Dicen que no hay peor dolor que el de las muelas. Dicho esto, incluso por mujeres que han parido a sus propios hijos, sin cesárea.
Dicen, también, que si nos acordáramos de cuando nos salieron los dientes, cuando críos, ese dolor habría sido insoportable. No hay más que ver a los pobres infantes mordisqueándolo todo, royendo lo que pillan y llorando a pleno pulmón.
Imagino que debe ser así.
Pero aun sin saber cuánto duele un parto, me atrevo a decir que por lo menos a fecha de hoy, hay algo que duele más al nacer que los dientes, y este algo es la conciencia.
La conciencia…. Vaya un invento.
Desde luego que se vive mucho mejor sin ella que con ella. Se vive de una forma despreocupada, y por ello, feliz. Pero cuando nace la conciencia, la cagaste, porque entonces empiezas a mirar alrededor. Y no a “mirar con ojos nuevos”. A mirar, y punto, porque hasta entonces mirabas al suelo, al cielo o al frente, enfocando en las cosas que te gustaban. Pero no mirabas jamás al entorno.
La conciencia nace, aproximadamente, con la misma exactitud que caracteriza la aparición de la muela del juicio. Es decir: cuando le sale de los huevos. Porque igual aparece a los 18 que a los 30.
Ciertamente que prefiero los 18, porque así tienes un poco más de tiempo para el rodaje, y además estás contagiado con esa explosión de energía adolescente, y una visión idealista de la vida, que no se ha contaminado con la amargura de la madurez y la incorporación a la monótona rueda de la vida, así que la vitalidad de la juventud hace más llevadero el descubrimiento.
Aunque claro, dicho así, es más posible que nazca a los treinta, cuando el hastío te hace levantar la vista de la rueda. Y créeme si te digo, ante la duda, no se te ocurra alzar los ojos, que no te va a gustar nada lo que vas a contemplar.
Quien sabe lo que hace que eclosione. En cada uno es un detonante distinto, así que yo puedo hablar del mío y no del de los demás. Y mi detonante fue mi padre.
Podría decir que fue mi padre, en tanto que modelo a seguir –que es lo que todos solemos decir de nuestros progenitores-. Pero no, fue mi padre, aquel gran desconocido (con el beneplácito de robarle la frase a Star Trek). Y no es que es que me enorgullezca especialmente de ello, porque no fueron precisamente bellos sentimientos los que me sacudieron en las aguas turbulentas de la conciencia.
Veamos…
Padre no es aquel individuo que un día plantó su semillita en mamá y de ahí nace uno a los nueve meses. Puede que sí, y puede que no. Padre es la persona (masculino singular, que hoy en día podemos encontrar en su versión masculino y plural en la familia) que vela por ti desde que sales del útero materno (o desde que le dejan), se deja los cuernos para criarte, saca fuerzas de quien sabe dónde, y lucha cada día para ayudarte a crecer y a hacerte persona, lo mejor que puede.
Padre no es, desde luego, el que te pega las soberanas palizas cuando llegas a casa, el que te amenaza, maltrata a tu madre y a tu familia, el que te insulta y te llama maricón o merma tu autoestima, ya que el tiene tan poca que debe rebajar la de los hijos más allá de la suela del zapato de la autoestima para sentirse alguien, y se entretiene haciéndote la vida imposible esperando –contra natura- que seas un perdedor desgraciado como él. Ese es un hijo de puta. Que bueno, tal vez tuvo padre, o salió de otro hijo de puta. Nunca se sabe.
Quizás un padre también tenga componentes de hijo de puta en pequeños porcentajes, pero quien puede criticar eso, cuando yo misma también tengo alguna porción de ello.
Pero bueno, mi padre, es –eminentemente- padre. Solo que yo me he pasado mucho tiempo mirándole tras la pared de hija, y reconozco que esa pared enturbia bastante la visión.
Sé que me repito cuando digo que no dejo de asombrarme a mí misma a pesar de llevar treinta y un años conmigo, pero así es.
En esta vida hay muchos misterios inexplicables, a veces te topas con la explicación de alguno, y otras no.
