
-¡Criatura! No tenías que venir conmigo. ¿Por qué no te quedaste en la sala?
-Lo siento. Pero se movió tan deprisa que no tuve tiempo de soltarme. No pude evitar agarrarme a su túnica y me transportó con usted.
-Te enviaré de vuelta -dijo Néstor.
-No, por favor. Quiero quedarme.
Las cejas del mago se fruncieron.
-Este no es un sitio para que estén niños.
-Soy su aprendiza. -Dora se cruzó de brazos-. Lo dijo usted mismo.
Dalbaeth estalló en carcajadas.
-Una chica de aprendiza. ¡Qué apropiado! Y supongo que lo siguiente que se te ocurrirá será enseñar a una mula a que haga conjuros, ¿no?
-Como quieras, niña. -Los ojos de Néstor centelleaban-. Pero manténte apartada y a resguardo. -Señaló un montón de piedras verdosas que había a un lado de la pradera-. Ponte a cubierto.
Dora se asomó por un lado del suave y resbaladizo peñasco. Parecía hielo verde bajo sus dedos.
Los dos hechiceros se cuadraron. Por un instante, pareció que el tiempo se detenía. Los dos hombres estaban inmóviles, observándose el uno al otro. Sólo se oía la voz del viento, susurrando en la seca hierba amarilla.
Como si se hubiese dado una señal, los dos hombres se pusieron en movimiento.
Dalbaeth levantó las manos por encima de la cabeza y un rayo salió disparado de sus dedos.
Néstor gritó un juramento que deshizo el rayo en luciérnagas que centellearon y destellaron un instante antes de dispersarse en el viento.
Sin hacer una pausa, Dalbaeth gritó otro conjuro, y antes de que su voz se hubiese apagado un trueno sacudió la pradera. Con un espantoso ruido, el suelo bajo los pies de Néstor se resquebrajó.
Néstor cayó y se aferró desesperadamente al mellado borde del abismo para frenar la caída. Al mismo tiempo, articuló un hechizo. Su túnica se desgarró salvajemente, y dos alas blancas, enormes, aparecieron en su espalda. Con gran esfuerzo, el mago se remontó en el cielo, alejándose del peligro. Un grito gutural le dio una inmensa cabeza de grifo. Néstor inhaló una vez y empezó a escupir bolas de fuego a su rival.
Dalbaeth levantó la mano para protegerse. Pero su perilla se chamuscó con el primer tiro. Maldiciendo, hizo salir de una brizna de hierba un espejo gigante y lo sostuvo delante de él. El espejo estaba inclinado de tal modo que la imagen alada de Néstor apareció en sus profundidades verdes plateadas. Y ahora, cada bola de fuego disparada por Néstor alcanzaba el espejo y era rechazada... directamente de vuelta a su procedencia.
Uno de los proyectiles rebotados alcanzó el ala izquierda de Néstor. Un instante después, las plumas no eran más que ceniza. Aleteando torpemente con la otra ala, el mago se precipitó hacia el suelo. Fue un golpe fuerte, y quedó tendido, inmóvil, sobre la fría hierba. El ala restante y la cabeza de grifo desaparecieron.
Dora, que lo había presenciado todo, chilló aterrada.
Con un cabeceo satisfecho, Dalbaeth arrojó el espejo, que se desvaneció en el aire. Corrió hacia el mago caído y se detuvo a su lado, con los brazos extendidos.
-Ven, espíritu de la tierra -gritó-. Cubre a este miserable con piedra. Aprésalo para siempre.
-No -chilló Dora-. ¡No!
Tenía que detenerlo, pero ¿cómo? Él era un mago todopoderoso que dominaba los propios elementos. Todo cuanto sabía hacer ella eran unos cuantos conjuros caseros. Y el truco de un felak. La idea hizo que su corazón latiera más deprisa. El conjuro del felak, sí.
Jadeando, susurró las sílabas en una rápida sucesión.
No ocurrió nada.
Dora repitió otra vez el conjuro. Y una vez más.
Dalbaeth tosió. Estornudó. Una pelambre púrpura brotó en sus mejillas, en sus manos, incluso por el borde de las botas. Estaba cubierto de pies a cabeza con una capa de pelambre púrpura. Estaba en sus ojos, en su nariz, incluso en su boca. No veía, no podía respirar. Ahogándose, el hechicero se desplomó en el suelo, articulando sordas maldiciones.
Néstor se incorporó sobre un brazo, vio lo que estaba pasando e hizo un gesto con su bastón.
Una enorme jaula de hierro, brillando con un fuego sobrenatural, se formó alrededor de Dalbaeth. El mago cubierto de pelambre apenas lo advirtió.
Por un instante, Néstor flaqueó y cayó otra vez al suelo.
-Maestro -gritó Dora-. Ha ganado. Debemos marcharnos.
Asintiendo débilmente, Néstor llamó por señas a Dora y la atrajo hacia si. Con otro gesto extraño, transportó a la niña y a sí mismo de la ventosa pradera al ruidoso salón lleno de humo, al cónclave de hechiceros, en Puerto Pequeño.
-Néstor -gritó Annesh-. ¡Has vuelto! Tan pronto. ¿Dónde está Dalbaeth?
Néstor abrió la boca para hablar, pero no le salió sonido alguno. El viejo mago luchó por respirar y cayó de espaldas. De no ser por los fuertes brazos y los buenos reflejos de Annesh, Néstor se habría desplomado, inconsciente, en el pulido suelo de ladrillos del salón.
-¡Apartaos! ¡Se ha desmayado! -bramó Annesh-. ¡Dejad sitio para que respire! ¡Y traed al herbolario!
Un hombre alto y delgado, con el cabello gris trenzado, se acercó corriendo. Se arrodilló junto a Néstor y examinó al mago con cuidado. Se levantó, sacudiendo la cabeza.
-Néstor es viejo. Muy viejo -dijo el herbolario-. Ha forzado en exceso sus poderes y está incapacitado. Mudo.
Dora se mordió los labios, desesperada.
-¿Para siempre? -preguntó.
-No lo sé -repuso el herbolario tristemente-. Quizá se recupere con el tiempo.
-Pequeña -Annesh le dio unas palmaditas en la cabeza-, es injusto para ti ser aprendiza de un hechicero incapacitado. Arreglaré las cosas para que tengas un maestro más apropiado. ¿O preferirías una bruja de maestra?
¡Una bruja de maestra! Dora vaciló, confundida.
-No lo sé. No he pensado mucho sobre ello. ¿Una bruja, dice? Eso estaría bien. Pero ¿qué ocurriría con Néstor?
-Nosotros nos encargaremos de él. Ahora ve y come algo -dijo Annesh-. Haremos después los arreglos pertinentes para tu traslado. -Le hizo señas instándola a que fuera hacia la puerta.
Entró en un comedor abarrotado de aprendices vestidos de negro. Dora llenó un plato con carne asada y pan, y tomó asiento a un extremo de la mesa larga que estaba más apartada. Nadie la miró. Nadie habló con ella. Agachó los ojos hacia la comida. Masticó un bocado de pan, sin saborearlo.
Soltó el cuchillo, se puso de pie, dejó el plato sobre la mesa, y salió presurosa del comedor.
El gran salón estaba vacío, y sus pisadas retumbaron en las paredes al atravesarlo corriendo. Halló una puerta más pequeña en un lateral, cerca de la entrada principal.
Néstor se encontraba dentro, tumbado cerca del fuego. Estaba rígido y silencioso, contemplando las llamas, con expresión sombría. Al oír sus pisadas alzó la vista. Sus ojos tenían el color azulado del hielo.
No podía abandonarlo. No lo haría. Annesh lo comprendería.
Néstor se sentó, ceñudo.
-¿Quiere que volvamos a casa? -preguntó Dora.
Él asintió débilmente.
-Entonces, vamos -lo instó con un ademán de impaciencia.
Néstor sacudió la cabeza. Sus labios se movieron, pero de ellos no salió ningún sonido.
-Oh, es cierto. Lo había olvidado. No puede hablar. -Dirigió al viejo mago una sonrisa que en parte era exasperada y en parte afectuosa-. Y no me enseñó ningún conjuro de transporte, ¿a que no?
Por toda respuesta, tuvo una mirada irritada.
Con un suspiro, Dora se echó la capucha sobre el brillante cabello y se cerró la capa para resguardarse del frío.
-Bien, vamos. Veré si podemos alquilar un caballo. A la porra la magia y sus grandes, poderes.
Néstor se levantó despacio y se arrebujó en su capa.
Dora hizo intención de cogerlo del brazo. Por un instante, el viejo mago se echó hacia atrás. Luego se encogió de hombros.
Y juntos, cogidos de la mano, el viejo hechicero y su aprendiza emprendieron el regreso a casa.
La Naga - Peter Beagle
Cada tanto me gusta leer este cuento, y ahora que lo he encontrado, lo dejo por si alguien también quiere leerlo.
Peter Beagle es también el autor de "El último unicornio", quizás su obra más conocida, que fue adaptada para una obra de animación bajo el mismo nombre, y que fue publicado en España, por Martínez Roca, en su colección "Fantasy". A quien pueda, es un cuento muy recomendable.
Peter Beagle es un escritor maravilloso, me recuerda mucho a Lloyd Alexander.
Guardo entrañables recuerdos de tardes de verano leyendo "El último unicornio" en el Parque del Escorxador, disfrutando las aventuras de Molly, de Schmendrick, de Lady Amaltea y el Toro Rojo.
"La perseverancia es las nueve décimas partes de cualquier arte"
Tal y como prometí, procedo a quotear el cuento, ya que por motivos de derechos de autor, no puede ser publicado por entero.
No obstante, animaría a quien quiera leerlo, que busque el libro "Homenaje a Tolkien" para poder disfrutar de él, y le animo asímismo a leer las aventuras de la unicornio.
No obstante, animaría a quien quiera leerlo, que busque el libro "Homenaje a Tolkien" para poder disfrutar de él, y le animo asímismo a leer las aventuras de la unicornio.
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La Naga, de Peter Beagle
Nota del autor: El siguiente relato es un fragmento de un manuscrito romano del siglo I descubierto recientemente, atribuido a Caius Plinius Secundus conocido como Plinio el Vieja Parece ser un apéndice a su gran Enciclopedia de Historia Natural, escrita poco antes de su muerte, acaecida en el año 79 después de Cristo durante la erupción del monte Vesubio. Cómo fue a parar a manos de este escritor sería otra historia en sí, y es algo que no incumbe a nadie más que a él.
Empecemos por una criatura que conocemos únicamente a través de relatos de aquellas tierras semimíticas que se encuentran más allá del Indo, donde habitan muchos dragones y unicornios. Mercaderes como los que viajan entre la India y las provincias romanas de Mesopotamia describen la naga como una enorme serpiente de siete cabezas, bestia que nosotros conocemos por el nombre de hidra. Aparte de las historias sobre la conquista de Hércules de la Hidra de Lerna, se han escrito relatos sobre los numerosos enfrentamientos con estos animales habidos cerca de las costas de Grecia y Gran Bretaña. La hidra tiene entre siete y diez cabezas, que son como testas de perro. Según dicen, estas cabezas crecen en las extremidades de unos cuellos o brazos prodigiosamente musculosos, y no devoran a su presa sino que la arrastran hasta una cabeza central, mucho mayor, que la desgarra con un pico parecido al del monstruoso loro africano. Además, se cuenta que estas cabezas y cuellos vuelven a crecer una vez partidos; al momento, según los escritores griegos, aunque la capacidad de éstos para mentir o para creerlo todo va más allá de lo imaginable. Sin embargo, no hay duda de que la hidra existe realmente. Yo mismo he hablado con marineros que habían perdido a compañeros suyos ante la voracidad de esas bestias y que, como venganza, habían hervido una viva y la habían devorado ellos mismos una vez capturada. Según parece, la hidra tiene un sabor bastante similar al de las botas con que los soldados hacen sopa en el desierto en situaciones extremas. Es un sabor difícil de olvidar.
Pero la naga es claramente de una naturaleza distinta de la hidra, por mucho que se parezcan superficialmente. Los relatos que han llegado hasta mí indican que los habitantes de la India y de las tierras de más allá suelen venerar a este animal, y de hecho lo consideran casi como un dios, aunque al mismo tiempo algo inferior a los humanos. Ésta no es la única contradicción, ya que, aunque se dice que un mordisco de la naga es venenoso para todo ser viviente, sólo algunas de ellas son consideradas peligrosas para el hombre. (La verdad es que mis fuentes de información no coinciden en cuanto a la presa habitual de la naga: algunos libros llegan incluso a sugerir que la bestia ni siquiera come, sino que vive de la leche del elefante salvaje, al que cuida y protege como nosotros al ganado.) El elemento de las nagas es el agua; se cree que tienen el poder de provocar la lluvia o de impedir que llueva, y por tanto se las debe aplacar con sacrificios y otras ofrendas y tratar siempre con respeto. Al igual que los dragones de aquí, poseen grandes tesoros en profundas guaridas. Pero, a diferencia de los dragones que conocemos, al parecer las nagas construyen palacios subterráneos de una inmensa riqueza y belleza, donde residen a la manera de los reyes y reinas de este mundo. Sin embargo, cuentan que a menudo se inquietan y suspiran por algo que no pueden conseguir, y entonces abandonan sus mansiones y se desplazan por los ríos y arroyos de la India. Los filósofos de esa región dicen que van en busca de sabiduría, y existen sectas en Roma que jurarían que ansían un alma humana. Yo no sabría dar mi opinión al respecto.
Para aquellos que han servido al emperador en Britania, puede ser de interés conocer los rumores de que existe una criatura similar a la naga en las lejanas marcas del norte de aquella isla, donde se la venera por ser portadora de fertilidad; quizá porque se pasa los meses de invierno durmiendo bajo tierra, y no aparece hasta el primer día de la primavera. Pero desconozco si esas serpientes acumulan tesoros del mismo modo que las nagas, ni cuántas cabezas tienen.
