Acto segundo: ¿Puede haber algo más terrorífico que ver Zombieland?
¡Sí señor! Ya puedes notar la alegría del nuevo año, la emoción, los buenos deseos para todo el mundo (o lo que mierda se supone que deberías de sentir a estas alturas del año, a poco más de veinticuatro horas de Noche Vieja).
Ha sido un día de infarto en la oficina, parece que cada vez que se acaba el año llega con ello el fin del mundo. Como cuando ibas al colegio y te ponías a estudiar y a hacer los deberes en el último momento, y te abrumaba todo lo que había que hacer. De pequeño piensas que los mayores son más organizados, eficaces y eficientes que tú. Cuando creces te das cuenta que eso no cambia, pero que tienes más canas.
Afortunadamente, tu jefe te ha dejado salir un rato antes y has podido quedar con los amigos para ir al cine, a ver una película de humor: Zombieland. Claro que a ti no te gustan las películas de zombies, pero bueno, esta es de humor (o algo así, dicen). De todas formas, por dos euros con cincuenta céntimos, no se puede pedir mucho.
Que sí, que vale. Que ya sabes que deberías estar en casa precocinando y todo eso, pero, ¿Quién se puede resistir a una sesión de colegueo? ¡Te lo mereces, hombre! Y más después de tu nochecita de ayer. ¡Claro que sí! ¡Hay que procrastinar! Es lo que se lleva en la vida moderna. Total, al salir del cine, una horita en la cocina, y en esa hora habrás hecho un bizcocho, preparado la carne para el horno, un par de empanadillas y alguna torta. ¡Sesenta minutos dan para un montón!
Con una fantástica provisión de palomitas dulces y una bebida refrescante, te adentras con los amigos en la oscura garganta que es la sala de proyección. Parece que después de una tirada de agilidad y carisma, pierdes contra uno que ha llegado antes que tú y se ha apropiado del mejor asiento de toda la fila (maldito bastardo), pero te queda la tranquilidad de escoger el segundo mejor asiento.
Después de hora y media, sales con un litro más de líquido en el cuerpo, que curiosamente está buscando la forma de salir al exterior, de manera que te mueres por ir al baño, aunque ya a estas alturas prefieres que sea el tuyo. Total, estás cerca de casa.
Ah, el hogar. El descanso del guerrero. El sancta sanctorum de los grandes pensadores. El altar de exaltación de todo friki.
Sacas como puedes las llaves de su escondite. Parece mentira cómo pueden llegar a esconderse las muy cabronas dentro de un bolso, camuflándose a posta con el resto de inquilinos de la oquedad. Las metes a presión por el agujero de la cerradura. Está claro que no a la primera, porque aproximadamente el 99’95 por ciento de tus facultades están concentradas en no mearte encima. Y cuando traspasas la puerta, le das al interruptor para encender la luz…
…
He dicho: le das al interruptor para encender la luz…
…
¡Que le das el interruptor para encender la jodida luz!
…
Y nada. Que no hay luz.
Te asalta un pensamiento histérico: Pero, vamos a ver. ¿Cómo que no hay luz? ¡Había puta luz esta jodida mañana cuando me fui a la oficina! ¿¿¿¿ Cómo que no hay luz????
Obviamente, no hay linterna en casa. Nunca se te ocurrió pensar en comprarla. Y en todo caso, si alguna vez tuviste esa brillante (que ironía) idea, está claro que se te olvidó. A los hechos nos podemos remitir.
Aunque, no todo está perdido: Todo humano de clase media que se preste y que viva en el mundo occidentalizado tiene un artefacto en su poder. Que es casi como la navaja suiza del siglo veintiuno, porque hace de madre, de memoria, de calendario, de reloj, de alarma, de reproductor de música, vídeo, cámara de fotos y hasta consola de videojuegos (y no quiero saber qué más cosas hace). Y ahora, vas a descubrir su nuevo poder: la luz.
Ya querría Pyros (de la Hermandad de Mutantes Diabólicos) hacer luz con esta facilidad (todo el mundo sabe que necesita llevar esos ridículos tanques a la espalda).
Tu mente hace un chequeo rápido de motivos principales por los que te quedarías sin luz en casa. A saber: a) factura impagada (no es posible, estás al día), b) corte de luz en la escalera (los demás parecen tener luz), c) cortocircuito o efecto gato a la brasa (esperas que no sea esto).
Te parece recordar que existe algo a la entrada que se llama cuadro de luces, con muchos botoncitos. Porque sí, tenía MUCHOS botoncitos con sus consiguientes etiquetitas para todo. Si tuvieras un consolador eléctrico en casa que se enchufara a la corriente, no te extrañaría que en el cuadro de luces hubiera una etiqueta que pusiera “Consolador”.
