Apareció un día, como tantas cosas: de la nada.
Lo único que sé es que adoraba dormir entre esas paredes porque sentía que alguien estaba allí aun incluso antes de haber abierto los ojos, porque notaba su aroma. Era un olor inconfundible, peculiar. Una mezcla de tabaco y perfume, tildada de fragancias que evocaban lugares lejanos que no he llegado a conocer en la vida.
Recuerdo que cuando le vi con mis propios ojos, no supe ponerle una edad determinada, porque se me antojaba viejo y a su vez también tenía algunos rastros de jovialidad.
Vestía unos ropajes que a todas luces habían estado en un sin fin de parajes. Desgastados aun sin estar raídos del todo, habían perdido su antiguo esplendor mas no así su elegancia ni su presencia.
Se notaba que eran de su talla, por más que en aquel entonces le vinieran grandes, con su figura nadando en el interior de la túnica que simplemente iba sujeta con un cordón a modo de cinto, formando pronunciados pliegues de tela en su cintura que no hacían si no enfatizar su casi extrema esbeltez.
Tenía el pelo de un color indefinido, entre castaño con tonos dorados que recordaban al trigo. Lo lucía despeinado dejándolo moverse a sus anchas mientras algunos mechones indisciplinados le caían en la cara y tapaban sus ojos, esos que recordaban al cielo, pero cubierto de nubes grises capaces de llamar sin previo aviso una tormenta.
Era difícil verle sonreír. Por lo general era apagado y taciturno: casi frío. Reservado y parco en sus palabras, guardándose sus secretos solo para si, por lo que le rodeaba siempre un aura de misterio.
En conjunto muchas veces me pareció que era frágil y tenía miedo de que se fuera a romper sin previo aviso con el primer soplo de viento. Pero lo cierto es que muy probablemente fuera más fuerte de lo que yo he sido nunca.
Así son los magos: de apariencia endeble pero poseedores de fuerzas más allá de lo común, pues ninguno de ellos llega jamás a nada sin haber aprendido los trucos suficientes como para sobrevivir. Extraen energía de la más minúscula oportunidad, y su inteligencia coquetea con lo imposible.
Y, a pesar de todo, yo disfrutaba con su presencia.
Realmente fueron contadas las ocasiones en las que vino de visita a mi ciudad, mas al contrario era yo la que peregrinaba hasta las puertas de su torre en la que vivía con las comodidades que había tenido a bien atesorar y eran de hecho, escasas.
Sus días transcurrían en una torre en las afueras, alejado del tumulto diario y resguardado por altos muros recubiertos con plantas que impedían las miradas curiosas de los extraños, regalándole una sensación de intimidad y paz.
Yo creo que si alguna vez necesitó de algo, si alguna vez hubo algo que la magia no pudo crear y sus riquezas no pudieron conseguir, fue paz. Y esa es la liebre que persigue siempre en su camino. Estar bien consigo mismo.
Su rutina diaria era sencilla: una comida básica, consultas a su bola de cristal, algo de tedioso trabajo para garantizar su existencia relativamente cómoda y esos ratos de pacífica armonía fumando su tabaco preferido a las puertas de la torre, contemplando el pequeño jardín que le rodeaba.
No obstante, en ocasiones esa reconfortante fortaleza en miniatura era un trajín continuo de personas, que muy probablemente le estresaban, entre ellas yo.
Desde el día que le conocí, sentí una fuerte atracción hacia él. Quien sabe porqué. Yo creo que fue esa impresión de fragilidad que uno se lleva la primera vez que le ve, las manos delgadas sujetando su tabaco mientras fumaba expulsando el aire de sus pulmones y contemplaba bucólico el paisaje, la mirada abstraída en la nada, su mente evocando recuerdos de días lejanos.
El brillo inconfundible de una mente privilegiada y rauda, reflejo de una inteligencia enmascarada detrás de una figura quebradiza; y esa determinación que desprendía por sus poros cuyo eco te golpeaba al contemplarle incluso a metros de distancia. Una diminuta figura menuda y desafiante, luchando solo contra sus fantasmas y el mundo mismo.
Me conmovía, despertando en mí una voluntad irreprimible de ayudarle cuanto pudiera. De estar ahí en los momentos aciagos y ser el cayado que le ayudara a sostenerse mas siempre supe que en realidad no me necesitaba… Pero de todos modos yo disfrutaba estando ahí, con él. Aun cuando lo único que nos rodeaba era el silencio: el vertido en sus estudios y yo aprendiendo a otear entre las bolas de cristal.
Los mejores momentos eran al despuntar el día.
Yo era siempre la primera en despertar, pues él tenía por costumbre dormir cuando casi podrían estar despertando los gallos para saludar una nueva jornada, y mi alegría era preparar el desayuno para ver cómo lo degustaba, a veces entre gruñidos insistiendo en que no tendría que haberme molestado. Pero para mí, jamás fue una molestia si no más bien una sensación reconfortante saber que degustaba lo que yo había cocinado en el horno abandonado de esa torre, que tan solo utilizaba ya el servicio, y a veces ni eso.
Siempre fue placer, más que molestia.
A parte de él y de los invitados inesperados, no había mucha más vida por la zona, descontando algunos animalillos de compañía que pululaban a sus anchas, aunque por lo general no se molestara ni en mirarlos. Recuerdo que cuando estaba extremadamente aburrido, se dedicaba a instigarlos, y a veces a hacerlos rabiar. Pero apego, apego, lo que se dice apego, no sé a bien seguro si lo sentía por ninguno.
Todos los magos tienen un familiar, un ser que vive con ellos. Pero él no. Aunque con el tiempo, eso cambiaría.
Una noche ya cerrada de verano, más allá de las doce toda la torre estaba en silencio y no se oía ni un alma. Las horas iban pasando, y con ellas me entraba el cansancio haciendo que los párpados pesaran cada vez más y que la mente no consiguiera retener información apenas. Incluso conversar era algo tedioso. Así que decidí irme a la cama.
Ascendí por las escaleras, una a una, los tres tramos hasta alcanzar la planta en la que se encontraba la que con el tiempo se convertiría en mi habitación. Me acerqué al balcón, a cerrar los postigos con la esperanza de que la luz del amanecer no me despertara demasiado temprano... Y apareció de golpe.
Un bulto saltó empujándome en el hombro, rebotando en él mientras siseaba y salía corriendo pocos instantes más tarde, a la par que yo chillaba aterrada con un susto de muerte, imaginando que había sido atacada por un maléfico demonio, un animal horrible, algo terrorífico… Salí corriendo escaleras abajo hacia la luz del salón. Hacia su luz, agitada y nerviosa. Y en el camino lo vi: era un gato. Pequeño, zarrapastroso, delgado y menudo.
Era blanco y negro, descuidado y sucio. Tanto, de hecho, que más que blanco tenía el pelaje gris, lleno de porquería.
A pesar del susto inicial, acabé estimando en gran medida ese saco de pulgas y pelos estilizado. Cuando no la veía en la casa, la buscaba, y la llevaba a cuestas o la sentaba en mi falda (porque, sí: era gata, más bien) mientras leía y tomaba el sol en el jardín, resguardada por la tranquilidad de los muros.
De tanto en tanto, coincidíamos con él, cuando se asomaba a fumar su tabaco, y entonces hacía grandes esfuerzos para que socializaran.
Al principio, fueron una cadena de fracasos. Recuerdo cómo se quedaba mirando al pobre bicho, él acomodado en su asiento, yo sentada en el mío acariciando la gata. Con su cara de pocos amigos, mirada escéptica y distante; mientras ella iba y venía de su falda a la mía.
Creo que fue entonces cuando me percaté de que no era alguien tan poco sociable. Los magos simplemente son personas extrañas, pero tienen sentimientos, como todo el mundo, aunque estén escondidos bajo siete candados, y la llave se haya extraviado en algún lugar perdido en el mar, probablemente el estómago de algún pez extraño. Sí, todos tienen instantes de humanidad. Y en uno de ellos, adoptó a la delgada gata como familiar.
En ocasiones nos quedábamos los dos jugueteando con ella: parecía un nexo de unión. No importaba cuán hosco pareciera él, terminó acostumbrándose a juguetear como yo hacía.