Se dice que todas las nagas poseen una joya de un valor incalculable, situada en su frente o en su garganta, que genera su gran poder. Al igual que el elefante, son de una naturaleza religiosa e incluso reverencial, y con frecuencia poseen un lugar sagrado donde rendir culto a los dioses de la India y hacerles ricas ofrendas como las que ellas mismas reciben. Existen incluso relatos de reyes nagas que hacen de sus cuerpos lechos para los dioses, desplegando sus capuchas para protegerlos de la lluvia y el sol. Sean ciertas o no estas historias, el hecho de que alguien crea en ellas muestra sin duda la atención que reciben
Otra sorprendente contradicción acerca de las nagas es la creencia general de que la serpiente hembra -que recibe el nombre de naguini- es capaz de tomar forma humana, lo cual no sucede en el caso del macho de la especie. Una vez adoptada esta forma, la naguini es con frecuencia de una extraordinaria belleza, y se dice que existen familias reales cuya ascendencia se remonta al enlace de un príncipe mortal con una naguini. El siguiente relato, basado en este tema, me lo contó un mercader de sedas y tintes que ha viajado mucho tanto por la India como por el reino vecino oriental que sus gentes denominan Kambuja. Lo voy a repetir, lo mejor posible, tal y como él me lo contó.
En Kambuja, cerca del palacio de los reyes, se alza una torre completamente revestida en oro, como acostumbra ser el estilo de la realeza por aquellas tierras. Esta torre la construyó hace mucho tiempo un joven rey en cuanto accedió al poder, para que sirviera de aposentos para él y su reina cuando contrajeran matrimonio. Pero, con la arrogancia propia de su juventud, se impacientaba y no se contentaba con nada: esta doncella era demasiado vulgar, aquélla demasiado apagada, esta otra lo suficientemente bella pero demasiado locuaz, y aquella otra no sólo no convenía como esposa por motivos familiares, sino que además olía a pescado muerto. Por consiguiente, su primera juventud transcurrió en la soledad de la realeza, que -según me comentan a menudo- no puede de ningún modo sustituir a la compañía y tierna sabiduría de una verdadera esposa, ya sea reina o sirviente.
Y el rey se sentía cada vez más solo, aunque se negara a admitirlo, y por ello siempre andaba malhumorado. Y, aunque no era cruel ni voluble a la hora de gobernar, manifestaba una actitud indiferente, sin hacer nada malo pero tampoco el bien, al no tener entrañas ni para lo uno ni para lo otro. Y la torre dorada permaneció vacía, año tras año, a excepción de las arañas y mochuelos que criaban a sus propias familias en lo más alto de los chapiteles.
[...]
-Soy una naguini, y he dejado mi palacio y mis posesiones en el interior de la tierra por el amor y la compasión que siento por ti. A partir de esta noche, ni tú ni yo dormiremos en otro lugar que no sea esta torre, nunca jamás.
[...]
Fue de este modo, pues, que el rey de Kambuja tomó a una naguini como esposa, aunque sólo la viera al anochecer, y siempre en la torre dorada. No le habló a nadie de esto, como ella le había ordenado; pero, como abandonaba todos los asuntos de estado, desfiles y ceremonias en cuanto se ponía el sol, para apresurarse a llegar a la torre, no tardó en correrse la voz por todo el país de que se encontraba allí todas las noches con una mujer. Los curiosos lo seguían tan de cerca y hasta tan lejos como se atrevían. Y algunos esperaban toda la noche fuera de la torre con la esperanza de espiar a la amante secreta cuando llegara o se marchara. Pero nadie consiguió ver jamás ni la sombra de la naguini; tan sólo al rey, caminando despacio en el nuevo día, tranquilo y pensativo, su rostro brillando con los últimos reflejos de la luna.
[...]
Y, si este relato encierra algún tipo de mensaje o metáfora, quizá sea que el dolor y el hambre, la compasión y el amor, forman parte de este mundo más de lo que imaginamos. Son los ríos subterráneos que las nagas atraviesan sin cesar; son la lluvia que nos renueva cuando se ha profesado el debido respeto, ya sea a las nagas o al prójimo. Y, si no existen los dioses ni otros mundos más que este, si no existen la sabiduría o el alma, siempre nos quedan esos cuatro ríos: el dolor y el hambre, la compasión y el amor. Nosotros los humanos podemos sobrevivir durante muchísimo tiempo sin comida, sin cobijo, sin ropas o medicinas, pero no hay duda de que moriremos muy pronto si nos falta la lluvia.
6/24/2006
¡Belleteyn! ¡Noche de Mayo!
Vio sobre él
Miles de millones de estrellas. Tan cerca que parecía que bastaba con levantar la mano. Allí sobre la cabeza, sobre las copas de los árboles.
Mientras andaba, escogió el camino de tal modo que se mantenía siempre lejos de la luz, del brillo de los fuegos, siempre en la zona de las ondulantes tinieblas. No era fácil: pilas de troncos de abetos ardían por todos los alrededores, asaltaban el cielo con una roja claridad entretejida por los brillos de las chispas, marcaban la oscuridad con las más claras proporciones del humo, chasqueaban, arrojaban su luminosidad sobre las siluetas que bailaban alrededor.
Geralt se detuvo para ceder el paso a una comitiva que se dirigía en su dirección, enajenados, gritando salvajes, bloqueando el paso. Alguien le agarró por el hombro, intentó poner en su mano una jarra de madera de la que el tambaleante personaje que repartía a su alrededor la cerveza de un barrilete que sujetaba con la axila. no quería beber.
No en una noche como aquella.
No muy lejos de allí, en un andamiaje de troncos de abedul que se calentaba gracias a un gigantesco fuego, un Rey de Mayo de cabellos claros, con una corona de hojas y flores y vestido con pantalones de lana cardada, besaba a una Reina de Mayo pelirroja, mientras le tanteaba los pechos a través de una fina camisola empapada en sudor. El monarca estaba algo más que ligeramente borracho, se tambaleaba, mantenía el equilibrio sujetándose a la espalda de la Reina, apretaba contra ella el puño cerrado sobre la jarra de cerveza. La reina, tampoco estaba demasiado serena, con la corona caída sobre los ojos, abrazaba al Rey por el cuello y pasaba el peso de una pierna a la otra. La multitud bailaba junto al andamiaje, cantaba, gritaba, movía las varillas recubiertas de guirnaldas de hojas y flores.
- ¡Belleteyn! – gritó directamente a la oreja de Geralt una muchacha joven y no muy alta. Le tomó la mano, le obligó a introducirse entre la comitiva que le rodeaba. Ella bailó junto a él, removiendo la falda y agitando sus cabellos llenos de flores. Le permitió que le introdujera en el baile giró, salió hábilmente del paso a otras parejas.
- ¡Belleteyn! ¡Noche de mayo!
Junto a él, forcejeos, chillidos, sonrisas nerviosas de otra muchacha que fingía luchar y resistirse, conducida por un muchacho a la oscuridad, más allá del alcance de la luz. La comitiva torció, se introdujo entre las pilas ardientes. Alguien tropezó, cayó rompiendo la cadena de manos, dividiendo la cohorte en grupos más pequeños.