Uno de esos misterios –quizás no tan inexplicable, vale- es: ¿por qué me llevo mejor con mis amigos que con mis padres? Porque cierto es que en ocasiones, hago más o de mejor humor algo por mis amigos que no hago de la misma forma por mis progenitores.
Me imagino que hay quien echaría las manos a la cabeza con este comentario, pero después de charlar con los amigos, me doy cuenta de que no soy la única.
Con el paso del tiempo, desarrollas una cierta aversión-incompatibilidad-intolerancia con la familia. Sí, esa que se ha pasado veinte años diciéndote lo que podías hacer y lo que no tenías que hacer. La que te jodía recordándote que tenías que hacer los deberes y estudiar antes de ver la tele, la que te decía que llegaras pronto a casa y no te entretuvieras jugando, la que te prohibía comer golosinas y te obligaba a morir por ingesta de verdura-pescado-casquería-yogures y quien sabe cuántas animaladas más.
Claro, dónde vas a comparar… Porque, que yo recuerde, mis amigos no me han prohibido comer lo que me gusta, hacer lo que me place e ir con quien yo guste. Dónde vas a comparar eso con el historial negro peste de la aversión familiar.
A los dieciocho, obviamente, no te das cuenta de nada de esto por lo general, y eres un inconsciente. Pero con el paso del tiempo, a los treinta, no sabes cómo un día empiezas a pensar en lo ridículo de la situación.
Y eso es lo que me pasó.
A fecha de hoy, estoy completamente convencida de que la existencia de mis padres en Uruguay no era del todo complaciente, porque si no, me vas a explicar cómo es que una pareja con una cría de cuatro años deja atrás todo lo que conoce, abandonando a su familia y la protección que otorga un entorno conocido, en pro de los misterios de España. Nadie deja atrás algo tan importante como eso, salvo que vea que no tiene el futuro que espera.
Mis padres, a lo largo de su vida, han trabajado de muchas cosas para criarme, lo mismo que cuando llegó mi hermano, mucho más tarde, tuvieron que duplicar el esfuerzo, y yo no lo valoré en la medida que tocaba. Se me metieron en la cabeza las cosas de marca que no tenía, que no tenía las consolas del momento ni íbamos de vacaciones a otros países. Poco a poco todo aquello contribuyó a enturbiar mi visión, sin detenerme a considerar que me habían dado algo bastante más interesante y escaso, que es una cabeza pensante, la curiosidad, pasión por la lectura, la escritura y la capacidad de razonar por mí misma, tan necesaria para hacer frente al futuro.
Minucias. ¿Dónde estaba mi Game Boy? ¿Y las vacaciones en la playa? ¿Y las clases de esquí?
El que se ha llevado siempre la peor parte de todo siempre fue mi padre.
Cuando empecé a ganar mi dinero, lo que se puede considerar dinero en serio, allá por mis dieciocho, comencé a hacer regalos de navidad, cumpleaños y días señalados más dignos. Fue entonces cuando me atravesó al idea, por primera vez, de que no conocía a mis padres.
Veamos…
No sabía su color favorito, ni sus esperanzas o sueños, lo que soñaban que serían de mayores en su infancia, dónde querrían ir de vacaciones, qué tipo de ropa les gustaba. Sabía muy pocas cosas de ellos. Y por primera vez me di cuenta… Sé más de mis amigos que de mis padres. Quizás por esa relación vertical que tenía con ellos, mientras con mis amigos hablaba de igual a igual. Y me di cuenta que a veces pensaba en ellos como en el enemigo. Pero bueno, debía ser una ocurrencia ridícula, y la guardé con mis demás ridiculeces en algún rincón de mi cabeza, que obviamente cayó en el olvido.
Unos meses antes de la última vez que marché de casa de mis padres (había estado temporalmente un mes), se me dio por escribir, como forma de purga. En ocasiones echaba la vista atrás releyendo lo que había pensado tanto tiempo ha. Siempre me ha parecido un terapia maravillosa. Y una vez me descubrí pensando… Ojalá mis padres hubieran escrito a su vez, para conocerles mejor a través de sus palabras. Me hubiera encantado.
Siguieron pasando los años, me fui de casa unas tres veces. Otro día ya contaré porqué (o no). Así llegamos a dos mil ocho.