Por aquel entonces ya estaba acostumbrada a sus silencios, de los cuales extraje conocimientos varios, como que no es necesario hablar todo el día para comunicar cosas. A veces atender los gestos, sirve de mucho. Ese silencio no es el mismo que siento al volver a mi hogar, cuando tengo que dejar la torre a mis espaldas. Ese silencio reconforta más que muchas palabras.
Evoco un día de tantos, de vagabundeos matutinos entre las piedras, la calma del jardín, acariciando la gata que dormitaba en mi hombro, con la casa aun en calma pues no había despertado nadie.
Aquel día, la cogí sujetándola por debajo de los brazos, su cuerpecillo colgando en el aire, menudita y frágil, delgada. Me recordó a él. Arisca, independiente, atrevida. Con su capacidad para ir y venir por todas partes, sin miedo. Camuflándose entre las sombras.
Aburrida de que la sostuviera en el aire, se retorció y escapó de mis manos perdiéndose en la nada, mientras yo sonreía y la llamaba como siempre, pero no volvió.
Me quedé pensando en las cosas que aparecen y desaparecen, mientras un escalofrío incómodo recorría mi espalda y continuaba llamándola por los rincones del jardín.
La estuvimos buscando todo el día, hasta que finalmente, de noche que nos dimos por vencidos pues si quería volver ya conocía el camino.
Abatida, al entrar en casa le escruté: él embutido en su túnica, con la barba de tres días sin afeitar y sus mechones rebeldes tapándole los ojos, seguía impertérrito con sus tareas.
A pesar de que tenía la vista baja, y estaba concentrado en sus quehaceres, creo que él también la echaba de menos como yo.
Y yo, que en nuestro silencio le contemplaba: su figura delicada y familiar de la que emanaba ese particular aroma capaz de calmarme con simplemente notar su presencia, rogaba que ojalá no llegara nunca el día en que desapareciera de mi vida entre la nada, volviendo al lugar del que habían salido los dos.
Lo único que sé es que adoraba dormir entre esas paredes porque sentía que alguien estaba allí aun incluso antes de haber abierto los ojos, porque notaba su aroma. Era un olor inconfundible, peculiar. Una mezcla de tabaco y perfume, tildada de fragancias que evocaban lugares lejanos que no he llegado a conocer en la vida.
Recuerdo que cuando le vi con mis propios ojos, no supe ponerle una edad determinada, porque se me antojaba viejo y a su vez también tenía algunos rastros de jovialidad.
Vestía unos ropajes que a todas luces habían estado en un sin fin de parajes. Desgastados aun sin estar raídos del todo, habían perdido su antiguo esplendor mas no así su elegancia ni su presencia.
Se notaba que eran de su talla, por más que en aquel entonces le vinieran grandes, con su figura nadando en el interior de la túnica que simplemente iba sujeta con un cordón a modo de cinto, formando pronunciados pliegues de tela en su cintura que no hacían si no enfatizar su casi extrema esbeltez.
Tenía el pelo de un color indefinido, entre castaño con tonos dorados que recordaban al trigo. Lo lucía despeinado dejándolo moverse a sus anchas mientras algunos mechones indisciplinados le caían en la cara y tapaban sus ojos, esos que recordaban al cielo, pero cubierto de nubes grises capaces de llamar sin previo aviso una tormenta.
Era difícil verle sonreír. Por lo general era apagado y taciturno: casi frío. Reservado y parco en sus palabras, guardándose sus secretos solo para si, por lo que le rodeaba siempre un aura de misterio.
En conjunto muchas veces me pareció que era frágil y tenía miedo de que se fuera a romper sin previo aviso con el primer soplo de viento. Pero lo cierto es que muy probablemente fuera más fuerte de lo que yo he sido nunca.
Así son los magos: de apariencia endeble pero poseedores de fuerzas más allá de lo común, pues ninguno de ellos llega jamás a nada sin haber aprendido los trucos suficientes como para sobrevivir. Extraen energía de la más minúscula oportunidad, y su inteligencia coquetea con lo imposible.
Y, a pesar de todo, yo disfrutaba con su presencia.