La muchacha miraba a Geralt por bajo las hojas que le decoraban la cabeza, se acercó, se apretó con fuerza contra él, rodeándole con los brazos, respirando con fuerza. Él la aferró con mayor fuerza de lo que pensaba, en las manos apoyadas en su espalda percibió la cálida humedad de su cuerpo a través de la fina tela de lino. Alzó la cabeza. Tenía los ojos cerrados, sus dientes brillaban bajo el labio superior que tenía subido, torcido. Olía a sudor y a juncos, a humo y deseo.
Por qué no, pensó él, acariciando su vestido y su espalda, alegrándose del húmedo y vaporoso calor en sus dedos. La muchacha no era de su tipo –demasiado pequeña, demasiado rolliza-, sentía bajo su mano el lugar donde el ajustado talle del vestido al ceñir su cuerpo dividía la espalda en dos redondeces claramente palpables, en un lugar donde no debía haberlas. Porqué no, si en esta noche... no significa nada.
Belleteyn... Fuego hasta el horizonte. Belleteyn, Noche de Mayo.
La hoguera más cercana devoraba con un chasquido el abeto seco y ajado que le habían echado, expulsaba doradas claridades, con luces que lo inundaban todo. La muchacha abrió los ojos, miró hacia arriba, a su rostro. Escuchó cómo tomaba aire con fuerza, sintió cómo ponía en tensión los músculos, cuán violentamente apoyaba las manos en su pecho. La soltó de inmediato. Ella vaciló. Desviando el tronco a lo largo de los brazos un poquito elevados, no despegó la cadera del muslo de él. Bajó la cabeza, luego retiró las manos, se apartó, miró hacia un lado.
Estuvieron de pie por un momento, inmóviles, hasta que la comitiva volvió y cayó sobre ellos de nuevo, los hizo moverse, los separó. La muchacha se dio la vuelta con rapidez, huyó, intentó desmañadamente unirse a los danzantes. Volvió la cabeza para mirarlo. Sólo una vez.
Belleteyn...
¿Qué hago yo aquí?
En la oscuridad brilló una estrella, relampageó, atrajo la mirada. El medallón del cuello de Geralt vibró. Geralt amplió inconscientemente la retina, adaptó sin esfuerzo su vista a la oscuridad.
La mujer no era una aldeana. Las aldeanas no llevaban capas de terciopelo negro. Las aldeanas, llevadas o perseguidas por los hombres a través del soto, gritaban, risoteaban, se agitaban y retorcían como una trucha sacada del agua. Ninguna de ellas daba la sensación que ella daba de ser quien conducía hacia la oscuridad al alto muchacho rubio de la camisa desabrochada.
- Yennefer.
Ojos de pronto muy abiertos, violetas, que ardían en un blanco rostro triangular.
- Geralt...
Soltó la mano del querubín rubio cuyo pecho sudoroso brillaba como una placa de cobre. El muchacho se tambaleó, giró, cayó de rodillas, agitó la cabeza, miró a su alrededor, murmuró. Se levantó poco a poco, pasando por ellos una mirada de incomprensión y nerviosismo, después de lo cual anduvo con paso inseguro en dirección a las hogueras. La hechicera ni siquiera le miró. Contemplaba atentamente al brujo, y su mano apretaba con fuerza el borde de la capa.
- Me alegro de verte de nuevo –dijo él con fluidez. De inmediato sintió cómo desaparecía la tensión que había entre ambos.
- Lo mismo digo –sonrió ella. Le daba la sensación de que en aquella sonrisa había algo forzado, pero no estaba seguro-. Una sorpresa muy agradable, no lo niego. ¿Qué haces aquí, Geralt? Ah... Perdón, perdona esta pregunta tonta. Por supuesto, haces lo mismo que yo. Al fin y al cabo es Belleteyn. Sólo que a mí me has pillado, por así decirlo, con las manos en la masa.
- Te he interrumpido.
- Sobreviviré –sonrió-. La noche sigue. Si quiero, hechizaré a otro.
- - Una pena que yo no sea capaz –dijo, intentó con gran esfuerzo parecer indiferente-. Justamente acaba de ver mis ojos a la luz y ha huido.
- Al amanecer –dijo ella, sonriendo cada vez más artificialmente-, cuando de verdad se dejen llevar, no prestarán atención. Todavía encontrarás a alguna, ya verás...
- Yen... –Las palabras se le quedaron en la garganta. Se miraron el uno al otro, largo, largo tiempo y el rojizo resplandor del fuego jugaba con sus rostros. Yennefer suspiró de pronto, cerró los párpados.
- Geralt, no. No comencemos de nuevo...
- Es Belleteyn –la interrumpió-. ¿Lo has olvidado?
Ella se acercó poco a poco, le puso las manos sobre los hombros, poco a poco y con cuidado se apretó contra él, le tocó con la punta de sus pechos. Él le acarició sus cabellos negros como ala de cuervo, poblados de rizos retorcidos como serpientes.
- Créeme –susurró ella, alzando la cabeza-. No me lo pensaría ni un segundo si se tratara sólo de... Pero esto no tiene sentido. Todo comenzaría de nuevo y se terminaría como la última vez. No tiene sentido que...
- ¿Acaso todo tiene que tener sentido? Es Belleteyn.
- Belleteyn.-Volvió la cabeza-. ¿Y qué? Algo nos trajo a estas hogueras, a estas gentes que se divierten. Teníamos la intención de bailar, de hacer locuras, de embriagarnos un poco y hacer uso de la ligereza de costumbres que reina aquí una vez al año, una ligereza que es inseparable de la fiesta del ciclo repetido de la naturaleza. Y mira, nos topamos el uno con el otro después de... ¿Cuánto tiempo ha pasado desde...?¿Un año?
- Un años, dos meses y dieciocho días.
- Me conmueves.¿Lo haces a propósito?
- A propósito. Yen...
- Geralt –le cortó, se alejó de pronto, bajó la cabeza-. Pongamos las cosas claras. No quiero.
Él afirmó con la cabeza dando señal de que el asunto estaba suficientemente claro.
Yennefer se retiró la capa por encima de los hombros. Bajo la capa llevaba una fina camisa blanca y una falda negra sujeta con un cinturón de eslabones de plata.
- No quiero comenzar de nuevo –repitió-. Y pensar en hacer contigo lo que... lo que tenía pensado hacer con el rubito... Con las mismas reglas... Este pensamiento, Geralt, me parece un poco feo. Ultrajante para ti y para mí. ¿Comprendes?
De nuevo él movió la cabeza. Ella le miró desde detrás de sus pestañas.
- ¿No te vas?
- No.
Ella guardó silencio por un momento, encogió nerviosa los hombros.
- ¿Estás enfadado?
- No.
- Entonces ven, nos sentaremos en algún lado, lejos de este jaleo, charlaremos un rato. Porque, sabes, me alegro de este encuentro. De verdad. Pasaremos un rato juntos. ¿De acuerdo?
- De acuerdo, Yen.
Anduvieron hacia la oscuridad, al otro lado del prado, hacia la negra pared del bosque, evitando las parejas que estaban enlazadas en un abrazo. Para encontrar un lugar donde estuvieran solos tuvieron que ir bastante lejos. Un montecillo seco marcado por un enebro, esbelto como un ciprés.
