6/09/2008

Bad Karma

(c) Michael Whelan - Lovecraft

Le odiaba.

Con su traje pijo de marca, siempre impoluto, tan bien cuidado. Perfecto como si hubiera salido recién de la tintorería, los hilos del tejido inmaculados, puestos a raya con apresto y el calor de una plancha cruel.

Tan alto y estirado, con ese caminar seguro y un tanto afectado, sonrisa parsimoniosa a juego, mirando a todo el mundo por encima del hombro: dueño y señor de doscientos metros cuadrados que rezumaban nerviosismo y terror.

Él, agujero negro de cualquier tipo de sentimiento positivo, de alegría y paz, oprimía el aire arrancándolo de nuestros pulmones con cada paso.

Ni siquiera su cabello gozaba de la más ínfima libertad, colocado escrupulosamente en su sitio, obligado a permanecer parado contra natura con la ayuda de la gomina.

Distinguía su forma de abrir la puerta a cincuenta metros, tan sólo por la manera en que chirriaba el picaporte, y la firmeza de cerrarla tras de sí.

Distinguía también, el crujido gimoteante de la moqueta cuyas hebras aplastaba sin compasión bajo la suela de sus zapatos, un paso tras otro caminando con decisión, y la cadencia de un tambor de guerra.

Por instantes proliferaba la angustia, y sentía la histeria apoderarse de mí, ideas evadiéndome haciendo que me sintiera insignificante. Me eludía la confianza y parecía fluir toda hacia él, como un vapor invisible emanando hacia fuera de mi cuerpo.

En segundos estaría aquí diciendo “Buenos días” con su careta de Mister Perfecto, coronada por ese rebaño de canas en pegote. Me placía en extremo comprobar como poco a poco las entradas iban ganado terreno. Quien sabe, quizás pronto se quedara calvo presa de un ataque de ansiedad. Solo esperaba no tenerle de espectador en el mío propio.

Cada mañana al verle aparecer, mantenía monólogos internos sobre el condicionamiento social: hasta qué punto los automatismos y el lavado de cerebro fruto de la ética y la moral nos castran en pro de la armonía y la buena educación, obligándonos a decir “Buenos días”, cuando lo que realmente estás pensando es: “A ver si te mueres de una puta vez, coño, y me dejas en paz”, manteniendo mientras tanto –eso sí-, siempre la más cándida y angelical de las sonrisas.

Entonces mi mente divaga y se recrea en las cincuenta formas diferentes –aunque pocas de ellas realmente originales- de perpetrar su homicidio. La cantidad de gente que se mataría los unos a los otros en la calle de no ser por la Ley. De hecho muy probablemente no se hablaría de superpoblación mundial.

Está claro que si yo no mato a nadie no es por falta de ganas, no. Es simplemente por el conocimiento de mi propia falibilidad y la certeza de que no conseguiré el crimen perfecto, dejando en el camino numerosas pistas tras de mí.

Pero… Ah… Ah, de no existir el castigo. Tengo una larga lista de agravios que me encantaría atender.

Cuando tengo mis ataques “paranoicos”, por así llamarlos –aunque yo prefiera llamarlos "pequeños arrebatos de estrés"-, y doy rienda suelta a toda la rabia que carcome mi interior sacándola fuera en forma de sapos y culebras, siempre me salen con las mismas: que así como yo tengo una larga lista de tareas pendientes, debo figurar en las tareas pendientes de alguien más.

No obstante, está claro que en mi infinita sabiduría, les costaría atraparme, y si acaso me dieran caza, bueno, espero haber enviado al otro barrio unos cuantos cabrones ya.

Es en momentos como este en los que me recrimino seriamente por mi falta de cultura en cuanto a la historia medieval se refiere, así que tomo nota mental de acudir a la que pueda a leer en la biblioteca y ampliar horizontes estudiando la inquisición y otros métodos alternativos de tortura. Todo, claro, en pro de mi cultivación como persona. Quizás en un futuro cercano investigue también las sociedades de Oriente.

Le oigo pronunciar mi nombre y en un segundo todo se vuelve incierto, mientras la sangre me martillea la cabeza, el pulso se me dispara y la vista se nubla. Tengo una sensación de opresión, como si alguien estuviera apretando mis intestinos con una mano mientras con la otra estrangula mi corazón… Y me falta el aire.

Mi confianza está tan minada que respondo a su llamada como un perro adiestrado por Pavlov, pero pensando –para colmo- en qué coño habré fallado esta vez, qué ha vuelto a salir mal y que mierda quiere. Afortunadamente, aun no llego al extremo de mearme encima cada vez que escucho su voz. Quien sabe si a parte de una bolsa de tila no tendré que empezar a almacenar pañales anti-orín como los ancianos.

Me obligo a preguntarle qué tal va todo, qué tal el viaje, qué tal sus visitas; mientras mi cabeza proyecta imágenes suyas atravesadas por un abrecartas una y otra vez, hasta que muere desangrado sobre su silla. Joder, está claro que necesito ampliar mi abanico de posibilidades.

Su voz se queda en off mientras pienso que tal vez podría alquilar algunas películas estilo gore. Lo haría pero si acaso no la debería ver para cenar porque después probablemente tendría náuseas o no podría conciliar el sueño. También me han recomendado que para evadirme lea a Lovecraft.

- … Aquí tienes el papel, y este es el teléfono.

Me lo quedo mirando sin verle, mientras recojo automáticamente el papel que me extiende y me vuelvo a mi sitio a leer con calma lo que fuera que estuviera explicándome ese desgraciado hijo de su santísima madre.

Una denuncia a la policía, un parte de la guardia urbana y los papeles del seguro.

Consigue capturar mi atención y leo con avidez, para sorprenderme con que ha sido víctima del ataque de una pedrada lanzada desde lo alto de un puente a la entrada de la ciudad por parte de algún aburrido gilipollas de esos que viven en las chabolas, en suburbios al linde de la autopista.

Y conste que lo llamo gilipollas, pero no por el intento si no por su fracaso, porque de no ser por su jodida ineptitud y su mierda de puntería, desde hoy ya no tendría que preocuparme más por Don Estirado. Pero no, el muy imbécil que lanzó la piedra, ni eso pudo hacer bien en su vida, que falló por cinco centímetros.

A dónde iremos a parar. Qué clase de mundo es este en que la gente se entretiene lanzando pedradas a turismos que fluyen a toda velocidad.

Me dedico a canturrear en la oficina, para que todo el mundo piense que estoy de buen humor, tonadas aleatorias y sin sentido, melodías pegadizas de mi propia cosecha. Y sí. Sí que estoy de buen humor, sí. Porque mi mente corea estribillos y pareados muy alegres como “Cualquier día de estos, te vas al otro barrio, y nos dejas a todos libres, de tus jodidos agravios”. No es muy original, claro. Es de rima fácil.

Pero si se me diera bien, sería poeta o cantante, y no estaría malviviendo en una jodida oficina por un sueldo que se libra del epíteto “mileurista” por los pelos.

Quizás solo soy víctima del estrés laboral, y padezco algunas carencias en mi vida social que pueden solventarse fácilmente en cualquier garito. O igual me tengo que transformar al budismo zen, al fengshui o cualquiera de esas mierdas que están tan de moda.

Al menos me queda mi canturreo, así se me hace más llevadera la jornada laboral. Debería hacer alguna rima con “veneno” para variar un poco.

Hay que joderse… Por cinco putos centímetros de nada, lo que tengo que aguantar.

No hay comentarios: