Pues sí.
Cuando vas por ahí por la calle y escuchas a la gente, suele repetirse lo siguiente:
- Es un día de mierda.
- He tenido una mierda de día.
- Vaya mierda de día.
- Qué día más mierda.
Y cualquiera de sus variantes. Porque, claro, te refieres a que has tenido un día como el culo, donde todo ha salido mal, y todo huele fatal. Pero en el fondo, no deja de ser una metáfora. ¿O no?
Acto Primero: Por un día no es Santos Inocentes.
Pongamos que un día llegas a tu casa, vas a la cocina, pisas el suelo despistado, porque claro, llevas algo así como quince horas fuera de casa, has trabajado casi trece de ellas, y cuando llegas a tu hogar lo primero que quieres hacer es abrir la despensa para ver si por alguna de aquellas casualidades de la vida, los armarios han aprendido a reproducir materia comestible por sí solos (que no sea moho, gusanos o cosas del estilo, se sobreentiende, obviamente). Te invade la esperanza de que abrirás la puerta y aparecerá un jugoso solomillo a la pimienta con ricas patatas al horno recién hechas. Que para el caso, sería más lógico encontrar eso al abrir el horno, pero no hay por qué ser puntillosos.
Pongamos que, en el trayecto de unos tres metros de largo que recorres de una punta a otra de la cocina, la suela de tu calzado produce un ligero *splash* al contacto con la superficie de la cerámica y tu cerebro procesa que ese *splash* sugiere que, más que rozar la superficie lustrosa, has rozado una superficie acuosa.
Entonces blasfemas algo parecido a "mierda", "me cago en todo", "ostia puta", o cualquier improperio del estilo. Y te quedas mirando anonadado el charco de agua (¿qué coño hace eso ahí, si cuando me fui esta mañana no estaba?) que decora el suelo de la cocina, con el rastro de cal y quien sabe qué más porquerías diluidas que se han evaporado con el calor de la calefacción, dejando un deleznable y abstracto cuadro en tonos blancos.
Curiosamente, te quedas mirando un buen rato, lo suficiente como para seguir con la vista el rastro y determinar que (maldita sea), ya se te ha jodido la lavadora que pierde agua. Y (me cago en la puta) tenía que pasar en invierno, claro. Afortunadamente, no en fin de semana, pero sí de noche.
Tomas una seria determinación: a tomar por culo, que le den a todo, que tengo hambre. Coges el mocho, recoges el agua y abres el armario que –obviamente- no ha generado el entrecot. Aun así, sobreviven algunas galletas, y recuerdas que quedan aceitunas gazpacha en la nevera y algo de Cocacola (que empieza a perder el gas).
Recuerdas con nostalgia aquellos maravillosos tiempos en los que eras exigente, cuando -¿qué carajo?- la Cocacola SIEMPRE tenía gas, porque tenías tiempo para hacer la compra, y antes caliente fuera de la nevera, que con hielo y sin gas. ¿Dónde se quedó esa determinación? Aproximadamente la olvidaste hará un par de horas, que es el tiempo que llevas muerto de sed, y te has dado cuenta que tampoco te acordaste de comprar agua.
Lo único que te queda en la nevera son litros de cava y champagne que llevan ahí amontonándose desde 2004, empezando por aquel Moet aquel que te regaló tu jefe para su boda; y una docena de cervezas okupas que tus colegas dejaron hace como un mes en la nevera. La vida sería más sencilla si te gustara la cerveza, pero dios… Es un asco.
Así que miras el despojo que es tu aparentemente escuálida botella de Cocacola semifría, desbravada… Vamos: hecha una mierda. Pero la miras… Con qué ojos la miras… Como si fuera la última mujer sobre la faz de la Tierra, y tu última oportunidad de pasar un buen rato.
Qué coño. Seguro que hay cosas peores que beber, a lo largo del mundo.
Te sientas en el sofá, con las tostadas de quien sabe cuándo, las olivas que abriste hace dos días y tu Cocacola sin gas. Enciendes la tele y pones las noticias. A ver: pones las noticias porque eres una persona de mundo y te gusta estar a la última, y no, no pones el fútbol (pues porque no, y punto).
No obstante, tu mente sigue dándole vueltas al misterio de la lavadora.
A todo esto, alguna parte de tu inconsciente cerebral (que no cerebro inconsciente, que puede dar lugar a malas interpretaciones), evoca la imagen de rastros de agua por debajo del armario más cercano a la entrada de la cocina -que está como a dos metros de la lavadora-, y que ha pasado por debajo del cacharro de la arena de los gatos. Vaya percal. Tomas nota de revisar urgentemente la lavadora (esto es: antes del mes que viene, o la semana próxima, quien sabe), y sigues viendo la tele antes de irte a dormir.
Ha sido el veintinueve de diciembre más duro de dos mil nueve. Estás seguro de ello. Básicamente porque es el único veintinueve de diciembre de dos mil nueve que has vivido este año (al que, afortunadamente, le quedan dos días).
Acto II
Acto III
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