La hechicera se desabrochó el cuello de la capa, lo abrió, lo extendió sobre el suelo. Él se sentó junto a ella. Tenía muchas ganas de abrazarla, pero pese a ello no lo hizo. Yennefer se arregló la camisa, que estaba casi toda desabrochada, lo miró penetrantemente, suspiró y lo abrazó. Él se lo podía haber imaginado. Para leer pensamientos, ella había de hacer un esfuerzo, pero las intenciones las percibía automáticamente.
Se mantuvieron en silencio.
- Ah, qué diablos –dijo Yennefer de pronto, se retiró. Alzó una mano, gritó un encantamiento. Sobre sus cabezas revolotearon unas bolas rojas y verdes, que estallaron muy alto en el espacio, creando flores aladas y multicolores. Desde las hogueras les llegaron risas llenas de júbilo.
- Belleteyn –dijo con amargura-. Noche de Mayo... El ciclo se repite. Que se diviertan... Si pueden.
En lo alrededores había más hechiceros. Desde la lejanía alguien disparó al cielo tres relámpagos anaranjados y desde otro lado, desde el bosque, explotó un verdadero géiser de irisados y retorcidos meteoros. La gente que había junto a las hogueras se admiraron en alta voz, gritaron. Gerat, tenso, acarició los rizos de Yennefer, aspiró el perfume de lilas y grosellas que emanaba. Si deseo con demasiada fuerza, pensó, ella lo percibirá y se molestará. Se enfadará, se enojará y me rechazará. Le preguntaré muy tranquilo que hay de nuevo...
- No hay nada de nuevo –dijo ella, y en su voz algo tembló-. Nada de lo que merezca la pena hablar.
- No me hagas esto, Yen. No me leas. Me molesta mucho.
- Perdona. Es inconsciente. ¿Y tú, Geralt, qué hay de nuevo?
- Nada. Nada de lo que merezca la pena hablar.
Callaron.
- ¡Belleteyn! –gritó ella de pronto, y él sintió cómo se hacía más fuerte y más elástica la presión de su brazo sobre su pecho-. Se divierten. Celebran el ciclo eterno de la naturaleza que se renueva. ¿Y nosotros? ¿Qué hacemos aquí? ¿Nosotros, reliquias, condenadas a la extinción, a la destrucción y el olvido? La naturaleza se renueva, el ciclo se repite. Pero no nosotros, Geralt. Nosotros no podemos retornar. Nos han vedado esa posibilidad. Nos dieron capacidades para hacer con la naturaleza cosas extraordinarias, a veces contrarias incluso a ella. Y al mismo tiempo nos quitaron aquello que en la naturaleza es más sencillo y más natural. ¿Qué importa que vivamos más que ellos? Después de nuestro invierno no volverá la primavera, no renaceremos, lo que se acaba se acaba junto con nosotros. Pero a ti, como a mí, algo noa atrae a estos fuegos, aunque nuestra presencia aquí sea una burla perversa y blasfema de esta fiesta.
Él guardó silencio. No le gustaba cuando ella se dejaba caer en un estado de ánimo cuyo origen Geralt conocía tan bien. De nuevo, pensó, de nuevo comienza a martirizarla lo mismo. Hubo un tiempo en que parecía que había olvidado, que se había conformado como otras. La abrazó, la apretó contra él, la acunó despacito como a un niño. Ella se lo permitió. Geralt no se asombró de ello. Sabía que lo necesitaba.
- Sabes Geralt –dijo de pronto, más serena-. Lo que más me ha faltado ha sido tu silencio.
Él rozó con los labios su cabello, su oreja.. Te deseo, Yen, pensó, te deseo, lo sabes. Lo sabes, Yen.
- Lo sé –susurró ella.
- Yen...
Suspiró de nuevo.
- Sólo hoy –dijo mirándolo con los ojos muy abiertos-. Que sea nuestro Belleteyn. Por la mañana nos separaremos. Por favor, no cuentes con más, no puedo, no podría... Perdona. Si te he herido, bésame y vete.
- Si te beso, no me iré.
- Contaba con ello.
Ella alzó la cabeza. Él tocó con su boca sus labios abiertos. Con cuidado. Primero el labio superior, luego en inferior. Introdujo los dedos en los tortuosos rizos, tocó su oreja, su pendiente de diamantes, su cuello. Yennefer, respondiendo a su beso, se aplastó contra él y, presto, seguro, sus ágiles dedos se hicieron con los broches de su jubón.
Se echó de espaldas sobre la capa tendida en el blando musgo. Él besó uno de sus pechos, sintió como el pezón se endurecía y surgía por debajo de la finita tela de la camisa. Respiraba nerviosamente.
- Yen...
- No digas nada... Por favor...
El contacto de su piel desnuda, suave, fría, que electrizaba sus dedos y la palma de su mano. El escalofrío a lo largo de su espalda al arañarle con las uñas. Desde las hogueras, gritos, cantos, silbidos, a lo lejos una tolvanera dintante de chispas sobre una nube de humo púrpura. Caricias y roces. De ella, De él. Escalofríos. E impaciencia. Lentos roces de esbeltos muslos, que le rodeaban las caderas como si fueran una hebilla.
¡Belleteyn!
La respiración, que se desgarraba en suspiros. Centelleos bajo los pómulos, el perfume de lilas y grosellas. ¿La Reina de Mayo y el Rey de Mayo? ¿Una burla blasfema? ¿El olvido?
¡Belleteyn! ¿La Noche de Mayo!
Un gemido. ¿De ella? ¿De él? Rizos negros sobre los ojos, sobre los labios. Dedos cruzados en manos temblorosas. Un grito. ¿De ella? Pestañas negras. Humedad. Un gemido. ¿De él?
Silencio. Toda la eternidad en silencio.
Belleteyn... Fuego hasta el horizonte...
- ¿Yen?
- Oh, Geralt...
- Yen... ¿Estás llorand?
- ¡No!
- Yen.
- Me juré a mí misma... Me juré...
- No digas nada. No hace falta. ¿No tienes frío?
- Lo tengo.
- ¿Y ahora?
- Mejor.
El cielo clareaba a una velocidad aterradora, la negra pared del bosque definía sus contornos, surgía de la tiniebla sin forma como una clara y dentada línea de copas de árboles. La promesa celeste del amanecer que se arrastraba tras ella se extendía por el horizonte, sofocando las lámparas de las estrellas. Se hizo más frío. Geralt la apretó aún con más fuerza, la cubrió con la capa.
- ¿Geralt?
- ¿Hmm?
- Va a amanecer.
- Lo sé.
- ¿Te herí?
- Un poco.
- ¿Comenzará de nuevo?
- Nunca se terminó.
- Por favor... Haces que me sienta...
- No digas nada. Todo está bien
El olor del humo que vagaba por entre las hogueras. El olor de lilas y grosellas.
- ¿Geralt?
- ¿Sí?
- ¿Recuerdas nuestro encuentro en las montañas de los Milanos? ¿Y aquel dragón dorado...? ¿Cómo se llamaba?
- “Dragón dorado”, Lo recuerdo, Yen.
Lo besó en el lugar donde el cuello da paso a la clavícula, luego apoyó allí la cabeza, le acarició con el cabello.
