Me dieron el carné de adulto el año pasado, sin examen previo ni ningún tipo de prueba, en la misma tómbola en la que hace ocho años me saqué el diploma de hermana mayor y tutora.
Hasta el momento no me quejo, creo que no lo llevo tan mal, pero eso se verá dentro de unos años, con el paso del tiempo.
Tengo casi 25 años, soy una chica normal, algo loca quizás, pero no me considero del montón. Sé que no soy del montón cuando a pesar de todo lo que pasa, miro a mi alrededor y veo que hay más vida en mi que en las caras grises que me rodean, y sigo adelante.
Sí, estoy a casi cinco años de cumplir los 30 (¡Qué depresión!), pero aunque no soy adulta completa me doy cuenta de que en este último año he aprendido más cosas que en los otros 23 restantes (dejando de lado las matemáticas, la geografía, la historia, el latín, las ciencias naturales, los idiomas, la física, química, ética, historia de las religiones, castellano, dibujos artístico y técnico, y todas esas cosas que tuve que aprender durante 19 años de mi vida hasta acabar mi primera carrera en la universidad; y teniendo sólo en cuenta las cosas prácticas del día a día).
Cuando entré en el mundo de los mayores, no salió a recibirme nadie en particular, no hice una gran entrada en la sala, se podría decir que me caí de bruces y no me había levantado cuando me estaban avasallando entregándome un paquete que ponía bien claro “OBLIGACIONES”, en mayúscula, pintado en un rosa fosforito chillón (tenía que ser rosa, no podía ser azul, amarillo al menos), con un sello que representaba la estampa de una cara con facciones no muy amistosas y semblante burlesco, y en cuyo remite figuraba “LA VIDA, S.A.” – Departamento de Sociedad y Amoldamiento al Mundo Real. Eso, y un montón de papelitos con importes a pagar de teléfono, alquiler, comida, y gastos varios, fue lo único que me llevaría de allí.
En el momento en que conseguí levantarme del suelo, busqué un carrito donde poner mi paquete y mis cartas varias (que no pesaban poco precisamente), pero con tan mala suerte que todos estaban ocupados o tenían un alquiler sumamente elevado, así que sin más remedio, cogí mis cosas, las cargué como pude y pasé la puerta lo más dignamente posible, sin ayuda siquiera para cargar con mis bártulos.
Llegué a casa, dejé la caja al lado de mi cama de tamaño individual, con un colchón algo más pequeño que el somier, de unos 80 cm de ancho, de donde milagrosamente no me caí nunca.
Encima de la caja coloqué el excedente de peluches que no cabían en la cama, y me quedé pensando acerca de la conveniencia de poner ahí encima mi colección de bichos. “Espera, no sé yo si esto queda muy bien... Colocar los peluches encima de la caja de LA VIDA... Al lado del carné de adulto...”. Cansada como estaba y apática como me sentía, llegué a la conclusión de que como se dice vulgarmente por ahí, “que le den tres piedras a la caja”.
Sin darle mayor importancia aparté todos los peluches restantes y los amontoné encima de los demás, hasta tener el espacio suficiente para estirarme.
Me recosté sobre el edredón de los “Thundercats” que me había acompañado durante 11 o 12 años de mi vida, ya no lo recordaba con exactitud, y me quedé mirando hacia el patio, con la claridad entrando a través de las ventanas.
Estábamos ya en el final de verano, dando paso al otoño, empezaban las clases en la Universidad y me había matriculado para estudiar Comercio Internacional, había invertido mis ahorros en la prueba de acceso que había superado con éxito y me preparaba con ilusión desbordante para comenzar los estudios en la única Universidad (privada todo sea dicho de paso) que enseñaba esa especialidad en Barcelona. Pensaba compaginar la vida de adulto con los estudios. En aquel momento me pareció una buena idea.
Decidí buscar un trabajo, algo a media jornada que me permitiera seguir estudiando, ahorrar para pagar la carrera, y sobrevivir de alguna forma. Como yo venía de una familia no acomodada y había estudiado gracias a becas, tuve que buscar un crédito de estudios para pagar la carrera una vez la hubiera terminado. Presenté la solicitud. Hasta ahí todo parecía ir bien.
A las horas que yo estaba en casa, de hecho las menos posibles, todo solía estar en calma hasta que llegaba la noche y con ella mis progenitores y esa cosa pequeña que les acompañaba, que lleva “hermano” por etiqueta. Era entonces cuando salía de casa para volver lo más tarde posible o me encerraba tranquilamente en mi cuarto (es decir, todo lo tranquilamente que uno puede encerrarse con un pestillo inexistente en una habitación que tiene la virtud de ser el paso hasta el patio y la lavadora, camino muy frecuentado dios sabe porqué, sobretodo en esos momentos en los que quieres estar sola).
En la puerta de mi habitación colgaba un dibujo que había hecho hacía ya 8 años en una aburrida clase de religión sobre las sectas (temario que pareció crear cierto conflicto entre la profesora y sus superiores, y que causó el cese de la carrera de la buena mujer en calidad de educadora). Era un dibujo con un toque “místico-comprensivo” de un corazón guardado en un cristal con forma de diamante, que reposaba en el centro de una rosa a la que se llegaba a través de una escalera de 9 peldaños y qué sé yo, detalles de una obra propia de un adolescente. Pero lo mejor era el letrero que me regalaron mis padres donde se leía la bien intencionada frase de “Este es mi cuarto y en el hago lo que quiero”, que representaba una situación algo distante de la realidad, en triste apología y memoria de algo que no es totalmente cierto. Yo sabía que la gente perdía capacidad de visión con la edad, y así las cosas mis padres no serían la excepción, pero aunque hubiera ampliado 10 veces el cartel, tuve la sensación de que hubieran seguido sin hacerle caso.
Cómo no podía ser de otra manera, aquel resultó ser uno de esos días en los que no había nadie disponible para salir, y me tuve que contentar con utilizar Internet y escapar un poco de la que empezaría a ser la dura realidad. Internet, qué gran invento: una pantalla, un teclado, un cacharro llamado módem (el funcionamiento del cual en la vida me ha preocupado), y del conjunto de todo eso, gracias a un módico precio, adiós a la soledad, a los problemas y hola a un mundo ficticio donde puedes ser lo que quieras. Curiosamente, de noches como aquella por la red, saqué grandes amigos y “grandes amigos” también.
Con una sensación entre cansancio y aburrimiento después de varias horas delante de la pantalla, tras haberme desfogado con los amigos en vívidas charlas y habernos entretenido jugando por ahí perdidos por la red, me despido, apago el ordenador y con ello desaparece la escasa luz que alumbraba la estancia.
Llego a tientas hasta la cama, no sin antes haberme tropezado con lo que había tomado la resolución de llamar “La Maldita Caja”, que ocupaba un espacio que antes estaba vacío y a cuya falta no conseguía acostumbrarme. En el choque cayeron al suelo varios peluches que no ayudaron, desde luego, a facilitar mi llegada hasta mi cama, donde estaban colocadas mis sábanas entre las cuales iba a intentar conciliar el sueño lo antes posible.
A lo lejos (tampoco tan lejos, quizás 20 metros) me parece escuchar la televisión del cuarto de mis padres, asomo la cabeza por la puerta. Luz en la biblioteca (donde está el ordenador de mis padres, con mi padre allí conectado, fijo), luz de televisor en la habitación de mis padres (donde estará mi madre mirando la televisión), oscuridad por la puerta de la habitación del bicho de la casa (antes conocido con la etiqueta de “mi hermano”). Tras comprobar que todo está como cada día cierro los ojos.
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