Le das al que parece ser el culpable de todo y rezas por no tener gato al carbón en el piso.
Abres impaciente la puerta del pasillo, porque a todo esto se te había olvidado que tenías ganas de mear, pero después de tanta tensión, te has acordado de golpe. Compruebas que los gatos están bien, ya que los has apartado espantándolos en tu rauda travesía al lavabo (a ritmo de “fusssssssssss”, “fussssssssssssss”), y cuando llegas al baño y enciendes la luz ves que tienes… Un lago.
La verdad es que se te van las ganas de mear del susto.
Entonces pasa lo siguiente por este orden:
- Tu vejiga se tapona milagrosamente, y aguanta, aunque parecía que no daba más de sí.
- Te das la vuelta, te quedas de espaldas al baño, y vuelves a girarte, esperando que esta vez cuando mires no esté inundado (efecto “si no te miro no estás”). Está claro que al volver a mirar sigue estando empapado. No sé qué coño estabas imaginando que pasaría.
- Te cagas en todo lo que se menea.
- Y te quedas fijándote en el ruido que hace el extractor del baño (a todo esto un eco en tu cabeza dice ¿y yo me dejé encendido el extractor? ¿cuándo mierda?).
Acto seguido sucede algo increíble, y por primera vez te das cuenta de una cosa: no eres mutante. Y en todo caso, si lo fueras, está claro que tu poder no es “Aguantar el pis hasta reventar”, porque estás que no puedes más y buscando una alternativa viable (que es justo el baño que tiene al lado, aquel al que aun no has arreglado el tema de la cisterna, después de siete meses de vivir en el piso). No obstante te congratula que quizás puedes tener hiper velocidad como Flash, debido a lo raudo que has llegado al siguiente water.
No, si… Vaya fin de año estás teniendo.
Total que te acercas a la cocina a recoger el mocho. Anda, que entre la lavadora de ayer y esto de hoy….
Enciendes la luz de la cocina y te encuentras con… ¡Otro charco! Y ya estás a punto de tirarte de los pelos.
¿Pero por qué? ¿Por qué a ti? ¿Pero qué has hecho tú?
Te quedas pensando qué inundación atacas primero, ésta o el baño. Está claro que esta que es la más cercana. Recoges todo, y te vas al baño. Aproximadamente en quince minutos queda todo arreglado, pero ya no das más.
Recuerdas que sigues con la nevera y las cervezas, cava, sin aguas ni zumos y quizás solo queda un poco de Coke de la de ayer. Necesitas un chute de burbujas por las venas (si es que le queda algo de gas a eso).
Te tiras en el sofá y decides darle al vicio, encendiendo la Xbox. Un poco de realidad alternativa, por favor, gracias.
Debe ser que el sofá es la versión primitiva de lo que en siglos venideros se descubra como la máquina pensante. Acojona reconocer la cantidad de ideas brillantes te asaltan entre las mullidas profundidades de los cojines, y al calor de la manta. Así que recapacitas: ¿Cuándo dejé encendido el extractor?
Tu mente procesa en ese instante la siguiente ecuación, muy sencilla:
Agua en el baño = Humedad
Extractor encendido = Electricidad
Humedad + Electricidad = Cortocircuito Diferencial Bajado
Y en consecuencia, decides llamar al seguro del hogar.
A todo esto… ¿Pero tu has visto la hora? Son las once de la noche. Hace tres mil seiscientos segundos que deberías estar durmiendo. O mejor aun: deberías estar preparando la cena de Fin de Año para mañana, a estas alturas.
Qué grande es tu seguro. Otra cosa no (porque barato, no es) pero que responde… Responde. Viene un técnico, revisa el baño, mira la cocina (ya que está, de paso, que le eche un ojo al tema ese del agua por allí). Arregla el baño y, nada, lo de la cocina alguna tontería. No hay problema, ya está todo arreglado. Alguna pequeña fuga ocasional del vecino de arriba.
¡Qué suerte! Al menos ha sido puntual y no se te sigue inundando la casa.
Son la una de la mañana. Te quedan cinco horas de sueño, y mañana arreglar la casa, hacer la cena y todo, en seis horas.
Pero bueno, te invade la tranquilidad, porque total, hoy has descubierto que eres Flash: llegas al baño en nanosegundos. Puedes apostar a que tu recién descubierto poder mutante funciona también para limpiar y cocinar mañana.
Pero seguro, ¿eh?
Acto III
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