- Estamos hechos el uno para el otro –susurró-. ¿Puede ser que predestinados el uno al otro? Pero no saldrá nada de esto. Una pena, pero cuando llegue el alba nos separaremos. No puede ser de otro modo. Tenemos que separarnos para no hacernos daño el uno al otro. Nosotros, predestinados el uno al otro. Hechos el uno para el otro.. Una pena. Aquél o aquéllos que nos crearon el uno para el otro debieran haber tenido en cuenta algo más. La mera predestinación no basta, es muy poco. Hace falta algo más. Perdóname. Tenía que decírtelo.
- Lo sé.
- Sabía que no tenía sentido que hiciéramos el amor.
- Te equivocas. Lo tenía. Pese a todo.
- Ve a “lugar”, Geralt.
- ¿Qué?
- Ve a “lugar”. Ve allí y esta vez no renuncies. No hagas lo que hiciste entonces... Cuando estuviste allí.
- ¿Cómo lo sabes?
- Sé todo sobre ti. ¿Lo has olvidado? Ve a “lugar”, de lo más deprisa que puedas. Se acercan malos tiempos. Muy malos. Tienes que llegara tiempo...
- Yen...
- No digas nada, or favor.
Más frío. Cada vez más frío. Y cada vez más claro.
- No te vayas todavía. Esperemos al amanecer.
- Esperemos.
Extracto de “La espada del destino”, volumen segundo de “La saga de Geralt de Rivia”, escrita por Andrzej Sapkowsky. Editado en España por Bibliópolis.
Uno de los romances más bonitos y humanos. Una de las historias de espada y brujería más humana, con personajes –pese a todo- muy realistas.
En el fondo todos tenemos algo de Geralt, y algo de Yennefer.
Transcribí esto, porque hoy es San Juan, y anoche, una de las noches más mágicas del año. Porque San Juan me recuerda Belleteyn. Porque en sus orígenes, probablemente fue una celebración parecida.
Me pareció apropiado dejar constancia de ellos. Y a quien quiera, recomendarle a Geralt y Yennefer como compañeros de vivencias y aventuras. Un verdadero espejo de relaciones tormentosas.
Y ahora me voy a dormir (o no), porque llevo 28 horas despierta.
Miles de millones de estrellas. Tan cerca que parecía que bastaba con levantar la mano. Allí sobre la cabeza, sobre las copas de los árboles.
Mientras andaba, escogió el camino de tal modo que se mantenía siempre lejos de la luz, del brillo de los fuegos, siempre en la zona de las ondulantes tinieblas. No era fácil: pilas de troncos de abetos ardían por todos los alrededores, asaltaban el cielo con una roja claridad entretejida por los brillos de las chispas, marcaban la oscuridad con las más claras proporciones del humo, chasqueaban, arrojaban su luminosidad sobre las siluetas que bailaban alrededor.
Geralt se detuvo para ceder el paso a una comitiva que se dirigía en su dirección, enajenados, gritando salvajes, bloqueando el paso. Alguien le agarró por el hombro, intentó poner en su mano una jarra de madera de la que el tambaleante personaje que repartía a su alrededor la cerveza de un barrilete que sujetaba con la axila. no quería beber.
No en una noche como aquella.
No muy lejos de allí, en un andamiaje de troncos de abedul que se calentaba gracias a un gigantesco fuego, un Rey de Mayo de cabellos claros, con una corona de hojas y flores y vestido con pantalones de lana cardada, besaba a una Reina de Mayo pelirroja, mientras le tanteaba los pechos a través de una fina camisola empapada en sudor. El monarca estaba algo más que ligeramente borracho, se tambaleaba, mantenía el equilibrio sujetándose a la espalda de la Reina, apretaba contra ella el puño cerrado sobre la jarra de cerveza. La reina, tampoco estaba demasiado serena, con la corona caída sobre los ojos, abrazaba al Rey por el cuello y pasaba el peso de una pierna a la otra. La multitud bailaba junto al andamiaje, cantaba, gritaba, movía las varillas recubiertas de guirnaldas de hojas y flores.
- ¡Belleteyn! – gritó directamente a la oreja de Geralt una muchacha joven y no muy alta. Le tomó la mano, le obligó a introducirse entre la comitiva que le rodeaba. Ella bailó junto a él, removiendo la falda y agitando sus cabellos llenos de flores. Le permitió que le introdujera en el baile giró, salió hábilmente del paso a otras parejas.
- ¡Belleteyn! ¡Noche de mayo!
Junto a él, forcejeos, chillidos, sonrisas nerviosas de otra muchacha que fingía luchar y resistirse, conducida por un muchacho a la oscuridad, más allá del alcance de la luz. La comitiva torció, se introdujo entre las pilas ardientes. Alguien tropezó, cayó rompiendo la cadena de manos, dividiendo la cohorte en grupos más pequeños.
La muchacha miraba a Geralt por bajo las hojas que le decoraban la cabeza, se acercó, se apretó con fuerza contra él, rodeándole con los brazos, respirando con fuerza. Él la aferró con mayor fuerza de lo que pensaba, en las manos apoyadas en su espalda percibió la cálida humedad de su cuerpo a través de la fina tela de lino. Alzó la cabeza. Tenía los ojos cerrados, sus dientes brillaban bajo el labio superior que tenía subido, torcido. Olía a sudor y a juncos, a humo y deseo.
Por qué no, pensó él, acariciando su vestido y su espalda, alegrándose del húmedo y vaporoso calor en sus dedos. La muchacha no era de su tipo –demasiado pequeña, demasiado rolliza-, sentía bajo su mano el lugar donde el ajustado talle del vestido al ceñir su cuerpo dividía la espalda en dos redondeces claramente palpables, en un lugar donde no debía haberlas. Porqué no, si en esta noche... no significa nada.
Belleteyn... Fuego hasta el horizonte. Belleteyn, Noche de Mayo.
La hoguera más cercana devoraba con un chasquido el abeto seco y ajado que le habían echado, expulsaba doradas claridades, con luces que lo inundaban todo. La muchacha abrió los ojos, miró hacia arriba, a su rostro. Escuchó cómo tomaba aire con fuerza, sintió cómo ponía en tensión los músculos, cuán violentamente apoyaba las manos en su pecho. La soltó de inmediato. Ella vaciló. Desviando el tronco a lo largo de los brazos un poquito elevados, no despegó la cadera del muslo de él. Bajó la cabeza, luego retiró las manos, se apartó, miró hacia un lado.
Estuvieron de pie por un momento, inmóviles, hasta que la comitiva volvió y cayó sobre ellos de nuevo, los hizo moverse, los separó. La muchacha se dio la vuelta con rapidez, huyó, intentó desmañadamente unirse a los danzantes. Volvió la cabeza para mirarlo. Sólo una vez.
Belleteyn...
¿Qué hago yo aquí?
En la oscuridad brilló una estrella, relampageó, atrajo la mirada. El medallón del cuello de Geralt vibró. Geralt amplió inconscientemente la retina, adaptó sin esfuerzo su vista a la oscuridad.
La mujer no era una aldeana. Las aldeanas no llevaban capas de terciopelo negro. Las aldeanas, llevadas o perseguidas por los hombres a través del soto, gritaban, risoteaban, se agitaban y retorcían como una trucha sacada del agua. Ninguna de ellas daba la sensación que ella daba de ser quien conducía hacia la oscuridad al alto muchacho rubio de la camisa desabrochada.
