5/15/2008

Frágil

(c) Livingrope_JS Rossbach - Little Fish

Como no me atrevía a mirarle cara a cara, muchas veces tenía que contentarme con atisbarle de reojo, y al hacerlo me sentía como el ladrón que estudia a su víctima camuflado en un traje de calle común, escondido entre la gente corriente.

Otras tantas veces tuve ganas de abrazarle, pero me contuve. Por respeto, por decoro, por miedo… ¿Qué sé yo? Por lo que sea que la gente al final no hace lo que quiere. Aun así, siempre tuve la sensación que de haberlo intentado, se hubiera escurrido entre mis brazos como el agua.

Agua... Cuando lo pienso, me recuerda al mar: Amplio, profundo, desconocido.

Calmado a simple vista, pero más allá, encadenado donde nadie pueda percibirlo, está revuelto con los remolinos de la exasperación, la pena, quizás la rabia, todo contenido bajo la superfície.

Como el mar, también es imposible de abarcar en su totalidad. Puedes recorrerle, sí, pero siempre bordeando la orilla, nunca llegando más allá, porque ese espacio tan vasto está vetado para quienes no poseen la seguridad y estabilidad de los grandes barcos y el mío, no llega a la categoría de cayuco.

Quizás me equivoco, pero cuando me siento y le contemplo, sé que no daré la talla. Que me perderé sin remedio y que si no me atrapa en sus olas para hundirme hasta el fondo y pudrirme allí olvidada, me devolverá a la orilla como otra náufraga más.

A veces, es melancolía.

Una marina pintada con azules y grises, el cielo nublado y la brisa salada que te trae su aroma aunque no quieras. “Mírame”, te impele, “Ámame… Pero no intentes acercarte, no intentes abrazarme”. Te conmueve con sus colores pálidos, hace de ti poeta inspirándote a escribir lo que jamás antes habrías imaginado. Te conmueve, te enternece, y a su vez, te arrastra a la locura.

Sabes que no puedes abarcarle, que no puedes poseerle, que no vas a comprenderle. Y aun así, tan sólo te queda amarle. Contemplarle un instante y dejarlo luego todo atrás.

Quieres inmortalizar ese segundo. Grabarlo en la memoria para evocarlo desde hoy hasta el fin de la eternidad. Una foto, una pintura, un dibujo, una historia… Lo que sea con tal de que mañana, cuando su recuerdo se desvanezca entre tantos otros, puedas reclamarlo y revivirlo una vez más.

Frágil y bello como el cristal. Transparente y puro. Musical según lo roces, capaz de atravesarte hasta el fondo del alma con su tonada.

Valioso y deseable.

Me recuerda al mar, y también al diamante en bruto que late allí enterrado en algún lugar inhóspito, profundo, reposando sobre un lecho de roca. Ni siquiera tiene la esperanza de que le descubran, poco le importa.

A veces pienso que, como las rocas, preferiría seguir allí enterrado fuera de la vista de los demás. Desapercibido, resguardado de las manos impuras que le quieran modelar, porque jamás podrá llegar al dedo que tiene que lucirle. Eso le apena y le entristece, le roba su brillo tornándolo opaco, deslucido… Y a mí me mata viendo lo que podría ser y no será nunca, mientras esa imagen me deslumbra.

Su pena es mi dolor porque no puedo ayudarle, porque mis manos son torpes y no han aprendido jamás a tallar, porque mi inexperiencia le rompería en mil pedazos.

Es el retazo de ceniza con forma de cuerpo que queda más allá de la vida. Se desvanece y se pierde con un ínfimo soplo de aire, con el mínimo roce -ni que sea cuidadoso- de un dedo.

Escapa de mí.

La pavesa que desprende la tierra calcinada, herencia de árboles que ya no viven en el bosque, cuya madera prendió en un segundo y ardió rápidamente. Es la ceniza, hija de ese fuego que calentó su cuerpo y no dejó nada tras de sí salvo nostalgia.

Allí quedan los campos, estériles, donde nunca más brotará nada. Despertarán en diez años, en cien años, en mil años o tal vez nunca, cuando yo ya no esté aquí para regarlos, para cuidarlos y verlos resurgir esplendorosos.

Es el agua que me ahoga, el fuego que me quema, la roca que me hiere, el cristal que tengo miedo de romper… Junto conmigo.

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