En dos mil ocho, sucedieron una serie de cosas que hicieron que le recomendara a mi padre que escribiera, para purgarse. Ni que decir, que mi padre tiene mucho más tiempo libre que yo, así que al final le ha dado duro y parejo a su nueva afición. Tanto es así, que se apuntó a un par de comunidades de escritores, y parece que lo que concibe gusta.
Ahí empezó todo, y surgió el gusano insano de la envidia, que venía gestando en algún rincón de mi interior con el rencor de los años. Ese rencor que yo llevaba acumulado, del cual era consciente, pero desconocía hasta qué punto me tenía envenenada.
Entonces, mi padre recibió una invitación para ir a mejorar su estilo literario, en Sudamérica. Y el gusano que habitaba en mi corazón murió, presa de las llamas que le incineraron de inmediato, a la par que me abrasaban por dentro, tan podrida estaba. Me duró la amargura más de un año, en el que cada vez que lo veía me enfadaba. ¿Hasta qué punto conmigo misma, o con el mundo? Lo desconozco. Y algo me dolía.
No se puede vivir en la amargura, presa de la envidia insana y un rencor asqueroso. No se puede vivir siendo egoísta completo. O quizás se puede vivir, pero es difícil conciliar el sueño por la noche.
No quiero decir con esto que no se pueda sentir envidia, ni que el desearle el mal al prójimo desaparezca de inmediato. Pero hay un grupo de personas que no deberían ser el destinatario, ni la causa, de esas emociones. Hasta que una mañana me pregunté: ¿Cómo puedo tener envidia de mi padre y sentir tanto rencor? Y comencé a desenmarañar la emoción hasta su origen.
Desenmarañar esa emoción hasta su origen, no fue ni fácil, ni dulce. De hecho fue un asco. Un montón de noches durmiendo mal, un montón de noches de no dormir, y días flagelándome con la idea de mala persona –y lo que es peor, mala hija- que soy.
Poco a poco fui tomando conciencia de mi misma. De las cosas que hacía mal, y las que tenían un pésimo efecto por omitirlas. De lo egoísta que he llegado a ser, el poco tiempo que le he dedicado a mi familia, tanto a mis padres como a mi hermano, que iba camino a ser otro desconocido como ellos. De lo poco detallista que he sido.
La verdad es que con mi hermano me llevo diecisiete años y sólo sabe hablar con propiedad de las consolas y los videojuegos. También de Robotech, pasión heredada. Entonces un día vi la luz. ¿Le gusta a mi hermano Robotech por sí mismo, o es su forma de intentar acercarse a mí, porque sabe que es mi serie favorita, y en el camino se transformó en su favorita también? Como con mis padres, no sabía gran cosa de él, sus gustos ni sus esperanzas.
Creo que no hay cosa más dolorosa que irse a dormir enfadado con uno mismo. Es muy difícil perdonarse los errores. Y no hay cosa más triste que darte cuenta de que estás obrando mal y sin embargo darte cuenta de que no eres capaz de actuar de otra manera para que lo intentes.
Entonces, un día, sucede lo impensable, y sin tener muy claro cómo, el fuego rabioso remite y tus ojos empiezan a mirar con claridad descubriendo el exterior.
Empecé a darme cuenta en Navidad. Curioso, como si fuera el Mr. Scrooge de Dickens. Mi madre estaba preocupada por qué querría de regalo, pero, ¿qué le regalas a quien ya lo tiene todo? Porque yo vivo de puta madre dentro de mis posibilidades, y mi calidad de vida supera la de mis padres con creces. Mi sueldo para mí sola es mayor que el de mi madre para tres. Y me di cuenta… ¿No es hora ya de devolverles las atenciones que he recibido desde pequeña? Así que el pasado año, yo fui Papá Noel, y compré regalos para todos menos para mí.
Así llegamos a este mes pasado, hará cosa de dos semanas, y con algo tan estúpido como leer “Sinuhé el egipcio”, y ver “Gran Torino”. Me di cuenta que quería disfrutar de los míos, antes de que fuera demasiado tarde. Antes de que me levante una mañana y no pueda ver a mi padre porque se ha muerto. Todavía tengo tiempo de conocerlos, veinte años o más… Y no quiero desperdiciar un minuto.