- Yennefer.
Ojos de pronto muy abiertos, violetas, que ardían en un blanco rostro triangular.
- Geralt...
Soltó la mano del querubín rubio cuyo pecho sudoroso brillaba como una placa de cobre. El muchacho se tambaleó, giró, cayó de rodillas, agitó la cabeza, miró a su alrededor, murmuró. Se levantó poco a poco, pasando por ellos una mirada de incomprensión y nerviosismo, después de lo cual anduvo con paso inseguro en dirección a las hogueras. La hechicera ni siquiera le miró. Contemplaba atentamente al brujo, y su mano apretaba con fuerza el borde de la capa.
- Me alegro de verte de nuevo –dijo él con fluidez. De inmediato sintió cómo desaparecía la tensión que había entre ambos.
- Lo mismo digo –sonrió ella. Le daba la sensación de que en aquella sonrisa había algo forzado, pero no estaba seguro-. Una sorpresa muy agradable, no lo niego. ¿Qué haces aquí, Geralt? Ah... Perdón, perdona esta pregunta tonta. Por supuesto, haces lo mismo que yo. Al fin y al cabo es Belleteyn. Sólo que a mí me has pillado, por así decirlo, con las manos en la masa.
- Te he interrumpido.
- Sobreviviré –sonrió-. La noche sigue. Si quiero, hechizaré a otro.
- - Una pena que yo no sea capaz –dijo, intentó con gran esfuerzo parecer indiferente-. Justamente acaba de ver mis ojos a la luz y ha huido.
- Al amanecer –dijo ella, sonriendo cada vez más artificialmente-, cuando de verdad se dejen llevar, no prestarán atención. Todavía encontrarás a alguna, ya verás...
- Yen... –Las palabras se le quedaron en la garganta. Se miraron el uno al otro, largo, largo tiempo y el rojizo resplandor del fuego jugaba con sus rostros. Yennefer suspiró de pronto, cerró los párpados.
- Geralt, no. No comencemos de nuevo...
- Es Belleteyn –la interrumpió-. ¿Lo has olvidado?
Ella se acercó poco a poco, le puso las manos sobre los hombros, poco a poco y con cuidado se apretó contra él, le tocó con la punta de sus pechos. Él le acarició sus cabellos negros como ala de cuervo, poblados de rizos retorcidos como serpientes.
- Créeme –susurró ella, alzando la cabeza-. No me lo pensaría ni un segundo si se tratara sólo de... Pero esto no tiene sentido. Todo comenzaría de nuevo y se terminaría como la última vez. No tiene sentido que...
- ¿Acaso todo tiene que tener sentido? Es Belleteyn.
- Belleteyn.-Volvió la cabeza-. ¿Y qué? Algo nos trajo a estas hogueras, a estas gentes que se divierten. Teníamos la intención de bailar, de hacer locuras, de embriagarnos un poco y hacer uso de la ligereza de costumbres que reina aquí una vez al año, una ligereza que es inseparable de la fiesta del ciclo repetido de la naturaleza. Y mira, nos topamos el uno con el otro después de... ¿Cuánto tiempo ha pasado desde...?¿Un año?
- Un años, dos meses y dieciocho días.
- Me conmueves.¿Lo haces a propósito?
- A propósito. Yen...
- Geralt –le cortó, se alejó de pronto, bajó la cabeza-. Pongamos las cosas claras. No quiero.
Él afirmó con la cabeza dando señal de que el asunto estaba suficientemente claro.
Yennefer se retiró la capa por encima de los hombros. Bajo la capa llevaba una fina camisa blanca y una falda negra sujeta con un cinturón de eslabones de plata.
- No quiero comenzar de nuevo –repitió-. Y pensar en hacer contigo lo que... lo que tenía pensado hacer con el rubito... Con las mismas reglas... Este pensamiento, Geralt, me parece un poco feo. Ultrajante para ti y para mí. ¿Comprendes?
De nuevo él movió la cabeza. Ella le miró desde detrás de sus pestañas.
- ¿No te vas?
- No.
Ella guardó silencio por un momento, encogió nerviosa los hombros.
- ¿Estás enfadado?
- No.
- Entonces ven, nos sentaremos en algún lado, lejos de este jaleo, charlaremos un rato. Porque, sabes, me alegro de este encuentro. De verdad. Pasaremos un rato juntos. ¿De acuerdo?
- De acuerdo, Yen.
Anduvieron hacia la oscuridad, al otro lado del prado, hacia la negra pared del bosque, evitando las parejas que estaban enlazadas en un abrazo. Para encontrar un lugar donde estuvieran solos tuvieron que ir bastante lejos. Un montecillo seco marcado por un enebro, esbelto como un ciprés.
La hechicera se desabrochó el cuello de la capa, lo abrió, lo extendió sobre el suelo. Él se sentó junto a ella. Tenía muchas ganas de abrazarla, pero pese a ello no lo hizo. Yennefer se arregló la camisa, que estaba casi toda desabrochada, lo miró penetrantemente, suspiró y lo abrazó. Él se lo podía haber imaginado. Para leer pensamientos, ella había de hacer un esfuerzo, pero las intenciones las percibía automáticamente.
Se mantuvieron en silencio.
- Ah, qué diablos –dijo Yennefer de pronto, se retiró. Alzó una mano, gritó un encantamiento. Sobre sus cabezas revolotearon unas bolas rojas y verdes, que estallaron muy alto en el espacio, creando flores aladas y multicolores. Desde las hogueras les llegaron risas llenas de júbilo.
- Belleteyn –dijo con amargura-. Noche de Mayo... El ciclo se repite. Que se diviertan... Si pueden.
En lo alrededores había más hechiceros. Desde la lejanía alguien disparó al cielo tres relámpagos anaranjados y desde otro lado, desde el bosque, explotó un verdadero géiser de irisados y retorcidos meteoros. La gente que había junto a las hogueras se admiraron en alta voz, gritaron. Gerat, tenso, acarició los rizos de Yennefer, aspiró el perfume de lilas y grosellas que emanaba. Si deseo con demasiada fuerza, pensó, ella lo percibirá y se molestará. Se enfadará, se enojará y me rechazará. Le preguntaré muy tranquilo que hay de nuevo...
- No hay nada de nuevo –dijo ella, y en su voz algo tembló-. Nada de lo que merezca la pena hablar.
- No me hagas esto, Yen. No me leas. Me molesta mucho.
- Perdona. Es inconsciente. ¿Y tú, Geralt, qué hay de nuevo?
- Nada. Nada de lo que merezca la pena hablar.
Callaron.