Realmente fueron contadas las ocasiones en las que vino de visita a mi ciudad, mas al contrario era yo la que peregrinaba hasta las puertas de su torre en la que vivía con las comodidades que había tenido a bien atesorar y eran de hecho, escasas.
Sus días transcurrían en una torre en las afueras, alejado del tumulto diario y resguardado por altos muros recubiertos con plantas que impedían las miradas curiosas de los extraños, regalándole una sensación de intimidad y paz.
Yo creo que si alguna vez necesitó de algo, si alguna vez hubo algo que la magia no pudo crear y sus riquezas no pudieron conseguir, fue paz. Y esa es la liebre que persigue siempre en su camino. Estar bien consigo mismo.
Su rutina diaria era sencilla: una comida básica, consultas a su bola de cristal, algo de tedioso trabajo para garantizar su existencia relativamente cómoda y esos ratos de pacífica armonía fumando su tabaco preferido a las puertas de la torre, contemplando el pequeño jardín que le rodeaba.
No obstante, en ocasiones esa reconfortante fortaleza en miniatura era un trajín continuo de personas, que muy probablemente le estresaban, entre ellas yo.
Desde el día que le conocí, sentí una fuerte atracción hacia él. Quien sabe porqué. Yo creo que fue esa impresión de fragilidad que uno se lleva la primera vez que le ve, las manos delgadas sujetando su tabaco mientras fumaba expulsando el aire de sus pulmones y contemplaba bucólico el paisaje, la mirada abstraída en la nada, su mente evocando recuerdos de días lejanos.
El brillo inconfundible de una mente privilegiada y rauda, reflejo de una inteligencia enmascarada detrás de una figura quebradiza; y esa determinación que desprendía por sus poros cuyo eco te golpeaba al contemplarle incluso a metros de distancia. Una diminuta figura menuda y desafiante, luchando solo contra sus fantasmas y el mundo mismo.
Me conmovía, despertando en mí una voluntad irreprimible de ayudarle cuanto pudiera. De estar ahí en los momentos aciagos y ser el cayado que le ayudara a sostenerse mas siempre supe que en realidad no me necesitaba… Pero de todos modos yo disfrutaba estando ahí, con él. Aun cuando lo único que nos rodeaba era el silencio: el vertido en sus estudios y yo aprendiendo a otear entre las bolas de cristal.
Los mejores momentos eran al despuntar el día.
Yo era siempre la primera en despertar, pues él tenía por costumbre dormir cuando casi podrían estar despertando los gallos para saludar una nueva jornada, y mi alegría era preparar el desayuno para ver cómo lo degustaba, a veces entre gruñidos insistiendo en que no tendría que haberme molestado. Pero para mí, jamás fue una molestia si no más bien una sensación reconfortante saber que degustaba lo que yo había cocinado en el horno abandonado de esa torre, que tan solo utilizaba ya el servicio, y a veces ni eso.
Siempre fue placer, más que molestia.
A parte de él y de los invitados inesperados, no había mucha más vida por la zona, descontando algunos animalillos de compañía que pululaban a sus anchas, aunque por lo general no se molestara ni en mirarlos. Recuerdo que cuando estaba extremadamente aburrido, se dedicaba a instigarlos, y a veces a hacerlos rabiar. Pero apego, apego, lo que se dice apego, no sé a bien seguro si lo sentía por ninguno.
Todos los magos tienen un familiar, un ser que vive con ellos. Pero él no. Aunque con el tiempo, eso cambiaría.
Una noche ya cerrada de verano, más allá de las doce toda la torre estaba en silencio y no se oía ni un alma. Las horas iban pasando, y con ellas me entraba el cansancio haciendo que los párpados pesaran cada vez más y que la mente no consiguiera retener información apenas. Incluso conversar era algo tedioso. Así que decidí irme a la cama.
Ascendí por las escaleras, una a una, los tres tramos hasta alcanzar la planta en la que se encontraba la que con el tiempo se convertiría en mi habitación. Me acerqué al balcón, a cerrar los postigos con la esperanza de que la luz del amanecer no me despertara demasiado temprano... Y apareció de golpe.
Un bulto saltó empujándome en el hombro, rebotando en él mientras siseaba y salía corriendo pocos instantes más tarde, a la par que yo chillaba aterrada con un susto de muerte, imaginando que había sido atacada por un maléfico demonio, un animal horrible, algo terrorífico… Salí corriendo escaleras abajo hacia la luz del salón. Hacia su luz, agitada y nerviosa. Y en el camino lo vi: era un gato. Pequeño, zarrapastroso, delgado y menudo.
Era blanco y negro, descuidado y sucio. Tanto, de hecho, que más que blanco tenía el pelaje gris, lleno de porquería.
A pesar del susto inicial, acabé estimando en gran medida ese saco de pulgas y pelos estilizado. Cuando no la veía en la casa, la buscaba, y la llevaba a cuestas o la sentaba en mi falda (porque, sí: era gata, más bien) mientras leía y tomaba el sol en el jardín, resguardada por la tranquilidad de los muros.
De tanto en tanto, coincidíamos con él, cuando se asomaba a fumar su tabaco, y entonces hacía grandes esfuerzos para que socializaran.
Al principio, fueron una cadena de fracasos. Recuerdo cómo se quedaba mirando al pobre bicho, él acomodado en su asiento, yo sentada en el mío acariciando la gata. Con su cara de pocos amigos, mirada escéptica y distante; mientras ella iba y venía de su falda a la mía.
Creo que fue entonces cuando me percaté de que no era alguien tan poco sociable. Los magos simplemente son personas extrañas, pero tienen sentimientos, como todo el mundo, aunque estén escondidos bajo siete candados, y la llave se haya extraviado en algún lugar perdido en el mar, probablemente el estómago de algún pez extraño. Sí, todos tienen instantes de humanidad. Y en uno de ellos, adoptó a la delgada gata como familiar.
En ocasiones nos quedábamos los dos jugueteando con ella: parecía un nexo de unión. No importaba cuán hosco pareciera él, terminó acostumbrándose a juguetear como yo hacía.
Por aquel entonces ya estaba acostumbrada a sus silencios, de los cuales extraje conocimientos varios, como que no es necesario hablar todo el día para comunicar cosas. A veces atender los gestos, sirve de mucho. Ese silencio no es el mismo que siento al volver a mi hogar, cuando tengo que dejar la torre a mis espaldas. Ese silencio reconforta más que muchas palabras.
Evoco un día de tantos, de vagabundeos matutinos entre las piedras, la calma del jardín, acariciando la gata que dormitaba en mi hombro, con la casa aun en calma pues no había despertado nadie.
Aquel día, la cogí sujetándola por debajo de los brazos, su cuerpecillo colgando en el aire, menudita y frágil, delgada. Me recordó a él. Arisca, independiente, atrevida. Con su capacidad para ir y venir por todas partes, sin miedo. Camuflándose entre las sombras.
Aburrida de que la sostuviera en el aire, se retorció y escapó de mis manos perdiéndose en la nada, mientras yo sonreía y la llamaba como siempre, pero no volvió.
Me quedé pensando en las cosas que aparecen y desaparecen, mientras un escalofrío incómodo recorría mi espalda y continuaba llamándola por los rincones del jardín.
La estuvimos buscando todo el día, hasta que finalmente, de noche que nos dimos por vencidos pues si quería volver ya conocía el camino.
Abatida, al entrar en casa le escruté: él embutido en su túnica, con la barba de tres días sin afeitar y sus mechones rebeldes tapándole los ojos, seguía impertérrito con sus tareas.
A pesar de que tenía la vista baja, y estaba concentrado en sus quehaceres, creo que él también la echaba de menos como yo.
Y yo, que en nuestro silencio le contemplaba: su figura delicada y familiar de la que emanaba ese particular aroma capaz de calmarme con simplemente notar su presencia, rogaba que ojalá no llegara nunca el día en que desapareciera de mi vida entre la nada, volviendo al lugar del que habían salido los dos.
4 comentarios:
A Valadier le va a gustar este texto
Saludos
Me alegro =)
^^
la magia de los felinos es a veces inmisericorde :(
y tienes razón ese mago es bien kurt...
Sí, verdad? =) ^^
Besos Lili :* =)
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