Enfrentarse a todas esas partes oscuras de uno mismo, y solo, ahuyentarlas e iluminarlas para ser algo mejor que antes no es fácil, porque siempre pensamos que somos mejores de lo que es la realidad. Duele darse cuenta de cómo son las cosas. A mí, por lo menos, me ha dolido más que cualquier otra cosa.
Tampoco es fácil dejar de ser el centro del universo y aceptar que, si bien no tenemos porqué dejar de estar en el centro, tampoco tenemos porqué estar solos en esa posición privilegiada. En vez de rabiar y competir con mi padre, ¿por qué no crear algo conjunto, que pueda recordar en el futuro? ¿Por qué no compartir? Compartir no es algo que se me dé bien a priori pero todo es cuestión de práctica, para abolir esa necesidad de protagonismo.
Y en todo este proceso, aun hubo una cosa que me sorprendió si acaso más que todo lo anterior.
Son tantos años los que dedican los padres a cuidarnos, que a veces uno olvida que ellos también son humanos. Mi madre me asombra a veces todavía, con sus facetas de niña, con ese espíritu joven que la acompaña todos los días. Yo creo que por eso, parece mucho más joven de lo que es, y está llena de vitalidad, aunque sé que muchos días sonríe pese a que su interior esté nublado. Mi madre es una mujer muy fuerte, y también merece que la trate mejor de lo que lo hago.
Cuando hay un problema, muchas veces nos giramos y buscamos el consejo paterno, porque siempre pensamos que lo saben todo, y lo tienen todo claro. Que tienen todas las respuestas y son inmutables porque jamás se inquietan. Son esa fuente de consejo –tantas veces inoportuno y gratuito, que no se ha pedido siquiera-, que un día te descolocas porque les ves a ellos pidiéndote consejo a ti, y les descubres esperando tu apoyo y ayuda, a veces incluso el cobijo.
Ese cambio de roles, me dejó descentrada, cuando me di cuenta que mi padre, de igual a igual, hablaba conmigo de sus problemas, sus inquietudes y sus anhelos.
Porque cuando el hijo crece, si tiene suerte, sucede lo impensable y es que te encuentras elevado a la posición de adulto y aunque no te lo esperaras, tus padres, que ya no tienen necesidad de criarte porque eres un ser humano hecho y derecho, se refieren a ti como a otro igual. Y es en esa igualdad de condiciones, en las que descubres que además de un padre, tienes un amigo.
En fin. Llegar a todas estas conclusiones, deshacerme del egoísmo y la envidia me ha costado bastante, pero estoy orgullosa de haber alcanzado un pequeño progreso y haber evolucionado a un versión 2.0 de mí misma, mientras seguiré puliéndome en el camino. Esta vez será un poco más sencillo, tal vez, porque tengo tres nuevos amigos.
Realmente no imaginé que vería el día en que dijera que mi padre es todo un modelo a seguir, y que estoy muy orgullosa de él, a pesar de los líos en los que a veces nos ha metido. Con sus cosas buenas, y sus cosas malas.
Así que ahora, a disfrutar de este descubrimiento, y a destinar muchas más horas a la familia, y menos a las cosas tales como el ordenador. Mañana siempre habrá un ordenador, una tele, un juego… Pero hay otras cosas que al girarse uno, no estarán allí ya.
2 comentarios:
Al duro escorpiano que hay en mì, tus reflexiones le robaron una lágrima. Soy padre... ya no soy hijo porque ellos ya partieron al reino sin tiempos. Pero has logrado infundirme tanta profundidad con tus frases que siento ganas de abrazar a mis hijos y esperar que su muela del juicio los ayude a ver igual que ves tú. Tamara, tremendo tus escritos, te admiro y te aprecio a la distancia
Tamara:
Luego de un tiempo de silencio, y en el cual no visito la Comunidad Virtual de Vitaly, encuentro tus escritos en tu blog.
Me alegra esa impresión que me da de un tiempo tomado para tí y tu interior ávido de respuestas que sólo tú puedes darle.
Me gustó mucho este relato, que arranca con un perfil mundano y termina buceando en tu alma.
Me gusta mucho, te mando un gran cariño
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