- ¡Belleteyn! –gritó ella de pronto, y él sintió cómo se hacía más fuerte y más elástica la presión de su brazo sobre su pecho-. Se divierten. Celebran el ciclo eterno de la naturaleza que se renueva. ¿Y nosotros? ¿Qué hacemos aquí? ¿Nosotros, reliquias, condenadas a la extinción, a la destrucción y el olvido? La naturaleza se renueva, el ciclo se repite. Pero no nosotros, Geralt. Nosotros no podemos retornar. Nos han vedado esa posibilidad. Nos dieron capacidades para hacer con la naturaleza cosas extraordinarias, a veces contrarias incluso a ella. Y al mismo tiempo nos quitaron aquello que en la naturaleza es más sencillo y más natural. ¿Qué importa que vivamos más que ellos? Después de nuestro invierno no volverá la primavera, no renaceremos, lo que se acaba se acaba junto con nosotros. Pero a ti, como a mí, algo noa atrae a estos fuegos, aunque nuestra presencia aquí sea una burla perversa y blasfema de esta fiesta.
Él guardó silencio. No le gustaba cuando ella se dejaba caer en un estado de ánimo cuyo origen Geralt conocía tan bien. De nuevo, pensó, de nuevo comienza a martirizarla lo mismo. Hubo un tiempo en que parecía que había olvidado, que se había conformado como otras. La abrazó, la apretó contra él, la acunó despacito como a un niño. Ella se lo permitió. Geralt no se asombró de ello. Sabía que lo necesitaba.
- Sabes Geralt –dijo de pronto, más serena-. Lo que más me ha faltado ha sido tu silencio.
Él rozó con los labios su cabello, su oreja.. Te deseo, Yen, pensó, te deseo, lo sabes. Lo sabes, Yen.
- Lo sé –susurró ella.
- Yen...
Suspiró de nuevo.
- Sólo hoy –dijo mirándolo con los ojos muy abiertos-. Que sea nuestro Belleteyn. Por la mañana nos separaremos. Por favor, no cuentes con más, no puedo, no podría... Perdona. Si te he herido, bésame y vete.
- Si te beso, no me iré.
- Contaba con ello.
Ella alzó la cabeza. Él tocó con su boca sus labios abiertos. Con cuidado. Primero el labio superior, luego en inferior. Introdujo los dedos en los tortuosos rizos, tocó su oreja, su pendiente de diamantes, su cuello. Yennefer, respondiendo a su beso, se aplastó contra él y, presto, seguro, sus ágiles dedos se hicieron con los broches de su jubón.
Se echó de espaldas sobre la capa tendida en el blando musgo. Él besó uno de sus pechos, sintió como el pezón se endurecía y surgía por debajo de la finita tela de la camisa. Respiraba nerviosamente.
- Yen...
- No digas nada... Por favor...
El contacto de su piel desnuda, suave, fría, que electrizaba sus dedos y la palma de su mano. El escalofrío a lo largo de su espalda al arañarle con las uñas. Desde las hogueras, gritos, cantos, silbidos, a lo lejos una tolvanera dintante de chispas sobre una nube de humo púrpura. Caricias y roces. De ella, De él. Escalofríos. E impaciencia. Lentos roces de esbeltos muslos, que le rodeaban las caderas como si fueran una hebilla.
¡Belleteyn!
La respiración, que se desgarraba en suspiros. Centelleos bajo los pómulos, el perfume de lilas y grosellas. ¿La Reina de Mayo y el Rey de Mayo? ¿Una burla blasfema? ¿El olvido?
¡Belleteyn! ¿La Noche de Mayo!
Un gemido. ¿De ella? ¿De él? Rizos negros sobre los ojos, sobre los labios. Dedos cruzados en manos temblorosas. Un grito. ¿De ella? Pestañas negras. Humedad. Un gemido. ¿De él?
Silencio. Toda la eternidad en silencio.
Belleteyn... Fuego hasta el horizonte...
- ¿Yen?
- Oh, Geralt...
- Yen... ¿Estás llorand?
- ¡No!
- Yen.
- Me juré a mí misma... Me juré...
- No digas nada. No hace falta. ¿No tienes frío?
- Lo tengo.
- ¿Y ahora?
- Mejor.
El cielo clareaba a una velocidad aterradora, la negra pared del bosque definía sus contornos, surgía de la tiniebla sin forma como una clara y dentada línea de copas de árboles. La promesa celeste del amanecer que se arrastraba tras ella se extendía por el horizonte, sofocando las lámparas de las estrellas. Se hizo más frío. Geralt la apretó aún con más fuerza, la cubrió con la capa.
- ¿Geralt?
- ¿Hmm?
- Va a amanecer.
- Lo sé.
- ¿Te herí?
- Un poco.
- ¿Comenzará de nuevo?
- Nunca se terminó.
- Por favor... Haces que me sienta...
- No digas nada. Todo está bien
El olor del humo que vagaba por entre las hogueras. El olor de lilas y grosellas.
- ¿Geralt?
- ¿Sí?
- ¿Recuerdas nuestro encuentro en las montañas de los Milanos? ¿Y aquel dragón dorado...? ¿Cómo se llamaba?
- “Dragón dorado”, Lo recuerdo, Yen.
Lo besó en el lugar donde el cuello da paso a la clavícula, luego apoyó allí la cabeza, le acarició con el cabello.
- Estamos hechos el uno para el otro –susurró-. ¿Puede ser que predestinados el uno al otro? Pero no saldrá nada de esto. Una pena, pero cuando llegue el alba nos separaremos. No puede ser de otro modo. Tenemos que separarnos para no hacernos daño el uno al otro. Nosotros, predestinados el uno al otro. Hechos el uno para el otro.. Una pena. Aquél o aquéllos que nos crearon el uno para el otro debieran haber tenido en cuenta algo más. La mera predestinación no basta, es muy poco. Hace falta algo más. Perdóname. Tenía que decírtelo.
- Lo sé.
- Sabía que no tenía sentido que hiciéramos el amor.
- Te equivocas. Lo tenía. Pese a todo.
- Ve a “lugar”, Geralt.
- ¿Qué?
- Ve a “lugar”. Ve allí y esta vez no renuncies. No hagas lo que hiciste entonces... Cuando estuviste allí.
- ¿Cómo lo sabes?
- Sé todo sobre ti. ¿Lo has olvidado? Ve a “lugar”, de lo más deprisa que puedas. Se acercan malos tiempos. Muy malos. Tienes que llegara tiempo...
- Yen...
- No digas nada, or favor.
Más frío. Cada vez más frío. Y cada vez más claro.
- No te vayas todavía. Esperemos al amanecer.
- Esperemos.
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Extracto de “La espada del destino”, volumen segundo de “La saga de Geralt de Rivia”, escrita por Andrzej Sapkowsky. Editado en España por Bibliópolis.
Uno de los romances más bonitos y humanos. Una de las historias de espada y brujería más humana, con personajes –pese a todo- muy realistas.
En el fondo todos tenemos algo de Geralt, y algo de Yennefer.
Los nombres entrecomillados, son nombres que he borrado para no interferir con la historia si alguien la lee, puesto que esta narración podría concebirse casi como un "cuento aparte" dentro del hilo de la saga.
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Transcribí esto, porque hoy es San Juan, y anoche, una de las noches más mágicas del año. Porque San Juan me recuerda Belleteyn. Porque en sus orígenes, probablemente fue una celebración parecida.
Me pareció apropiado dejar constancia de ellos. Y a quien quiera, recomendarle a Geralt y Yennefer como compañeros de vivencias y aventuras. Un verdadero espejo de relaciones tormentosas.
Y ahora me voy a dormir (o no), porque llevo 28 horas despierta.
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